Guardar los mandamientos de Dios para que su amor llegue a su plenitud (Pascua 3º, ciclo B)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 20 abril 2012 (ZENIT.org).- Dado que en el 3º domingo de Pascua la segunda lectura dominical corresponde a un pasaje de la 1ª carta de san Juan, en esta ocasión nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», ofrece el comentario y la aplicación de dicho pasaje.

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Pedro Mendoza LC

«Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: ‘Yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud». 1Jn 2,1-5a

Comentario

El pasaje de la 1ª carta de Juan, escogido para este tercer domingo de Pascua, recoge los últimos versículos de la sección 1,6–2,2 de la carta. En esta sección el autor ha tocado el tema de la «la luz del perdón para el que se reconoce pecador». Al término de esta exposición nos conduce a reconocer a Cristo como el salvador. Si llegamos a pecar, Él es el paráclito, el abogado, el defensor. El título de paráclito designa en el evangelio joánico sobre todo al Espíritu Santo. El mismo Jesús anuncia al Espíritu como otro paráclito (Jn 14,16), por tanto, Él es el primer paráclito. El autor de la carta ataca probablemente a ciertas concepciones del Espíritu Santo paráclito que corrían el peligro de dejar sin sentido el papel de Cristo en el perdón de los pecados. Jesús viene, por tanto, presentado como el abogado de los cristianos pecadores delante del Padre, en cuya inmediata proximidad vive: «tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (v.1). En el sacrificio de su muerte ha realizado de hecho la promesa pronunciada en la oración sacerdotal durante la última cena (Jn 17).

Ampliando esta idea, el autor desarrolla ahora la función de Jesús sobre la expiación de los pecados: «Él es víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 2,2). Las reflexiones vuelven ahora a aquello que Jesús cumplió una vez por todas para expiación de los pecados, pero que se mantiene vigente en todo tiempo. Jesucristo es y permanece para siempre como el gran expiador, porque su sangre conserva su fuerza purificadora que borra los pecados.

Los siguientes versículos de la lectura dominical, correspondientes a la segunda sección de la carta, desarrollan otro tema: «El verdadero conocimiento de Dios exige la guarda de sus mandamientos» (vv.3-5a), que son la luz para el camino. Estos versículos presentan la observancia de los mandamientos como una prueba para juzgar el conocimiento de Dios. Así, como el Jesús del cuarto Evangelio exige a sus discípulos, cual prueba del amor a Él (14,15.23) y como condición de su amor a ellos (15,10), la guarda de sus mandamientos, así el autor de 1Jn no se cansa de proclamarla como expresión práctica del amor a Dios (5,2), como fundamento de una unión permanente (3,24) y como requisito para que su oración sea escuchada (3,22).

La obediencia a sus mandamientos no se refiere solamente a su aspecto exterior, sino que se convierte en un medio real de progresar en el conocimiento amoroso de Dios (2,4). Tal obediencia no debe considerarse como inferior en relación con el conocimiento. Ahora bien el autor anuncia una dimensión importante: el comportamiento ético del cristiano no tiene nada que ver con una preocupación exagerada y escrupulosa por la perfección. Es búsqueda de una obediencia perfecta, pero a imagen del Hijo (Jn 14,10; 15,10). Pero, al mismo tiempo, el autor reacciona contra una idea de la perfección que excluyera toda exigencia moral, toda sumisión a una ley. En el siglo I de nuestra era y a comienzos del siglo II, algunos miembros de las comunidades joánicas interpretaron probablemente algunos pasajes del evangelio de Juan en esa línea. De este modo, el autor invita a releer el Evangelio para descubrir en él cómo desde el comienzo hasta el fin Jesús obedece a su Padre, cumple su voluntad y realiza así «la obra de amor» (Jn 4,34; 10,17-18; 12,49-50; 15,10).

Para el cristiano el esfuerzo por obedecer a la voluntad de Dios, proclamada y encarnada por Cristo, es una señal que lleva en sí el amor divino (1Jn 2,5a). El amor es la propiedad natural de los nacidos de Dios, que se demuestra y consuma en la observancia práctica de los mandamientos divinos. Y, a la inversa, la guarda de los mandamientos pasa a ser el signo distintivo de esa naturaleza divina. Tal naturaleza en ninguna otra cosa se manifiesta exteriormente si no es en la prueba moral.

La continuación del texto (v.6s) inscribe este proceso creyente de obediencia a los mandamientos en la línea de la obediencia de Cristo, para andar por el camino por donde Él mismo marchó (v.6) y seguir así el mandamiento del amor.

Aplicación

Guardar los mandamientos de Dios para que su amor llegue a su plenitud.

El tema común de la liturgia de este tercer domingo de Pascua es el del perdón de los pecados, que nos ha sido alcanzado a través de la pasión de Jesús y que nos ha sido ofrecido por el Resucitado. El Evangelio, por su parte, continúa hablándonos de la resurrección de Cristo y, más concretamente, de una de sus manifestaciones en el Cenáculo. En la primera lectura del libro de los Hechos de los apóstoles san Pedro da testimonio de la Resurrección después de haber curado a un cojo. Y el pasaje de la 1ª carta de Juan aúna al tema del perdón ofrecido por Cristo el del cumplimiento de sus mandatos para que el amor de Dios llegue a su plenitud en nosotros.

En la primera lectura, tomada de los Hechos de los apóstoles (3,13-15.17-19), Pedro, dirigiéndose al pueblo, les ayuda a caer en la cuenta de la acción tan reprobable cometida al haber conducido a muerte al Justo de Dios; busca de este modo suscitar en el ánimo de los presentes el arrepentimiento y la conversión. Pero al mismo tiempo atenúa su culpa, pues sabe que han obrado por ignorancia y les muestra la misericordia de Dios, que está dispuesto a perdonarles. Se trata, por tanto, de un mensaje de resurrección personal, espiritual, que se alcanza a través del arrepentimiento, de la conversión y del perdón de los pecados.

El Evangelio nos conduce de nuevo al Cenáculo, donde Jesús se manifiesta a los Once (Lc 24,35-48). Lo primero que realiza es la comunicación de la «paz» conquistada con sus pasión y muerte. Se trata de la paz no sólo interior, sino también con las personas. Una paz que consiste en la remisión de los pecados, en la reconciliación con Dios. Después les ayuda a abrirse al misterio de su Resurrección, superando toda duda ante la transformación de su cuerpo glorioso: come ante ellos. Después de haber mostrado a los discípulos haber resucitado verdaderamente con su cuerpo, Jesús, para fundar su fe, se refiere a las palabras del Antiguo Testamento: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (vv.46-48).

La segunda lectura, tomada de la 1ª carta de san Juan (1Jn 2,1-5a), completa las enseñanzas presentadas en el Evangelio y en la primera lectura. En este pasaje el autor de la carta describe, de modo más preciso, la situación de los cristianos después del bautismo, esto es, después de su adhesión a Cristo. Ellos no pueden ya pecar, entendido esto como volver a caer en un estado de pecado. La razón está en que los bautizados han recibido la gracia, la fuerza de la resurrección, para resistir victoriosamente a todas las fuerzas del mal. Si caen en alguna falta de pecado, debido a la debilidad humana, deben acudir al abogado Cristo para realzarse y salir de esa sit
uación. Pero en todo ello el autor insiste en la necesidad de observar los mandamientos, en no pecar, en tener una orientación conforme a la fe cristiana y a la victoria de Cristo sobre todas las fuerzas del mal. Como cristianos redimidos por Cristo debemos, por tanto, guardar los mandamientos de Dios para que su amor llegue a su plenitud en nosotros.

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ZENIT Staff

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