Fidel González: El Acontecimiento Guadalupano, ¿historia o mito?

Responde uno de los máximos expertos en la materia

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ROMA, 20 diciembre 2001 (ZENIT.org).- El proceso de canonización de Juan Diego, que dio este jueves su paso decisivo con el reconocimiento de un milagro atribuido a su intercesión, ha aportado al mismo tiempo importantes descubrimientos históricos sobre esta singular figura.

Algunos escritores, influidos por diversas ideologías, ya desde el siglo XIX hasta nuestros días han querido negar el carácter histórico del Acontecimiento Guadalupano en maneras diversas. Algunas corrientes ideológicas han llegado incluso a reducir el significado de las apariciones a una especie de sincretismo surgido de las religiones precolombinas y la fe católica.

Para responder a estas preguntas, Zenit publica un artículo de uno de los máximos expertos en la materia, el padre Fidel González, mcci, profesor de historia de la Iglesia en las Universidades Pontificias Urbaniana y Gregoriana, rector del Colegio Pontificio Urbano, y presidente de la Comisión histórica de la causa de canonización de Juan Diego en la Congregación vaticana de las causas de los santos.

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El “Acontecimiento guadalupano” como clave de lectura de la historia de la evangelización en del nuevo mundo o del continente americano aparece con fuerza creciente en numerosos documentos pontificios relacionados con el mundo latinoamericano y en los episcopales del mismo Continente en los últimos dos siglos, especialmente a partir del Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 ( ) hasta el magisterio de Juan Pablo II hasta el último Sínodo Especial de los Obispos para América.

En estos documentos se habla y se invoca a Santa María de Guadalupe como la Madre de nuestra fe. A su intercesión confiaba ya el Papa León XIII y los obispos el futuro de la Iglesia latinoamericana. Ya mucho antes, en el siglo XVIII, la Santa Sede había reconocido a la Santísima Virgen de Guadalupe como Patrona de México y de todos los territorios del entonces Imperio Español ( ). El patrocinio de Santa María de Guadalupe había entrado con fuerza en los corazones de los mexicanos; los había acompañado en los días azarosos de la independencia patria y a lo largo de todo el siglo XIX. A finales del siglo, León XIII concede un nuevo oficio litúrgico en honor de Santa María de Guadalupe en 1894; incluso compondrá unos dísticos latinos que se colocaron en un mosaico al pié del altar mayor de la antigua Colegiata de Guadalupe (26 de febrero de 1895), a ruegos del obispo de Tehuantepec, don José Mora y del Río.

En los nuevos textos litúrgicos en honor de Santa María de Guadalupe se hacía hincapié en el aspecto histórico de las Apariciones al indio Juan Diego. Luego había concedido que la Tilma con la Imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe fuese coronada canónicamente en 1895 en un gesto profundamente vivido por todos los obispos mexicanos y por todo el pueblo católico ( ). Al evento participaron numerosos obispos del resto del Continente para subrayar el patronazgo de Santa María de Guadalupe sobre todo el Continente. Pocos años después, los obispos del Continente americano solicitaban del Santo Papa Pío X la proclamación de la Virgen de Guadalupe como Patrona de América. Lo mismo hacían los obispos de Filipinas, cuya historia cristiana se encuentra inseparablemente unida a la de México. La petición unánime se renovaría años más tarde al Pontífice Pío XI, tan atento a las cosas de México. Los motivos dados en las distintas ocasiones insisten sobre el nexo entre la Virgen de Guadalupe y la historia de la evangelización de América y de las Filipinas.

Aquellas repetidas peticiones tuvieron una acogida repetidamente positiva por parte de la Santa Sede. La Virgen de Guadalupe encontraba cada día un mayor espacio, una referencia histórica más precisa en todos los documentos episcopales latinomericanos y del Magisterio pontificio. ¿Ha sido y es ello una mera posición ideológica o se trata de una referencia a un hecho histórico preciso y por lo tanto con un valor objetivo?

