Homilía del Papa en la canonización de Rafael Guízar y otros tres beatos

CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 25 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la concelebración eucarística para la canonización de cuatro beatos, Rafael Guízar y Valencia, Felipe Smaldone, Rosa Venerini y Teodora Guérin, en la plaza de San Pedro del Vaticano el pasado 15 de octubre.

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Queridos hermanos y hermanas:
Cuatro nuevos santos se proponen hoy a la veneración de la Iglesia universal: Rafael Guízar y Valencia, Felipe Smaldone, Rosa Venerini y Teodora Guérin. Sus nombres se recordarán siempre. Por contraste, viene a la mente inmediatamente el «joven rico», del que habla el evangelio recién proclamado. Este joven ha permanecido anónimo; si hubiera respondido positivamente a la invitación de Jesús, se habría convertido en su discípulo y probablemente los evangelistas habrían registrado su nombre. Este hecho permite vislumbrar enseguida el tema de la liturgia de la Palabra de este domingo: si el hombre pone su seguridad en las riquezas de este mundo no alcanza el sentido pleno de la vida y la verdadera alegría; por el contrario, si, fiándose de la palabra de Dios, renuncia a sí mismo y a sus bienes por el reino de los cielos, aparentemente pierde mucho, pero en realidad lo gana todo.

El santo es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo. Como Pedro y los demás Apóstoles, como santa Teresa de Jesús, a la que hoy recordamos, y como otros innumerables amigos de Dios, también los nuevos santos recorrieron este itinerario evangélico, que es exigente pero colma el corazón, y recibieron «cien veces más» ya en la vida terrena, juntamente con pruebas y persecuciones, y después la vida eterna.

Por tanto, Jesús puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, pero por un camino diverso del que imaginaba el joven rico, es decir, no mediante una obra buena, un servicio legal, sino con la elección del reino de Dios como «perla preciosa» por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf. Mt 13, 45-46). El joven rico no logra dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús (cf. Mc 10, 21), su corazón no logró desapegarse de los numerosos bienes que poseía.

Por eso Jesús da esta enseñanza a los discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!» (Mc 10, 23). Las riquezas terrenas ocupan y preocupan la mente y el corazón. Jesús no dice que sean malas, sino que alejan de Dios si, por decirlo así, no se «invierten» en el reino de los cielos, es decir, si no se emplean para ayudar a los pobres.

Comprender esto es fruto de la sabiduría de la que habla la primera lectura. Esta sabiduría ―nos dice― es más valiosa que la plata y el oro, aún más que la belleza, la salud y la luz misma, «porque su resplandor no tiene ocaso» (Sb 7, 10). Obviamente, esta sabiduría no se reduce únicamente a la dimensión intelectual. Es mucho más; es «sabiduría del corazón», como la llama el salmo 89. Es un don que viene de lo alto (cf. St 3, 17), de Dios, y se obtiene con la oración (cf. Sb 7, 7).

En efecto, esta sabiduría no ha permanecido lejos del hombre, se ha acercado a su corazón (cf. Dt 30, 14), tomando forma en la ley de la primera alianza sellada entre Dios e Israel a través de Moisés. El Decálogo contiene la sabiduría de Dios. Por eso Jesús afirma en el Evangelio que para «entrar en la vida» es necesario cumplir los mandamientos (cf. Mc 10, 19). Es necesario, pero no suficiente, pues, como dice san Pablo, la salvación no viene de la ley, sino de la gracia. Y san Juan recuerda que la ley la dio Moisés, mientras que la gracia y la verdad han venido por medio de Jesucristo (cf. Jn 1, 17).

Por tanto, para alcanzar la salvación es preciso abrirse en la fe a la gracia de Cristo, el cual, sin embargo, pone una condición exigente a quien se dirige a él: «Ven y sígueme» (Mc 10, 21). Los santos han tenido la humildad y la valentía de responderle «sí», y han renunciado a todo para ser sus amigos. Eso es lo que hicieron los cuatro nuevos santos, a quienes hoy veneramos particularmente.

En ellos encontramos actualizada la experiencia de Pedro: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10, 28). Su único tesoro está en el cielo: es Dios.

El evangelio que hemos escuchado nos ayuda a entender la figura de san Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz en la querida nación mexicana, como un ejemplo de quienes lo han dejado todo para «seguir a Jesús». Este santo fue fiel a la palabra divina, «viva y eficaz», que penetra en lo más hondo del espíritu (cf. Hb 4, 12). Imitando a Cristo pobre se desprendió de sus bienes y nunca aceptó regalos de los poderosos, o bien los daba enseguida. Por ello recibió «cien veces más» y pudo ayudar así a los pobres, incluso en medio de «persecuciones» sin tregua (cf. Mc 10, 30). Su caridad vivida en grado heroico hizo que le llamaran el «Obispo de los pobres».

En su ministerio sacerdotal y después episcopal, fue un incansable predicador de misiones populares, el modo más adecuado entonces para evangelizar a las gentes, usando su Catecismo de la doctrina cristiana.

