Homilía de Benedicto XVI en Nazaret

La ciudad de Jesús, María y José

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NAZARET, jueves, 14 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este jueves al celebrar la misa al aire libre en el Monte del Precipicio, en Nazaret.

 

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Queridos hermanos y hermanas

«¡Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo! (Colosenses 3, 15). Con estas palabras del apóstol Pablo, saludo a todos con afecto en el Señor. Me alegro de haber venido a Nazaret, lugar bendecido por el misterio de la Anunciación, lugar que contempló los años escondidos del crecimiento de Jesús en sabiduría, edad y gracia (Cf. Lucas 2,52). Agradezco al arzobispo Elias Chacour sus gentiles palabras de bienvenida, y abrazo con el signo de la paz a mis hermanos obispos, sacerdotes, religiosos y todos los fieles de Galilea, que en la diversidad de sus ritos y tradiciones, expresan la universalidad de la Iglesia de Cristo. Deseo dar las gracias en especial a cuantos han hecho posible esta celebración, particularmente a quienes han participado en la planificación y construcción de este nuevo escenario con su espléndido panorama de la ciudad.

Aquí en la ciudad de Jesús, María y José, nos reunimos para destacar la conclusión del Año de la Familia celebrado por la Iglesia en Tierra Santa. Como signo de esperanza para el futuro, bendeciré la primera piedra de un Centro Internacional para la Familia, que será construido en Nazaret. Oremos para que este Centro promueva una sólida vida familiar en esta región, ofrezca apoyo y asistencia a las familias en cualquier lugar y las anime en su insustituible misión en la sociedad.

Esta etapa de mi peregrinación, estoy seguro, llamará la atención de toda la Iglesia hacia esta ciudad de Nazaret. Como dijo el Papa Pablo VI todos necesitamos volver a Nazaret para contemplar siempre de nuevo el silencio y el amor de la Sagrada Familia, modelo de toda vida familiar cristiana. Aquí, tras el ejemplo de María, José y Jesús, podemos apreciar aún más la santidad de la familia que, en el plan de Dios, se basa en la fidelidad para toda la vida de un hombre y una mujer, consagrada por el pacto conyugal y abierta al don de Dios de nuevas vidas. ¡Cuánta necesidad tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo de volver a apropiarse de esta verdad fundamental, que constituye la base de la sociedad y qué importante es el testimonio de parejas casadas para la formación de conciencias maduras y la construcción de la civilización del amor!

En la primera lectura de hoy, tomada del libro del Eclesiástico (3, 3-7.14-17), la palabra de Dios presenta a la familia como la primera escuela de la sabiduría, una escuela que educa a los propios miembros en la práctica de esas virtudes que conducen a la felicidad auténtica y duradera. En el plan de Dios para la familia, el amor del marido y la mujer produce el fruto de nuevas vidas, y encuentra su expresión cotidiana en los esfuerzos amorosos de los padres para asegurar una formación integral humana y espiritual para sus hijos. En la familia cada persona, ya sea el niño más pequeño o el familiar más anciano, es valorada por lo que es en sí misma, y no es vista meramente como un medio para otros fines. Aquí empezamos a atisbar algunos de los papeles esenciales de la familia como primera piedra de la construcción de una sociedad bien ordenada y acogedora. Además alcanzamos a apreciar, dentro de la sociedad en general, el deber del Estado de apoyar a las familias en su misión educadora, de proteger la institución de la familia y sus derechos inherentes, y de asegurar que todas puedan vivir y florecer en condiciones de dignidad.

El apóstol Pablo, escribiendo a los Colosenses, habla instintivamente de la familia cuando busca ilustrar las virtudes que edifican «el único cuerpo» que es la Iglesia. Como «elegidos de Dios, santos y amados», estamos llamados a vivir en armonía y en paz los unos con los otros, mostrando sobre todo magnanimidad y perdón, con el amor como el vínculo más grande de perfección (Cf. Colosenses 3, 12-14). En la alianza conyugal, el amor del hombre y de la mujer es elevado por la gracia hasta convertirse participación y expresión del amor de Cristo y de la Iglesia (Cf. Efesios 5, 32), de modo que la familia, fundada sobre el amor, esta llamada a ser una «iglesia doméstica», un lugar de fe, de oración y de preocupación amorosa por el verdadero y duradero bien de cada uno de sus miembros.