En estos últimos años ha sido una preocupación constante de la Jerarquía eclesiástica el querer indicar con precisión las raíces históricas del camino evangelizador seguido en este Continente, del método usado por Dios en esta historia salvífica concreta, de sus constantes y de su significado. Así ya durante los años que precedieron las celebraciones del V Centenario de los comienzos de la evangelización en América, se quiso ahondar sobre el argumento. “La evangelización fundante en América Latina” fue el tema, por ejemplo, de un Seminario que el CELAM y la Comisión Episcopal de Educación y Cultura de México celebraron entonces. Ya Juan Pablo II, en el 9 de marzo de 1983, había invitado a los obispos latinoamericanos reunidos en Port-au-Prince a comprometerse en este sentido. El 12 de octubre de 1984 les confirmó en tal empeño abriendo la “novena” del V Centenario en Santo Domingo, la tierra donde por primera vez se plantó la Cruz de Cristo y donde por primera vez se rezó el “Padre nuestro” y el “Avemaría” en orden a “una nueva evangelización” ( ). Para ello se necesitaba una apertura a los datos de la historia, por encima de las ideologías y una perspectiva histórica realista.

Una tal perspectiva historiográfica realista la encontramos ya lanzada en el encuentro del CELAM sobre “Religiosidad popular” (Bogotá 1976) y manifestada en el documento del Episcopado latinoamericano reunido en Puebla en 1978, que proponía una renovada evangelización apelando a la “memoria cristiana de nuestros pueblos”, pues “con deficiencias, y a pesar del pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, marcando su identidad histórica esencial, constituyéndose en matriz cultural del continente, de la cual nacieron los nuevos pueblos. Es el Evangelio, encarnado en nuestros pueblos, lo que los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe, que se yergue al inicio de la evangelización” ( ).

Sin embargo, algunos escritores, influidos por diversas ideologías, ya desde el siglo XIX hasta nuestros días han querido eliminar el Acontecimiento Guadalupano en maneras diversas: tratando de convertirlo en una especie de mascara cultural de un sincretismo religioso, continuación de viejos ritos bajo nuevas formas y apariencias, reduciéndolo a un simple símbolo cultural, imaginándolo como parte de un instrumento “teatral” catequético fabricado por los frailes evangelizadores, o convirtiéndolo en un símbolo religioso católico creado por un “criollismo en ciernes” para sustentar su legítimo patriotismo.

A veces, sin pretenderlo, las posiciones de los autores que sostienen en varias maneras estas diversas posiciones han cooperado a difundir implícita o explícitamente la imagen de tres pecados originales que pesarían, según ellos, sobre la historia de la evangelización católica de América Latina: la conquista, el catolicismo latinoamericano y el mestizaje, visto como mezcla “degenerante” de componentes raciales contrapuesta a la pureza racial que se daría en otros lugares del Continente y que en los países católicos ha sido villanamente destruida ( ). Por ello algunos protestantes han considerado el catolicismo latinoamericano como una confusa forma sincretista de religiosidad tradicional precristiana y de catolicismo mal asimilado. Incluso pretenden explicar aquí las raíces de los problemas políticos y económicos latinoamericanos.

A la luz de tales posiciones el Acontecimiento Guadalupano ni es entendido ni es aceptado en su significado real. Los propulsores de estas posiciones excluyen en su análisis algunas de las condiciones que hay que respetar como actitud en todo estudio de un hecho histórico y en su respectivo análisis: el realismo (el método tiene que ser impuesto por el
objeto de muestro estudio y no por una ideología previa); la racionalidad y la moralidad. Presentar el Acontecimiento Guadalupano como un hecho poéticamente idílico o dramáticamente ideológico sin más sin recurrir seriamente a los datos de la historia y a documentar de esta manera lo que ha sucedido y por lo tanto el significado del milagro de Guadalupe sería totalmente irrealista. El historiador no debe decir algo que sea falso, pero tampoco debe esconder algo que sea verdadero, como ya decía Cicerón y recordaba a los historiadores de su tiempo León. Hay que acercarse con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores, solamente mirando a la verdad ( ).