Siendo una de sus prioridades la formación de los sacerdotes, reconstruyó el seminario, que consideraba «la pupila de sus ojos», y por eso solía exclamar: «A un obispo le puede faltar mitra, báculo y hasta catedral, pero nunca le puede faltar el seminario, porque del seminario depende el futuro de su diócesis». Con este profundo sentido de paternidad sacerdotal enfrentó nuevas persecuciones y destierros, pero garantizando la preparación de los alumnos.

Que el ejemplo de san Rafael Guízar y Valencia sea un llamado para los hermanos obispos y sacerdotes a considerar como fundamental en los programas pastorales, además del espíritu de pobreza y de la evangelización, el fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y su formación según el corazón de Cristo.

San Felipe Smaldone, hijo del sur de Italia, supo practicar en su vida las mejores virtudes propias de su tierra. Sacerdote de gran corazón, alimentado con la oración constante y la adoración eucarística, fue sobre todo testigo y servidor de la caridad, que manifestaba de modo eminente en el servicio a los pobres, en particular a los sordomudos, a los que se entregó totalmente. La obra que inició prosigue gracias a la congregación de las religiosas Salesianas de los Sagrados Corazones, fundada por él, que se ha extendido por diversas partes de Italia y del mundo.

En los sordomudos san Felipe Smaldone veía reflejada la imagen de Jesús, y solía repetir que, del mismo modo que nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, así también debemos arrodillarnos ante un sordomudo. Aceptemos, según su ejemplo, la invitación a considerar siempre indisolubles el amor a la Eucaristía y el amor al prójimo. Más aún, la verdadera capacidad de amar a los hermanos sólo puede venir del encuentro con el Señor en el sacramento de la Eucaristía.

Santa Rosa Venerini es otro ejemplo de discípula fiel de Cristo, dispuesta a abandonarlo todo para cumplir la voluntad de Dios. Solía repetir: «Me encuentro tan clavada a la voluntad divina, que no me importa ni la muerte ni la vida: quiero vivir cuanto él quiera, y quiero servirlo cuanto le agrade y nada más» (Biografía Andreucci, p. 515). De aquí, de su abandono en Dios, brotaba la clarividente actividad que realizaba con valentía en favor de la elevación espiritual y de la auténtica emancipación de las jóvenes de su tiempo. Santa Rosa no se contentaba con proporcionar a las muchachas una instrucción adecuada; también se preocupaba por garantizarles una formación completa, con sólidas referencias a la enseñanza doctrinal de la Iglesia. Su mismo estilo apostólico sigue caracterizando hoy la vida de la congregación de las Maestras Pías Venerini, fundada por ella. ¡Y cuán actual e importante es también para la sociedad de hoy el servicio que prestan en el campo de la enseñanza y especialmente de la formación de la mujer!

«Ve, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres…, y luego sígueme». Estas palabras han impulsado a in
numerables cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia a seguir a Cristo en una vida de pobreza radical, confiando en la divina Providencia. Entre estos generosos discípulos de Cristo estaba una joven francesa, que respondió incondicionalmente a la llamada del divino Maestro. La madre Teodora Guérin entró en la congregación de las Hermanas de la Providencia en 1823 y se dedicó a la tarea de enseñar en escuelas. Luego, en 1839, sus superioras le pidieron que viajara a Estados Unidos para dirigir una nueva comunidad en Indiana.

Después de su largo viaje por tierra y por mar, el grupo de seis hermanas llegó a Saint Mary of the Woods. Allí fundaron una sencilla capilla, una cabaña de madera, en medio del bosque. Se arrodillaron ante el santísimo Sacramento y dieron gracias, pidiendo la ayuda de Dios para la nueva fundación. Con gran confianza en la divina Providencia, la madre Teodora superó muchos desafíos y perseveró en la obra que el Señor la había llamado a realizar. En el momento de su muerte, en 1856, las hermanas dirigían diversas escuelas y orfanatos en todo el Estado de Indiana. Como dijo ella misma: «¡Cuánto bien han hecho las Hermanas de Saint Mary of the Woods! Y mucho mayor bien podrán hacer si permanecen fieles a su santa vocación».

La madre Teodora Guérin es una hermosa figura espiritual y un modelo de vida cristiana. Estuvo siempre disponible para las misiones que la Iglesia le pedía; en la Eucaristía, en la oración y en una infinita confianza en la divina Providencia encontraba la fuerza y la audacia para llevarlas a cabo. Su fuerza interior la impulsaba a prestar atención particular a los pobres y en especial a los niños.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. Jesús nos invita también a nosotros, como a estos santos, a seguirlo para tener en herencia la vida eterna. Que su testimonio ejemplar ilumine y anime especialmente a los jóvenes, para que se dejen conquistar por Cristo, por su mirada llena de amor.

María, Reina de los santos, suscite en el pueblo cristiano hombres y mujeres como san Rafael Guízar y Valencia, san Felipe Smaldone, santa Rosa Venerini y santa Teodora Guérin, dispuestos a abandonarlo todo por el reino de Dios; dispuestos a hacer suya la lógica del don y del servicio, la única que salva al mundo. Amén.

[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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