Homilía de Benedicto XVI en la misa en sufragio por monseñor Rahho

Arzobispo de Mosul de los Caldeos (Irak), muerto durante su secuestro

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 17 marzo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció en la mañana de este lunes Benedicto XVI, en la santa misa que celebró, en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico vaticano, en sufragio por el arzobispo de Mosul de los Caldeos (Irak), monseñor Paulos Faraj Rahho.

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Venerados y queridos hermanos:

Hemos entrado en la Semana Santa llevando en el corazón el gran dolor de la trágica muerte del querido monseñor Paulos Faraj Rahho, arzobispo de Mosul de los Caldeos. He querido ofrecer esta Santa Misa en sufragio suyo, y os agradezco que hayáis acogido mi invitación a orar juntos por él. Siento cerca de nosotros, en este momento, al Patriarca de Babilonia de los Caldeos Emmanuel III Delly, y a los obispos de aquella amada Iglesia que en Irak sufre, cree y reza. A estos venerados hermanos en el episcopado, a sus sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles envío una especial palabra de saludo y de aliento en la difícil situación que están viviendo.

El contexto litúrgico en que nos encontramos es el más elocuente posible: son los días en los que reviviremos los últimos momentos de la vida terrena de Jesús: horas dramáticas, cargadas de amor y de temor, especialmente en el ánimo de los discípulos. Horas en las que se evidenció claramente el contraste entre la verdad y la mentira, la mansedumbre y rectitud de Cristo y la violencia y engaño de sus enemigos. Jesús experimentó la aproximación de la muerte violenta, notó que se estrechaba en torno a sí la trama de sus perseguidores. Experimentó la angustia y el temor, hasta la hora crucial de Getsemaní. Pero Él vivió todo esto inmerso en la comunión con el Padre y confortado por la «unción» del Espíritu Santo.

El Evangelio del día nos recuerda la cena de Betania, que con la mirada llena de fe del discípulo Juan revela significados profundos. El gesto de María, de ungir los pies de Jesús con el precioso ungüento, se convierte en un acto extremo de amor agradecido en vista de la sepultura del Maestro; y el perfume, que se difunde por toda la casa, es el símbolo de su caridad inmensa, de la belleza y bondad de su sacrificio, que llena la Iglesia. Pienso en el santo crisma que ungió la frente de monseñor Rahho en el momento de su bautismo y de su confirmación; que ungió sus manos el día de la ordenación sacerdotal, y después también la cabeza y las manos cuando fue consagrado obispo. Pero pienso también en las muchas «unciones» de afecto filial, de amistad espiritual, de devoción que sus fieles reservaban a su persona, y que le acompañaron en aquellas terribles horas del secuestro y de la dolorosa prisión -a la que llegó tal vez ya herido–, hasta la agonía y la muerte. Pero esas unciones, sacramentales y espirituales, eran prenda de resurrección, ¡prenda de la vida verdadera y plena que el Señor Jesús vino a darnos!

La lectura del profeta Isaías nos ha situado ante la figura del Siervo del Señor, en el primero de los cuatro «Cantos» en los que resalta la mansedumbre y la fortaleza de este misterioso enviado de Dios, que se ha realizado plenamente en Jesucristo. El Siervo es presentado como aquél que «traerá el derecho», «proclamará el derecho», «establecerá el derecho», con una insistencia sobre este término que no puede pasar inadvertida. El Señor lo llamó «para la justicia» y él llevará a cabo esta misión universal con la fuerza no violenta de la verdad. En la Pasión de Cristo vemos el cumplimiento de esta misión, cuando Él, frente a una condena injusta, dio testimonio de la verdad, permaneciendo fiel a la ley del amor. Sobre este mismo camino, monseñor Rahho tomó su cruz y siguió al Señor Jesús, y así contribuyó a llevar el derecho a su martirizado país y al mundo entero, dando testimonio de la verdad. Fue un hombre de paz y diálogo. Sé que tenía una particular predilección por los pobres y los discapacitados, para cuya asistencia física y psíquica había dado vida a una asociación especial denominada Alegría y Caridad («Farah wa Mahabba»), a la que había confiado la tarea de valorar a estas personas y sostener a sus familias, muchas de las cuales habían aprendido de él a no ocultar a estos parientes y a ver en ellos a Cristo. Que su ejemplo sostenga a todos los iraquíes de buena voluntad, cristianos y musulmanes, para construir una convivencia pacífica, fundada en la fraternidad humana y en el respeto recíproco. 

Estos días, en profunda unidad con la comunidad caldea en Irak y en el extranjero, hemos llorado su muerte, y la inhumana forma en la que tuvo que concluir su vida terrena. Pero hoy, en esta Eucaristía que ofrecemos por su alma consagrada, queremos dar gracias a Dios por todo el bien que hizo en él y a través de él. Y deseamos al mismo tiempo esperar que, desde el Cielo, él interceda ante el Señor para obtener a los fieles de esa tierra tan probada el valor de seguir trabajando por un futuro mejor. Igual que el amado arzobispo Paulos se entregó sin reservas al servicio de su pueblo, que sus cristianos sepan perseverar en el compromiso de la construcción de una sociedad pacífica y solidaria en el camino del progreso y de la paz. Confiamos estos deseos a la intercesión de la Virgen Santísima, Madre del Verbo encarnado por la salvación de los hombres, y por ello Madre de la Esperanza.

[Traducción del original italiano por Marta Lago

 © Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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