El milagro de Guadalupe y de Juan Diego
¿Cuál ha sido y sigue siendo el milagro de Guadalupe? Tras la primera fase inmediata de rechazo de las culturas indígenas y de imposición de la fe cristiana, explicable si se tiene en cuenta la formación y el temperamento cultural de los misioneros, se logrará una inculturación de la fe con la superación de los muros de división y de odios raciales a través de un intenso mestizaje que dará lugar al nacimiento del pueblo mexicano en concreto y del latinoamericano en su sentido más cumplido. El símbolo más perfecto de este encuentro es precisamente el del Hecho guadalupano protagonizado por el indio Juan Diego, que es como el acta de nacimiento o el sello de esta alianza, como lo reconocían expresamente los Obispos latinoamericanos, reunidos en 1979 en Puebla ( ). Sin el milagro del Evangelio, expresando con fuerza en Guadalupe, esto hubiese sido imposible; incluso la autocrítica que hoy se hace del mismo proceso evangelizador como ya lo iniciaron los misioneros a partir de la famosa homilía del dominico p. Antonio de Montesinos en el cuarto domingo de Adviento de 1511 en Santo Domingo (la Española) nunca se hubiera dado.

El Acontecimiento Guadalupano, con toda la complejidad histórica del mismo, ayuda a comprender la gratuidad de este proceso evangelizador. No es fácil para un historiador distinguir fácilmente el ámbito de la naturaleza y el ámbito de la gracia. Normalmente el historiador tiende a separar netamente historia y teología como dos ámbitos o dos caminos paralelos en dos niveles que no se tocan o no interfieren entre sí. El verdadero peligro en una lectura parcial de la historia hecha por cristianos está en la no distinción entre naturaleza y gracia. Como ya advertía San Agustín contra Pelagio: “Común a todos es la naturaleza, no la gracia… No se debe refutar como gracia la naturaleza recibida”. Esta “no distinción” comporta otra “no distinción”: entre los hechos del mundo y aquella historia particular generada por un acontecimiento particular; la consecuencia es la sacralización de la historia humana. En un reciente pasado algunos católicos llegaron incluso a identificar la historia de Gracia con la lucha de clases de matriz marxista.

Estas identificaciones destruyen no solamente la fe que nace precisamente como encuentro, como sorpresa frente a una historia particular, humanamente imposible o al menos incomprensible a primera vista, y sin embargo real y verdadera. Destruye también la libertad de Dios de obrar en la historia según modalidades propias: como usar un particular para comunicar una gracia y construir la historia salvífica universal (el método corriente que vemos usado por Dios en toda la Biblia y que tiene su culmen en la Encarnación del Verbo en el seno de María de Nazaret). Destruye también la libertad real del hombre para acoger o adherirse totalmente a Gracia que Dios le ofrece. Si no fuese así , no existiría el verdadero drama de la persona; se daría solamente una especie de marcha inarrestable, determinada y fatídica de la historia, sin responsabilidad del hombre en ella. La consecuencia sería un despojar el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo, en el tiempo de la historia, en un lugar concreto la Palestina, en el vientre de la mujer, María de Nazaret, en su concreción histórica; Santísima Virgen María quedaría reducida al puro símbolo de “Virgen Madre”, inexistente en la historia. Todo lo que no entra en esta dimensión se reduce a puro símbolo sin contenido de acontecimiento real; a historia abstracta o a invención cómoda como sostén de tesis preconcebidas. En el mismo orden: milagros, profecías, “carismas” (dones del Espíritu Santo dados en la Iglesia) y toda otra posibilidad de intervención divina en la historia es negada a priori.

