En la Iglesia, vivimos la dinámica evangélica de la disponibilidad

El cardenal Antonio Maria Vegliò cuenta su vocación y su experiencia pastoral

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 26 de febrero 2012 (ZENIT.org) – La llamada se produjo en una familia provinciana, sencilla y llena de devoción. Una larga experiencia en la curia vaticana, que culminó con su nombramiento como presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes. La experiencia pastoral del neocardenal Antonio María Vegliò es muy profunda y significativa. El cardenal Vegliò, en este diálogo con ZENIT, comparte muchas ideas interesantes acerca de la naturaleza de la Iglesia y de la Nueva Evangelización.

Eminencia, usted tiene una tarea muy importante en la curia vaticana. ¿Cuánto cambia recibir el capelo cardenalicio en el ejercicio de su episcopado y de su misión?

–Card. Vegliò: Cuando el 6 de enero el santo padre anunció el Consistorio, dejó claro que «los cardenales tienen la tarea de ayudar al sucesor de Pedro en el cumplimiento de su ministerio de confirmar a sus hermanos en la fe, y de ser principio y fundamento de la unidad y de la comunión de la Iglesia». Y esto implica una dedicación aún mayor que añade una connotación diferente a lo que estaba haciendo hasta ahora. Leo, pues, en este gesto del papa, una señal de reconocimiento a la misión de este Pontificio Consejo, y veo su preocupación por los hombres y mujeres involucrados en la movilidad humana, que afecta en gran medida en la vida del mundo moderno y sobre la vida de la Iglesia . Por lo tanto, en esta área pastoral en la que el santo padre me ha pedido que sea uno de sus colaboradores, debo ser cada vez más fiel y generoso.

¿Vive este nombramiento más como un honor o como una carga?

–Card. Vegliò: En la Iglesia vivimos la dinámica evangélica de la disponibilidad. La homilía del papa en el consistorio de 2010 fue muy clara. Para Dios, el criterio de la grandeza está en el servicio. Quien quiera ser cristiano debe vivir como Cristo, debe hacer suyo el estilo de vida de Cristo, que «no vino para ser servido sino para servir». Y si esto se aplica a todos los cristianos, más aún para aquellos que tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. Afirmaba el papa que «no es la lógica de la dominación, del poder de acuerdo a los estándares humanos, sino la lógica de arrodillarse para lavar los pies, la lógica del servicio, la lógica de la Cruz, que es el fundamento de todo ejercicio de la autoridad.» Sólo así podremos revelar el verdadero rostro de Dios.

¿Podría contarnos cómo surgió su vocación sacerdotal?

–Card. Vegliò: Mi vocación nace en un ambiente muy sereno, en la familia y en la parroquia. Cuando era niño me gustaba mucho el padre Achille Sanchioni, un sacerdote de Fano (centroeste de Italia), amigo de la familia, un hombre santo. También asistía asiduamente a la parroquia de San Francisco de Asís, en Pesaro, llevada por los frailes capuchinos y estaba entre los monaguillos más cumplidos, al cual todos querían mucho. Un buen día me decidí a entrar en el seminario diocesano de Pesaro. No fueron fáciles los primeros tiempos, lejos de la familia a la que yo estaba muy unido, por lo que en algún momento –fue en el mes de abril–, quise volver a casa. Pero mi madre, quien también sufría por mi ausencia, me pidió que esperara unos meses para terminar el año académico y los exámenes. Superados estos, me dijo que podría ir a casa. Le dije, todavía recuerdo: «No, mamá, ¡quiero ser sacerdote!». No sé decir lo que sucedió en ese corto período de tiempo, pero sin duda que siempre he estado muy contento con mi elección. Recuerdo con agrado los años en que fui capellán de los jóvenes, intentando combinar la amistad y las bromas con el deber, siempre dispuesto a escuchar para comprender y, si era posible, para ayudar. Y eso es precisamente lo que pide el papa Benedicto XVI cuando dice: ‘la autoridad para el cristiano es servicio y amor’. La joven vocación, nacida en un ambiente profundamente católico, se fue forjando con los años, fiel al compromiso contraído en la consagración al Señor, y bien expresado en el versículo 4 del salmo 26: «Una cosa pido a Yahvé, es lo que ando buscando: morar en la Casa de Yahvé todos los días de mi vida». Este concepto hermoso lo imprimí en la estampa de mi ordenación sacerdotal, el 18 de marzo de 1962, y también en la de mi consagración episcopal, el 6 de octubre de 1985, y ahora en memoria de mi elección a la dignidad cardenalicia, el 18 de febrero de 2012.

