''Haced lo que El os diga''

II Domingo del Tiempo Ordinario C

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La Iglesia, que es Madre, nos hace siempre crecer en el amor, en la pasión por Cristo. Después de la manifestación de su gloria a los gentiles, por medio del testimonio de los Magos, después de su manifestación al Pueblo de Israel, en las orillas del Jordán, primero por medio de la voz del Bautista y, aún más, por medio de la voz de Dios Padre, hoy, en este primer Domingo del Tiempo Ordinario, es el mismo actuar de Cristo en las bodas de Caná quien da testimonio: así comenzó su ministerio público. Mirando la dinámica de este primer gran signo público de Cristo, nos detendremos solamente en dos aspectos.

Antes que nada, después de venir al mundo para nuestra salvación, paradójicamente no es Jesús quien toma la iniciativa, sino su Madre. De las palabras que hemos escuchado, da la impresión que Cristo tiene siempre presente el momento de la Pasión; parecería que lleva siempre en el corazón su “hora”, es decir, la hora en la cual todo se cumplirá: su misión, su amor por nosotros, nuestra salvación, la voluntad del Padre. De tal manera tiene presente este momento, que a la pregunta de la Madre, le responde exclamando: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4). Y, no obstante, es tal el respeto que tiene por nosotros, que atenderá a aquello que nuestra humanidad, a través de María, le pide: “No tienen vino” (Jn 2, 3).

Cristo quiere intervenir en la existencia del hombre, quiere entrar en nuestra vida para redimirla, ha venido a traer “fuego” a la tierra, y ¡cómo quisiera que estuviera ardiendo! (Lc 12, 49). Pero Él espera una muestra de nuestra libertad, la invitación a una oración cuidada, sentida, auténtica. Cristo espera que pidamos su intervención, de manera que nuestro corazón, estando más atento por el deseo, pueda acogerlo con mayor disponibilidad.

Por este motivo, no debemos temer “rogar” a Cristo, no tener ninguna dificultad en importunarlo, pues Él atiende nuestra invocación para entrar en el mundo y en la vida a través de nuestra oración. Roguemos a Jesús, queridos hermanos y hermanas, imploremos que intervenga, recurriendo siempre y sin retardo a la intercesión de la Santísima Virgen, Abogada nuestra, que siempre tiene acceso a su Hijo y siempre está atenta a nuestras necesidades.

En segundo lugar, consideremos el milagro en sí mismo. En la transformación del agua en vino se revela, sobre todo, el poder que Cristo tiene sobre la materia, hasta poder cambiar su esencia. Así está prefigurado de modo inequívoco el sacramento de la Eucaristía, en el cual no es que el agua se transforme en vino, sino que el pan y el vino, por la oración consecratoria del sacerdote, son transustanciados en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.

En este espléndido marco eucarístico, además, está sugerida otra gran verdad: para apreciar el vino nuevo, que es Cristo, no hace falta ser “inexpertos” en la degustación del vino. A los sirvientes que habían llenado las tinajas, Jesús les dice: “Ahora tomad y llevadlo al maestresala” (Jn 2,8). El vino nuevo que Cristo dona –ese vino nuevo que es Cristo mismo- no tiene parangón ninguno, más aún, enseguida es llevado al maestresala, el cual, reclamando la atención de todos, no puede hacer menos que alabarlo.

No es necesario ser pobres intelectualmente, socialmente y económicamente débiles, humanamente tímidos, para acoger a Cristo con alegría, como algunos pensadores de todo tiempo querrían hacerlo entender, reduciendo el Cristianismo a un vago sentimiento o a un moralismo mortificante.

Esos que son más “expertos”, que tienen el corazón vigilante, que son intelectualmente más vivos, atentos humanamente –e incluso exigentes- no pueden exultar de alegría por el encuentro con Cristo y con la Iglesia, su verdadero Cuerpo, reconociendo cómo, frente a cualquier ofrecimiento del mundo –también excelente- el de Cristo es el único verdadero “vino bueno” que tiene hasta ahora (cfr. Jn 2, 10).

Pedimos a la Santísima Virgen María, que se ha hecho voz de la humanidad en el sí de la Anunciación para acoger al Hijo de Dios y, en la invocación silenciosa y llena de confianza de Caná para obtener su intervención, que siga indicándonos a Jesús con amor materno y que nos repita, como a los servidores, “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Amén.

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ZENIT Staff

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