Por el contrario, el cristianismo es siempre un hecho histórico en sus diversas manifestaciones. Es siempre una historia particular; precisamente en cuanto particular, supera toda concepción determinística y fatalista de la historia: crea libertad. El cristianismo así entendido promueve una conciencia de lo que se es por gracia. La potencia de Dios se revela en hechos y acontecimientos que constituyen una realidad nueva dentro del mundo, una realidad viva, en movimiento, y por lo tanto una historia excepcional e imprevisible de la historia de los hombres. Bajo esta perspectiva hay que leer muchas páginas de la historia de la Iglesia; en particular en América leemos así el acontecimiento Guadalupano.

El significado del Acontecimiento Guadalupano
Las fuentes históricas nos hablan de una situación dramática a principios de la historia de la Evangelización en América, de la desesperanza y frustración trágica por parte de los indios, y de la dificultad para transmitir el anuncio evangélico por parte de los misioneros españoles. Entonces sucede algo imprevisto: uno de aquellas “intervenciones del Señor en el tiempo”, una gracia inesperada, de las que es rica la historia de la Iglesia.

Según las fuentes indígenas, mixtas y “españolas”, en 1os primeros días de diciembre de 1531 en el cerro de Tepeyac (o Tepeyacac), un cerro consagrado al culto de la diosa azteca Tonantzin y lugar culto según las concepciones religiosas de los antiguos pueblos mexicanos, al margen de la gran laguna de Mexico, la Madre de Dios se aparece a un indio, neófito cristiano, de unos 50 años, Juan Diego Cuauhtlatoatzin (“Cuauhltatoa” en lengua náhuatl significa “el águila que habla”), que se encaminaba a la ciudad o a la misión franciscana. Juan Diego habría sido uno de los primeros indios bautizados por los primeros misioneros franciscanos de México. El vidente fue el mensajero de Santa María ante el obispo electo de México Zumárraga, quien habría solicitado “una prueba” de la autenticidad del mensaje. La prueba que la Virgen le habría dado sería la historia conocida de las rosas recogidas por Juan Diego en aquel cerro en su “tilma” donde se habría pintado la imagen mestiza de Santa María. Aquella imagen fue desde entonces un catecismo misionero a través de los elementos culturales del valle del Anahuac. En el “ayate transformado de Juan Diego” los indios pudieron leer el significado de aquel Acontecimiento. Era como el parto de una nueva historia y el comienzo de una nueva “tradición” cultural cristiana, totalmente inculturizada en el pueblo mexicano y más ampliamente en los pueblos latinoamericanos.

Una pregunta surge y se impone inmediatamente: ¿nos encontramos ante un acontecimiento histórico, por muy revestido que se halle de elementos poéticos y culturales; o solo un símbolo cultural creado con fines evangelizadores y más tarde patrióticos? La respuesta a esta pregunta ha sido también el objetivo de la investigación histórica llevada a cabo con motivo del proceso de canonización de Juan Diego y cuya documentación presenta el libro “El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego”.

El Acontecimiento guadalupano fue la respuesta de gracia a una situación humanamente sin salida: la relación entre el mundo de los indios y el de los recién llegados. El indio cristiano Juan Diego fue el gancho entre el mundo antiguo mexicano no cristiano, y la propuesta misionera cristiana llegada a través de la mediación
hispana. El resultado fue el alumbramiento de un nuevo pueblo cristianizado. Juan Diego no era ni un español llegado con Cortés, ni un misionero franciscano español. Era un indígena perteneciente a aquel mundo antiguo y rico en cultura. El grupo escultórico que hoy se puede contemplar en la colina de Tepeyac donde vemos en contemplación ante Santa María de Guadalupe al indio Juan Diego, al obispo Juan de Zumárraga y a otros personajes, hombres, mujeres y niños, casi en una especie de procesión hacia Santa María, expresa con una fuerte plasticidad este hecho y este mensaje. Esta es la peculiaridad de la mediación eclesial del indio Juan Diego, el “enviado-embajador de Santa Maria de Guadalupe”, como lo llama el “Nican Mopohua”. Juan Diego seria así el misionero de este encuentro en el que de nuevo Cristo va a encarnarse en una humanidad cultural concreta a través de la mediación de María. El encuentro, que uno de los Doce Apóstoles Franciscanos de México, fray Toribio Paredes de Benavente, «Motolinía» (el pobre), en una de sus relaciones al Rey de España veía humanamente imposible, si no era por obra de la gracia de Dios; por ello invocaban los frailes junto con los indios neófitos a la Virgen María tal milagro. El milagro sucedería como una gracia totalmente inimaginada e imprevista y será una realidad liberadora.