Al reflexionar sobre estas realidades, aquí, en la ciudad de la Anunciación, nuestro pensamiento se dirige naturalmente a María, «llena de gracia», la Madre de la Sagrada Familia y nuestra Madre. Nazaret nos recuerda el deber de reconocer y respetar la dignidad y misión concedidas por Dios a las mujeres, como también sus carismas y talentos particulares. Ya sea como madres de familia, en cuanto presencia vital en las fuerzas laborales y en las instituciones de la sociedad, ya sea en la particular vocación a seguir al Señor mediante los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, las mujeres tienen un papel indispensable en la creación de esa «ecología humana» (Cf. Centesimus annus, 39) de la que nuestro mundo y también esta tierra tienen una necesidad urgente: un ambiente en el que los niños aprendan a amar y querer a los demás, a ser honestos y respetuosos con todos, a practicar las virtudes de la misericordia y del perdón.

En esto, pensamos también en san José, el hombre justo que Dios quiso poner al frente de su casa. Del ejemplo fuerte y paterno de José, Jesús aprendió las virtudes de la piedad masculina, la fidelidad a la palabra dada, la integridad y del trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vemos cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el poder que busca el dominio. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del ejemplo, de la guía y de la silenciosa calma de hombres como José!

Finalmente, al contemplar la Sagrada Familia de Nazaret, dirigimos ahora la mirada al niño Jesús, que en la casa de María y de José creció en sabiduría y conocimiento, hasta el día en el que inició su ministerio público. En esto, quisiera compartir un pensamiento particular con los jóvenes presentes. El Concilio Vaticano II enseña que los niños tienen un papel especial para hacer crecer a sus padres en la santidad (Cf. Gaudium et spes, 48). Les pido que reflexionen sobre ello y dejen que el ejemplo de Jesús les guíe no sólo para demostrar respeto a sus padres, sino también para ayudarles a descubrir con más plenitud el amor que da a nuestra vida el sentido más profundo. En la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús enseñó algo a María y a José sobre la grandeza del amor de Dios, su Padre de los Cielos, la fuente última de todo amor, el Padre de quien toda familia en el cielo y en la tierra toma su nombre (Cf. Efesios 3, 14-15).

Queridos amigos, en la oración colecta de la misa de hoy hemos pedido al Padre que «nos ayude a vivir como la Sagrada Familia, unidos en el respeto y en el amor». Renovemos aquí nuestro compromiso de ser levadura de respeto y de amor en el mundo que nos rodea. Este Monte del Precipicio nos recuerda, como lo ha hecho con generaciones de peregrinos, que el mensaje del Señor fue en ocasiones fuente de contradicción y de conflicto con los mismos que le escuchaban. Por desgracia, como sabe el mundo, Nazaret ha experimentado tensiones en los años recientes, que han dañado las relaciones entre las comunidades cristiana y musulmana. Invito a las personas de buena voluntad de ambas comunidades a reparar el daño cometido, y en fidelidad al cr
edo común en un único Dios, Padre de la familia humana, a trabajar para construir puentes y encontrar formas de convivir pacíficamente. ¡Que cada uno rechace el poder destructivo del odio y del prejuicio, que matan al alma humana antes que al cuerpo!

Dejad que concluya con unas palabras de gratitud y alabanza a cuantos se esfuerzan por llevar el amor de Dios a los niños de esta ciudad y por educar a las nuevas generaciones en los caminos de la paz. Pienso de manera especial en los esfuerzos de las iglesias locales, particularmente en sus escuelas y en sus instituciones caritativas, para derribar los muros y para ser terreno fértil de encuentro, de diálogo, de reconciliación y de solidaridad. Aliento a los sacerdotes, a los religiosos, a los catequistas y a los profesores a que se comprometan, junto con los padres y cuantos se dedican al bien de nuestros pequeños, a perseverar por dar testimonio del Evangelio, a tener confianza en el triunfo del bien y de la verdad, y a confiar en que Dios hará crecer toda iniciativa destinada a difundir su Reino de santidad, solidaridad, justicia y paz. Al mismo tiempo reconozco con gratitud la solidaridad que muchos hermanos y hermanas nuestros en todo el mundo expresan hacia los fieles de Tierra Santa, apoyando los loables programas y actividades de la Catholic Near East Welfar Association.

«Hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1,38). ¡Qué la virgen de la Anunciación, que con valentía abrió el corazón al misterioso plan de Dios, y se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos guíe y nos apoye con su oración! ¡Que obtenga para nosotros y nuestras familias la gracia de abrir los oídos a esta palabra del Señor que tiene el poder de construir (Cf. Hechos 20, 32), que nos inspire decisiones valerosas, y que guíe nuestros pasos por el camino de la paz!

[Traducción del original inglés realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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