Homilía de Benedicto XVI en la misa presidida en Cassino

Siguiendo a san Benito: oración, trabajo, cultura

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CASSINO, lunes 25 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo al presidir la celebración eucarística en la Plaza Miranda, que a partir de ese día tomaba el nombre de Plaza Benedicto XVI, en la ciudad italiana de Cassino.

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Queridos hermanos y hermanas:

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hechos 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los apóstoles, como hemos escuchado en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que «fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hechos 1, 9). Es el misterio de la Ascensión que hoy celebramos solemnemente. Pero, ¿qué nos quiere comunicar la Biblia y la liturgia al decir que Jesús «fue levantando»? No se comprende el sentido de esta expresión a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. La utilización del verbo «elevar» tiene origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. La Ascensión de Cristo significa, por tanto, en primer lugar, la entronización del Hijo del hombre, crucificado y resucitado en la realeza de Dios sobre el mundo.

Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles, se dice ante todo que Jesús «fue levantado» (v. 9), y después se añade que «ha sido llevado» (v. 11). No se describe el acontecimiento como un viaje hacia lo alto, sino más bien como una acción de la potencia de Dios, que introduce a Jesús en el espacio divino. La presencia de la nube que «le ocultó a sus ojos» (v. 9), hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, y enmarca la narración de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y encima de la tienda de la alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de «sentarse a la diestra de Dios». En Cristo, ascendido al cielo, el ser humano ha entrado de una nueva e inaudita forma en la intimidad de Dios; el hombre encuentra para siempre espacio en Dios. El «cielo» no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más intrépido y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad. Aquél en el que Dios y hombre están para siempre inseparablemente unidos. Y nosotros nos acercamos al cielo, es más, entramos en el cielo, en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con Él. Por lo tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.

Desde esta perspectiva, comprendemos por qué el evangelista Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén «con gran gozo» (24, 52). La causa de su gozo consiste en que lo que había sucedido no había sido, en realidad, un alejamiento: es más, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en Él se habían abierto para siempre las puertas de la vida eterna a la humanidad. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino más bien inauguraba la nueva, definitiva e insuprimible forma de su presencia, en virtud de su participación en la potencia real de Dios. A los discípulos, llenos de intrepidez por la potencia del Espíritu Santo, les corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, la predicación y el compromiso misionero. La solemnidad de la Ascensión debería llenarnos también a nosotros de serenidad y entusiasmo, tal y como les sucedió a los apóstoles, que se fueron del Monte de los Olivos «con gran gozo». Al igual que ellos, también nosotros, acogiendo la invitación de los «dos hombres vestidos de blanco», no tenemos que quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, tenemos que ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y la resurrección de Cristo. Nos acompañan y nos consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,19).

Queridos hermanos y hermanas: el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y a comprender la condición trascendente y escatológica de la Iglesia, que no ha nacido ni vive para sustituir la ausencia de su Señor «desaparecido», sino que más bien encuentra su razón de ser y su misión en la invisible presencia de Jesús, que actúa con la potencia de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar el regreso de un Jesús «ausente», sino que por el contrario vive y actúa para proclamar la «presencia gloriosa» de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, cada comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentada por la Palabra de Dios y por el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia –recuerda el Concilio Vaticano II–, que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que Él venga» (Lumen gentium, 8).

Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana: la solemnidad de hoy nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús; sin Él no podemos hacer nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Es Él, como recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura, quien «dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo», es decir, la Iglesia. Y esto para que «lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios», siendo la vocación de todos formar «un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que hemos sido llamados» (Efesios 4, 11-13. 14). En esta perspectiva se enmarca mi visita de hoy que, como ha recordado vuestro pastor, tiene el objetivo de alentaros a «construir, cimentar y volver a edificar» constantemente vuestra comunidad diocesana sobre Cristo. ¿Cómo? Lo indica el mismo san Benito, quien recomienda en su Regla no anteponer nada a Cristo: «Christo nihil omnino praeponere» (LXII,11).

Doy, por tanto, gracias a Dios por el bien que está realizando vuestra comunidad bajo la guía de su pastor, el padre abad dom Pietro Vittorelli, a quien saludo con afecto y agradezco por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Con él, saludo a la comunidad monástica, los obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas presentes. Saludo a las autoridades civiles y militares, en primer lugar, al alcalde, a quien le doy las gracias por las palabras de bienvenida , con las que me ha acogido al llegar a esta plaza Miranda, que a partir de hoy llevará mi nombre. Saludo a los catequistas, a los agentes pastorales, a los jóvenes y a quienes difunden el Evangelio en esta tierra llena de historia, que experimentó durante la segunda guerra mundial momentos de gran sufrimiento. Son testigos silenciosos los numerosos cementerios que rodean vuestra ciudad, entre los que recuerdo en particular el polaco, el alemán y el de la Commonwealth. Mi saludo se extiende, por último, a todos l
os habitantes de Cassino y de las localidades cercanas: a cada uno, en especial a los enfermos y los que sufren, les aseguro mi afecto y mi oración.