Aquellos dos mundos hasta entonces desconocidos entre sí, y ahora enemigos, con todas las premisas para el odio o para la aceptación fatalista de la derrota por parte de unos, para el desprecio o la explotación por parte de otros, para las ambiciones y las rivalidades y las guerras civiles entre todos, se empezaron a reconocer en Santa María de Guadalupe, Madre de todos, que pide a través de Juan Diego que se constituya en aquel lugar una “casa, hogar” para todos. Se llegó así a un total arraigamiento de la fe cristiana en el mundo cultural mexicano. Es el nacimiento del pueblo católico mexicano y latinoamericano. El olvido de esta historia puede producir siempre nuevas rupturas y viejos antagonismos. Sólo el Acontecimiento cristiano puede constantemente alumbrar a un pueblo. Guadalupe y Juan Diego significan esto.

Las consecuencias de tal encuentro
Las consecuencias de tal encuentro en la historia del cristianismo son numerosas e importantes. Ante todo desde el punto de vista estadístico los católicos de lengua hispano-portuguesa constituyen la mayoría estadística de los miembros de la Iglesia Católica. Desde el punto de la metodología misionera en la historia del cristianismo los misioneros cristianos pertenecían al bando de los “invasores” y tuvieron que asumir la defensa de los derechos humanos de los “invadidos”. En tercer lugar siendo coherentes con el Evangelio, francos y fuertes en la denuncia, los misioneros católicos no optaron por uno de estos dos mundos contra el otro. Presentaron el Acontecimiento cristiano como un hecho significativo para ambos. En esto Dios dispuso misteriosamente el Acontecimiento guadalupano como confirmación de tal metodología esencial del anuncio cristiano e impulso efectivo del mismo en aquellos momentos dramáticos iniciales. Esto nos demuestra cómo el cristianismo es un fenómeno capaz de diálogo con lo humano desde el primer momento en que entra en contacto con una situación humana, por dramática que sea.

Existe un fresco de principios del siglo XVII en el antiguo convento franciscano de Ozumba que representa los comienzos de la historia cristiana de México: la llegada los “Doce apóstoles” misioneros franciscanos a Tenochtitlán en junio de 1524, los tres indios adolescentes protomártires del continente americano, las Apariciones de Santa María de Guadalupe, y el indio Juan Diego con la aureola de santo. Prescindiendo de una discusión sobre la fecha de este fresco en su composición, la pintura muestra claramente la unidad y la continuidad de esta historia cristiana inicial de México.

La imagen de Santa María ante la que se hallan arrodillados juntos el indio Juan Diego y el arzobispo fray Juan de Zumárraga es el eslabón que unirá a los dos mundos allí representados. Este es el aspecto que el Papa Juan Pablo II en su segunda visita a México en el mes de mayo de 1990 subrayó al proponer al indio Juan Diego como auténtico apóstol de su pueblo y “mensajero” de Santa María de Guadalupe, y este es el significado de su canonización.

