Homilía del Papa en la canonización del Hermano Pedro de San José de Betancur

«Un apremiante llamado a practicar la misericordia en la sociedad»

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CIUDAD DE GUATEMALA, 30 julio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este martes Juan Pablo II durante la canonización del Hermano Pedro de San José de Betancur (1626-1667), en el Hipódromo de la Ciudad de Guatemala.

* * *

1. «Venid vosotros, benditos de mi Padre; …Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25, 34.40). ¿Cómo no pensar que estas palabras de Jesús, con las que se concluirá la historia de la humanidad, puedan aplicarse también al Hermano Pedro, que con tanta generosidad se dedicó al servicio de los más pobres y abandonados?
Al inscribir hoy en el catálogo de los santos al Hermano Pedro de San José de Betancur, lo hago convencido de la actualidad de su mensaje. El nuevo Santo, con el único equipaje de su fe y su confianza en Dios, surcó el Atlántico para atender a los pobres e indígenas de América: primero en Cuba, después en Honduras y, finalmente, en esta bendita tierra de Guatemala, su «tierra prometida».

2. Agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido monseñor Rodolfo Quezada, arzobispo de Guatemala, presentándome a estas queridas comunidades eclesiales. Saludo a los señores cardenales, a los obispos guatemaltecos, al obispo de Tenerife y a los venidos de otras partes del continente americano.

También saludo con gran estima a los sacerdotes y a los consagrados y consagradas. Un saludo especial y afectuoso también a los Hermanos de la Orden de Belén y a las Hermanas Bethlemitas, fruto de la inspiración de la Madre Encarnación Rosal, primera beata guatemalteca y reformadora del Beaterio donde fraguó la fundación para recuperar los valores fundamentales de los seguidores del Hermano Pedro.

Agradezco particularmente la presencia en esta celebración de los presidentes de las Repúblicas de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, República Dominicana, del Primer Ministro de Belice y demás Autoridades civiles. Aprecio también la participación en este acto de la Misión oficial que el Gobierno Español ha querido enviar para esta feliz ocasión.
Deseo asimismo expresar mi aprecio y cercanía a los numerosos indígenas. El Papa no os olvida y, admirando los valores de vuestras culturas, os alienta a superar con esperanza las situaciones, a veces difíciles, que atravesáis. ¡Construid con responsabilidad el futuro, trabajad por el armónico progreso de vuestros pueblos! Merecéis todo respeto y tenéis derecho a realizaros plenamente en la justicia, el desarrollo integral y la paz.

3. «Que su Espíritu los fortalezca interiormente y que Cristo habite en sus corazones. Así, arraigados y cimentados en el amor, podrán comprender […] la profundidad del amor de Cristo» (Ef 3, 16-19). Estas palabras de san Pablo que hemos escuchado hoy, manifiestan cómo el encuentro interior con Cristo transforma al ser humano, llenándole de misericordia para con el prójimo.
El Hermano Pedro fue hombre de profunda oración, ya en su tierra natal, Tenerife, y después en todas las etapas de su vida, hasta llegar aquí, donde, especialmente en la ermita del Calvario, buscaba asiduamente la voluntad de Dios en cada momento.

Por eso es un ejemplo eximio para los cristianos de hoy, a quienes recuerda que, para ser santo, «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración» («Novo millennio ineunte», 32). Por tanto, renuevo mi exhortación a todas las comunidades cristianas, de Guatemala y de otros países, a ser auténticas escuelas de oración, donde orar sea parte central de toda actividad. Una intensa vida de piedad produce siempre frutos abundantes.

El Hermano Pedro forjó así su espiritualidad, particularmente en la contemplación de los misterios de Belén y de la Cruz. Si en el nacimiento e infancia de Jesús ahondó en el acontecimiento fundamental de la Encarnación del Verbo, que le lleva a descubrir casi con naturalidad el rostro de Dios en el hombre, en la meditación sobre la Cruz encontró la fuerza para practicar heroicamente la misericordia con los más pequeños y necesitados.

4. Hoy somos testigos de la profunda verdad de las palabras del Salmo que antes hemos recitado: el justo «no temerá. Distribuyó, dio a los pobres; su justicia permanece por los siglos de los siglos» (111, 8-9). La justicia que perdura es la que se practica con humildad, compartiendo cordialmente la suerte de los hermanos, sembrando por doquier el espíritu de perdón y misericordia.

Pedro de Betancur se distinguió precisamente por practicar la misericordia con espíritu humilde y vida austera. Sentía en su corazón de servidor la amonestación del apóstol Pablo: «Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Colosenses 3, 23). Por eso fue verdaderamente hermano de todo el que vive en el infortunio y se entregó con ternura e inmenso amor a su salvación. Así se pone de manifiesto en los acontecimientos de su vida, como su dedicación a los enfermos en el pequeño hospital de Nuestra Señora de Belén, cuna de la Orden Bethlemita.

El nuevo Santo es también hoy un apremiante llamado a practicar la misericordia en la sociedad actual, sobre todo cuando son tantos los que esperan una mano tendida que los socorra. Pensemos en los niños y jóvenes sin hogar o sin educación; en las mujeres abandonadas con muchas necesidades que remediar; en la multitud de marginados en las ciudades; en las víctimas de organizaciones del crimen organizado, de la prostitución o la droga; en los enfermos desatendidos o en los ancianos que viven en soledad.

5. El Hermano Pedro «es una herencia que no se ha de perder y que se ha de transmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de imitación» («Novo millennio ineunte», 7). Esta herencia ha de suscitar en los cristianos y en todos los ciudadanos el deseo de transformar la comunidad humana en una gran familia, donde las relaciones sociales, políticas y económicas sean dignas del hombre, y se promueva la dignidad de la persona con el reconocimiento efectivo de sus derechos inalienables.

Quisiera concluir recordando cómo la devoción a la Santísima Virgen acompañó siempre la vida de piedad y misericordia del Hermano Pedro. Que Ella nos guíe también a nosotros para que, iluminados por los ejemplos del «hombre que fue caridad», como se conoce a Pedro de Betancur, podamos llegar hasta su hijo Jesús. Amén.

¡Alabado sea Jesucristo!

[Texto original en castellano]

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ZENIT Staff

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