Homilía del cardenal Bertone en una casa de retiros espirituales de La Habana

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LA HABANA, martes, 26 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, en la misa que celebró en la casa de retiros espirituales de las Religiosas Hijas de María Auxiliadora de Peñalver, en La Habana.

* * *

«¡Los que confían en ti no quedarán defraudados!» (Dn 3,30)

Siento un gran gozo al poder encontrarme con todos Ustedes en esta casa, donde se respira un ambiente de paz, y que se puede considerar como el símbolo de una presencia salesiana ininterrumpida.

Dirijo mi cordial y fraterno saludo a los Hermanos Obispos, a los Sacerdotes, a las Religiosas Hijas de María Auxiliadora y a todos Ustedes, amados hermanos en el Señor.

La primera lectura que hemos escuchado presenta una súplica conmovedora al Señor en un momento de necesidad extrema: Azarías, junto a Ananías y Misael, están en medio del fuego dispuestos a sufrir el martirio antes que traicionar su fe. Habían sido condenados por negarse a adorar una estatua de Nabucodonosor. Apoyándose en la fidelidad de Dios, prefieren la muerte que les espera a convertirse en siervos de un falso dios, que sólo puede manifestar su poder castigándolos, pero no salvándolos.

El cántico de Azarías muestra que Dios no es fuente de desgracias sino de salvación. La oración de estos jóvenes, por tanto, no se dirige al que inflige el mal para aplacar su cólera, sino al que promete salvación para que la lleve a término. Por eso no se someten con impotencia al rey extranjero esperando su favor, sino que, a pesar de la desdicha, ponen su esperanza en el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. En su plegaria de intercesión, estos muchachos recuerdan que la palabra dada por Dios a los patriarcas se cumplirá. Las promesas del Señor no fallarán.

Lo que pasó a Israel sucede al pueblo de Dios en todas las épocas, antiguas o modernas, en las que no falta quien pretende ocupar el lugar que corresponde a Dios. A menudo, el hombre se empeña en convertir en dioses aquello que es sólo hechura de sus manos, «seres de polvo que no pueden salvar» (Sal 145).

Cuando el creyente percibe que el hombre tiene poder para castigar pero no para redimir, para destruir pero no para crear o recrear la vida, se siente agobiado por quien intenta imponerse por medio de la opresión, y eleva su voz al Dios verdadero. Y Dios le manifiesta que su misericordia es eterna y su fidelidad dura por siempre.

Pero si esto es así, si a pesar de nuestra iniquidad, la bondad divina es perenne; si nuestro pecado hace resaltar la grandeza y la fidelidad de Dios, ¿no cabría un abuso de su misericordia? Por eso, en el pasaje evangélico escuchado, Pedro plantea una cuestión importante: ¿Es justo perdonar siempre o se ha de poner un límite? Perdonar continuamente, ¿no es acaso una forma de banalizar la injuria, alentar la injusticia y abrir la puerta a la prepotencia?

Jesús responde a Pedro que no es así, porque el paradigma del perdón es el modo por el que Dios misericordioso actúa. Su perdonar es el ofrecimiento constante de su amor, el cual requiere ser correspondido por el hombre y, por tanto, una conversión interior para crear un corazón que ama y se siente amado. De esta manera no se alienta la injusticia ni hay lugar para la prepotencia, sino para la confianza y la benevolencia sin límites.

En Cristo, esta presencia de la misericordia divina se ha revelado como definitiva y universal, enseñándonos la necesidad de llevar a la vida de cada uno, y a la historia de la humanidad, un deseo de conversión, sin dejarse atenazar por el peso de los agravios ni cegar por pretensiones egoístas e interesadas. Contamos para ello con una nube de testigos que interceden por nosotros.

San Juan Bosco forma parte de esa muchedumbre de preclaros testigos que nos hacen cercano a Jesús. Creando en el Oratorio un hogar humano para la acogida de los jóvenes pobres y abandonados, derramó en los demás la gracia que llenaba su corazón y cumplió con los jóvenes la misión de Cristo, que concentró su mensaje en el mandamiento supremo de la Nueva Ley: «Que se amen unos a otros como yo les he amado a Ustedes» (Jn 15,12). Don Bosco vive esta reciprocidad del amor en su entrega a los jóvenes, como revela su sistema educativo basado en el amor. Sabía que «la educación es cosa del corazón y sólo Dios es el dueño» (Epistolario 4, 209).

Bien saben Ustedes, queridos Hermanos, que Don Bosco añadió la práctica de la delicadeza a su sistema educativo. Al amor paterno y preventivo, añadió aquella amabilidad que invita a la persona amada a corresponder a ese amor, superando todas las barreras y deficiencias. Así rescató a multitud de jóvenes de un ambiente malsano. Logró que se entusiasmaran con el ideal de la santidad, que recuperaran el sentido de la gracia y del pecado y que se abrieran a la amistad de Jesús y de María.

Esta importante tarea no era necesaria sólo en su tiempo. Sé que todos Ustedes están empeñados en ella y realizan este hermoso quehacer con ahínco y constancia.

San Juan Bosco intuyó en el misterio de la Virgen Inmaculada que el educador debe amar a sus discípulos con antelación, como Dios amó a la futura Madre de su Hijo. Por eso le gustaba atribuir a Nuestra Señora toda la obra del Oratorio: «Todo ha sido hecho por ella», decía con frecuencia.

Don Bosco sabía que podían ponerse bajo el amparo de María, Madre amable, las necesidades materiales y afectivas de los jóvenes. Siguiendo este ejemplo, también yo quiero en este momento encomendar a la protección de Nuestra Señora toda la benemérita labor que la familia Salesiana está llevando a cabo en esta hermosa tierra desde hace muchos años.

En este sentido, no puede faltar una palabra de especial reconocimiento, que me consta es compartido por innumerables personas de este País, para Sor Gesuina Flaminia Lecchi Alborghetti, bergamasca, quien, nada más profesar como Hija de María Auxiliadora en agosto de 1930, viajó a esta noble Nación y, desde entonces, se encuentra aquí sirviendo con abnegación y modélica solicitud a Dios y a sus hermanos. La felicito sinceramente porque he sabido que pronto cumplirá, si Dios quiere, los setenta y ocho años como Misionera en Cuba y cien años de edad.

Pongo en las manos de María Santísima a esta Hermana nuestra y a tantos otros agentes de pastoral que se han consagrado de forma especial a anunciar el Evangelio de la caridad en medio de los jóvenes y de los que sufren.

Que la Virgen, Modelo de educadora, nos ayude a enseñar a los que nos rodean el valor de la oración de intercesión por las necesidades de los demás, del perdón que abre caminos de paz y reconciliación, de la paciencia que ama y espera, de la concordia que enaltece y dignifica a los pueblos, para que con estos sentimientos en nuestro interior, todos crezcamos en gracia y en sabiduría, como Jesús bajo la maternal mirada de María (Cf. Lc 2,39-40).

Amén.

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ZENIT Staff

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