El milagro realizado en América Latina, y en México en particular, es que tal conciencia de pertenencia cristiana ha llegado hasta hoy superando las numerosas peripecias, con frecuencia dramáticas, de su historia. A pesar de todo, vemos como la Virgen Santa Maía de Guadalupe mantiene vivo a un pueblo y le da la dimensión real de su destino. Lo reconocía a su modo el pensador liberal mexicano Ignacio Manuel Altamirano: “Si hay- una tradición verdaderamente antigua, nacional y universalmente aceptada en México, es la que se refiere a la Aparición de la Virgen de Guadalupe […] No hay nadie, ni entre los indios más montaraces, ni entre los mestizos más incultos y abyectos que ignore la Aparición de la Virgen de Guadalupe … En ella están acordes no sólo todas las razas que habitan el suelo mexicano, sino lo que es más sorprendente aún todos los partidos que han ensangrentado el país, por espacio de medio siglo […]. En último extremo, en los casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vinculo que los une […]. La profunda división social […] desaparece también, solamente ante los altares de la Virgen de Guadalupe. Allí son igualados todos, mestizos e indios, aristócratas y plebeyos, pobres y ricos, conservadores y liberales […]. Los autores (de la tradición guadalupana) fueron el obispo español Zumárraga y el indio Juan Diego que comulgaron juntos en el banquete social, con motivo de la Aparición, y que se presentan en la imaginación popular, arrodillados ante la Virgen en la misma grada. […]. En cada mexicano existe siempre una dosis más o menos grande de Juan Diego” ( ).

El español Zumárraga y el indio Juan Diego “arrodillados ante la Virgen en la misma grada”, y la última frase sobre la dosis de Juan Diego en cada mexicano, y diríamos en cada latinoamericano, sintetizan las dimensiones del Acontecimiento guadalupano y las consecuencias de aquel encuentro que el Acontecimiento cristiano aún continúa fecundando contra todos los intentos de conducirlo a reducciones ideológicas, ruptura o contraposiciones.

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( ) Cfr. Actas y Decretos del Concilio Plenario de la América Latina celebrado en Roma…, Tipografía Vaticana, Roma 1906, pp. LXXXVI, CXL, 7.

(2) Benedicto XIV concedió Misa y Oficio propios a la Santísima Virgen de Guadalupe (fiesta el 12 de diciembre); con una decreto firmado por el card. Prefecto de la Congregación de Ritos y por el Secretario del mismo dicasterio, el 24.4.1754, en ASV, Decrt. Sac. Rit. C. ab anno 1754 ad annum 1756, f. 124. Extensión de la concesión para los demás Dominios de España (2.7.1757), en Archivo de la Basílica de Guadalupe (sin indicación de la coloc. de archivo). Benedicto XIV con el Breve “Non est equidem”, del 25.5.1754, confirma la concesión de la Misa y Oficio propios y declara a la Virgen de Guadalupe Patrona principal del Reino de la Nueva España y concede otras particulares gracias e indulgencias, en Colección de Obras y Opúsculos…, Impr. Lorenzo de S. Martín, Madrid 1785, pp. 1-60. Despacho del Cabildo de San Pedro de Roma para la coronación de N.S. de Guadalupe, del 11.6.1740, en Archivo de la Basílica de Guadalupe (sin indicación de coloc. de archivo).

(3) Toda la documentación sobre el asunto en Album de la Coronación de la Sma. Virgen de Guadalupe. México 1895.

(4) JUAN PABLO II, in Insegnamenti di Giovanni Paolo II. Librería Ed. Vaticana. VIII/2, 88s.

(5) III CONFERENCIA GENERAL DEL EPICOPADO LATINOAMERICANO, Documentos de Puebla, nn. 445-446.

(6) Cfr. sobre esta posiciones el agudo a
nálisis del conocido literato peruano Mario Vargas Llosa analizando el caso peruano, pero con muchas referencias a México y a otros países latinoamericanos: Mario VARGAS LLOSA, La utopía arcaica., José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Fondo de Cultura Económica, México 1996.

(7) JUAN PABLO II, Discurso para la apertura del ‘Novenario’ de años promovido por el CELAM: Fidelidad al pasado, mirada a los desafíos del presente, compromiso para una nueva evangelización (Sto. Domingo, 12.10.1984, en Insegnamenti VII/2, 889.

(8) III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Documentos de Puebla, nn. 445-446.

(9) I. M. Altarnirano, La Fiesta de Guadalupe, (México 1884) 1130-1133.

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ZENIT Staff

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