Queridos hermanos y hermanas: escuchamos el eco en nuestra celebración del llamamiento de san Benito a mantener el corazón en Cristo, a no anteponer nada a Él. Esto no nos distrae, por el contrario, nos lleva a comprometernos aún más por construir una sociedad en la que la solidaridad se exprese con signos concretos. Pero, ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que conocéis muy bien, propone un programa evangélico sintetizado en la máxima: ora et labora et lege, la oración, el trabajo, la cultura. Ante todo la oración, que es la herencia más bella dejada por san Benito a los monjes, pero también a vuestra Iglesia particular: a vuestro clero, en gran parte formado en el seminario diocesano, durante siglos acogido en la misma Abadía de Montecassino, a los seminaristas, a los numerosos educadores de las escuelas y de los centros recreativos juveniles benedictinos y de vuestras parroquias, a todos los que vivís en esta tierra. Al elevar la mirada desde todo pueblo y barrio de la diócesis, podéis admirar esa referencia constante al cielo que es el monasterio de Montecassino, al que subís cada año en procesión en la vigilia de Pentecostés. La oración, a la que invita a los monjes cada mañana la campana de san Benito con sus graves tañidos, es la senda silenciosa que nos lleva directamente al corazón de Dios; es la respiración del alma que nos vuelve a dar paz en las tempestades de la vida. Además, siguiendo la enseñanza de san Benito, los monjes siempre han cultivado un amor especial por la Palabra de Dios en la lectio divina, que se ha convertido hoy en patrimonio común de muchos. Sé que vuestra Iglesia diocesana, asumiendo las indicaciones de la Conferencia Episcopal Italiana, dedica una gran atención a la profundización bíblica, es más, ha inaugurado un itinerario de estudio de las Sagradas Escrituras, consagrado este año al evangelista Marcos y que continuará en los próximos cuatro años para concluir, si Dios quiere, con una peregrinación diocesana a Tierra Santa. Que la escucha de la Palabra divina alimente vuestra oración y os haga profetas de verdad y amor en un compromiso conjunto de evangelización y promoción humana.

Otro punto básico de la espiritualidad benedictina es el trabajo. Humanizar el mundo laboral es algo típico del alma del monaquismo, y es también el esfuerzo de vuestra comunidad, que trata de estar al lado de los numerosos trabajadores de la gran industria presente en Cassino y de las empresas a ella ligadas. Sé que la situación de muchos obreros es sumamente crítica. Expreso mi solidaridad a quienes viven en una precariedad preocupante, a los trabajadores en el paro o incluso despedidos. Que la herida del desempleo, que aflige a este territorio, lleve a los responsables de la cosa pública, a los empresarios, y a todos los que pueden a buscar soluciones válidas, con la contribución de todos, a la crisis laboral, creando nuevos puestos de trabajo para salvaguardar a las familias. En este sentido, ¿cómo no recordar que la familia tiene hoy necesidad urgente de ser tutelada de una manera mejor, pues está fuertemente amenazada en las mismas raíces de su institución? Pienso en los jóvenes a quienes les cuesta encontrar una actividad laboral digna que les permita crear una familia. A ellos quisiera decirles: ¡no os desalentéis, queridos amigos, la Iglesia no os abandona! Sé que 25 jóvenes de vuestra diócesis participaron en la Jornada Mundial de las Juventud en Sydney: gracias a las riquezas de esta extraordinaria experiencia espiritual, sed levadura evangélica entre vuestros amigos y coetáneos; con la fuerza del Espíritu Santo, ¡sed los nuevos misioneros en esta tierra de san Benito!

Por último, pertenece a vuestra tradición también al atención por el mundo de la cultura y de la educación. El famoso Archivo y la Biblioteca de Montecassino recogen innumerables testimonios del compromiso de hombres y mujeres que han meditado y buscado cómo mejorar la vida espiritual y material del hombre. En vuestra Abadía, se toca con la mano el «quaerere Deum«, es decir, el hecho de que la cultura europea ha sido la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle. Y esto también es válido en nuestro tiempo. Sé que estáis trabajando con este espíritu en la Universidad y en las escuelas, para que se conviertan en laboratorios de conocimiento, de investigación, de pasión por el futuro de las nuevas generaciones. Sé también que, en preparación a esta visita mía, habéis celebrado recientemente un congreso sobre el tema de la educación para pedir a todos que transmitan con viva determinación a los jóvenes los valores irrenunciables de nuestro patrimonio humano y cristiano. En el actual esfuerzo cultural orientado a crear un nuevo humanismo, fieles a la tradición benedictina, pretendéis justamente subrayar también la atención por el hombre frágil, débil, por las personas discapacitadas y los inmigrantes. Y os doy las gracias por darme la posibilidad de inaugurar hoy la «Casa de la caridad», donde se construye con los hechos una cultura atenta a la vida.

Queridos hermanos y hermanas: no es difícil percibir que vuestra comunidad, esta porción de Iglesia que vive alrededor de Montecassino, es heredera y depositaria de la misión, impregnada por el espíritu de san Benito, de proclamar que en nuestra vida nadie ni nada deben quitar a Jesús el primer puesto; la misión de construir, en el nombre de Cristo, una nueva humanidad caracterizada por la acogida y la ayuda a los más débiles. Que os ayude y acompañe vuestro santo patriarca, con santa Escolástica, su hermana; que os protejan los santos patronos y sobre todo María, Madre de la Iglesia y Estrella de nuestra esperanza. ¡Amén!

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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