En la Iglesia de hoy, un principio considerado por algunos un poco obsoleto es la obediencia al santo padre. ¿Cómo debe vivirse en el siglo XXI esta condición imprescindible para un sucesor de los apóstoles?

–Card. Vegliò: Si antes hemos hecho referencia al sentido de la autoridad en la Iglesia, en la misma línea debemos entender también la obediencia. Creo que es importante hacer hincapié en que la obediencia no es un fin en sí mismo, sino un medio. Debemos, ante todo, ser obedientes a la voluntad de Dios Padre, y por eso debemos preguntarnos todos los días, a nivel personal y comunitario, cómo hacer para que se realice aquello que pedimos en la oración dominical: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». La autoridad del santo padre está justamente al servicio de esta búsqueda de la voluntad de Dios, de tal modo que esto suceda en la unidad y en la verdad.

Ciertamente que son iluminadoras las palabras que el papa Benedicto XVI dijo en su homilía del inicio de su ministerio, cuando dijo: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».<strong>

Es esencial para la Iglesia reconocer y valorar el ministerio petrino, principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, que fue explicado de modo feliz por el papa en una de sus catequesis, cuando dijo: «Pedro, para todos los tiempos, debe ser el custodio de la comunión con Cristo; debe guiar a la comunión con Cristo; debe cuidar de que la red no se rompa, a fin de que así perdure la comunión universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es el Señor de todos». (Audiencia general, 7 de junio de 2006).

Usted ha definido a los migrantes como «portadores de esperanza». ¿En qué medida pueden serlo?

–Card. Vegliò: Depende de cada uno de ellos y las posibilidades que se les ofrezcan. Como el Concilio Vaticano II declaraba: «todos los pueblos forman una comunidad,» y por tanto, «una sola familia humana», en palabras de Benedicto XVI. Las migraciones, que caracterizan a nuestro mundo globalizado, pueden hacernos aguardar la realización de esta familia mundial «de hermanos y hermanas, en sociedades que se vuelven cada vez más multiétnicas e interculturales». Esto supone, sin embargo, dar los pasos para hacer un camino a seguir hacia la apertura frente al otro.

Es necesario, por ejemplo, un compromiso por la integración de los recién llegados, tanto de parte del migrante como de la sociedad que lo acoge. Esto requiere de ambos el respeto mutuo por los valores, las costumbres y las tradiciones de cada uno; presupone, entonces, acogida fraterna y solidaridad de parte de la población local y de parte del migrante a respetar las leyes y costumbres del país de llegada, con un esfuerzo de aprender el idioma local, etcétera. Hasta el amarnos unos a otros como una familia.

Los inmigrantes católicos, a los que me he referido, pueden ser «portadores de esperanza» en los lugares donde la fe parece
no tener más sentido en la vida de la gente y ha perdido su valor para la sociedad. En estas situaciones, de hecho, falta aquella alegría de vivir y aquel optimismo en la vida que proviene de la certeza de que el destino de la persona humana no es terminar en esta tierra, en un valle de lágrimas, sino de cruzar la frontera de la muerte hacia una vida que no tiene fin. He aquí que el migrante católico, si está formado adecuadamente y acompañado, puede ser una luz en la oscuridad de la falta de sentido, a través del testimonio de una vida de felicidad a pesar de las dificultades.

La presencia de muchos extranjeros no cristianos, cuya integración con nuestra cultura es a menudo difícil, representa un desafío para la evangelización. ¿Cómo puede un católico afrontar este desafío?

–Card. Vegliò: Para los no cristianos, no se trata de una nueva evangelización, sino más bien de un primer anuncio del mensaje cristiano, de una primera evangelización. Se necesita, sin embargo, por parte nuestra la disposición a escuchar. Se necesita comenzar con el diálogo, tratando de encontrar lo que nos une, identificando las cosas que tenemos en común, en vez de enfatizar lo que nos divide. La regla de oro está presente en prácticamente todas las religiones y pienso que podría ser compartida aún por aquellos que no tienen una creencia religiosa: «No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti» o, la versión positiva: «Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganselo también ustedes a ellos» (Mt. 7,12) escrito en el evangelio. Nuestro libro sagrado contiene la Palabra de Dios, pero en otras religiones están las que llamamos «semillas del Verbo». Son estas las que debemos buscar para encontrar un punto de encuentro, para que nos podamos entender y vivir juntos en armonía y paz. Si escuchamos a nuestros hermanos no cristianos con el corazón y tratamos de ver con sus ojos, podremos comprenderles más profundamente. Por lo tanto, estarán dispuestos a escuchar lo que tenemos en la mente y ese es el mensaje del Evangelio, que se ofrece como un regalo.

Por Luca Marcolivio

Traducción del italiano por José Antonio Varela V.

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ZENIT Staff

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