Homilía en la misa de canonización de cinco beatos

La santidad, «ir contracorriente viviendo según el Evangelio»

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo 11 de octubre de 2009 (ZENIT.org) .- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo en la misa de canonización de los beatos Zygmunt Szsczesny Felinski, (1822-1895), obispo, fundador de la Congregación de las Hermanas Franciscanas de la Familia de María; Francisco Coll y Guitart (1812-1875), sacerdote de la Orden de los Hermanos Predicadores (Dominicos), fundador de la Congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María; Jozef Daamian de Veuster (1840-1889), sacerdote de la Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María y de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento del Altar; Rafael Arnáiz Barón (1911-1938), religioso de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia; Marie de la Croix (Jeanne) Jugan (1792-1879), fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres.

 

Queridos hermanos y hermanas:

«¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?». Con esta pregunta empieza el breve diálogo, que hemos escuchado en la página evangélica, entre alguien, identificado en otro sitio como el joven rico, y Jesús (Cf. Marcos 10,17-30). No tenemos muchos detalles acerca de este anónimo personaje, pero con estas pocas pinceladas conseguimos percibir su sincero deseo de alcanzar la vida eterna llevando una honesta y virtuosa existencia terrena. En efecto, conoce los mandamientos y los observa fielmente desde que era joven. Y, sin embargo, todo esto que sin duda es importante, no es suficiente -dice Jesús- falta una cosa sólo, pero es algo esencial. Al verlo bien dispuesto, el divino Maestro lo mira con amor y le propone el salto decisivo, lo llama al heroísmo de la santidad, le pide que abandone todo para seguirlo: «Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres… luego, ven y sígueme» (v. 21).

«Ven y sígueme». He aquí la vocación cristiana que brota de una propuesta de amor del Señor, y que puede cumplirse sólo gracias a una respuesta nuestra de amor. Jesús invita a sus discípulos al don total de su vida, sin cálculo ni intereses humanos, con una confianza en Dios sin reservas. Los santos acogen esta invitación exigente, y se ponen con humilde docilidad tras las huellas de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ser el centro de sí mismos, sino en escoger el ir contracorriente viviendo según el Evangelio. Es lo que hicieron los cinco santos que hoy, con gran alegría, se presentan a la veneración de la Iglesia universal: Zygmunt Szczesny Felinski, Francisco Coll i Guitart, Jozef Damiaan de Veuster, Rafael Arnáiz Barón y Marie de la Croix (Jeanne) Jugan. En ellos vemos cumplidas las palabras del apóstol Pedro: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (v. 28) y la consoladora afirmación de Jesús: «nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno… con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna» (vv. 29-30).

[En polaco]
Zygmunt Szczesny Felinski, arzobispo de Varsovia, fundador de la congregación de las Franciscanas de la Familia de María, ha sido un gran testigo de la fe y de la caridad pastoral en tiempos muy difíciles para la nación y para la Iglesia en Polonia. Se preocupó con celo por el crecimiento espiritual de los fieles, ayudando a los pobres y a los huérfanos. En la Academia Eclesiástica de San Petersburgo, cuidó una sólida formación de los sacerdotes. Como arzobispo de Varsovia inflamó a todos a una renovación interior. Antes de la insurrección de enero de 1863 contra la anexión rusa, puso en guardia al pueblo sobre el inútil esparcimiento de sangre. Pero cuando estalló la revuelta y empezaron las represiones, defendió valientemente a los oprimidos. Por orden del zar ruso pasó veinte años de exilio en Jaroslaw, en el Volga, sin poder regresar jamás a su diócesis. En cada situación conservó firmemente la confianza en la Divina Providencia, y rezaba así: «Oh, Dios, protégenos no de las tribulaciones y de las preocupaciones de este mundo… sólo multiplica el amor en nuestros corazones y haz que con la más profunda humildad mantengamos la infinita confianza en Tu ayuda y en Tu misericordia..». Hoy su entrega a Dios y a los hombres, llena de confianza y de amor, se convierte en un fúlgido ejemplo para toda la Iglesia.

[En español]

San Pablo nos recuerda en la segunda lectura que «la Palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4,12). En ella, el Padre, que está en el cielo, conversa amorosamente con sus hijos de todos los tiempos (cf. Dei Verbum, 21), dándoles a conocer su infinito amor y, de este modo, alentarlos, consolarlos y ofrecerles su designio de salvación para la humanidad y para cada persona. Consciente de ello, san Francisco Coll se dedicó con ahínco a propagarla, cumpliendo así fielmente su vocación en la Orden de Predicadores, en la que profesó. Su pasión fue predicar, en gran parte, de manera itinerante y siguiendo la forma de «misiones populares», con el fin de anunciar y reavivar por pueblos y ciudades de Cataluña la Palabra de Dios, ayudando así a las gentes al encuentro profundo con Él. Un encuentro que lleva a la conversión del corazón, a recibir con gozo la gracia divina y a mantener un diálogo constante con nuestro Señor mediante la oración. Por eso, su actividad evangelizadora incluía una gran entrega al sacramento de la Reconciliación, un énfasis destacado en la Eucaristía y una insistencia constante en la oración. Francisco Coll llegaba al corazón de los demás porque trasmitía lo que él mismo vivía con pasión en su interior, lo que ardía en su corazón: el amor de Cristo, su entrega a Él. Para que la semilla de la Palabra de Dios encontrara buena tierra, Francisco fundó la congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, con el fin de dar una educación integral a niños y jóvenes, de modo que pudieran ir descubriendo la riqueza insondable que es Cristo, ese amigo fiel que nunca nos abandona ni se cansa de estar a nuestro lado, animando nuestra esperanza con su Palabra de vida.

[En flamenco]

Josef de Veuster, que recibió el nombre de Damiaan en la Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María, cuando tenía veintitrés años, en 1863, abandonó su país natal, Flandes, para anunciar el Evangelio en otra parte del mundo, en las Islas Hawai. Su actividad misionera, que le proporcionó tanta alegría, alcanza su cumbre en la caridad. No sin miedo y repugnancia, eligió ir a la Isla de Molokai para ponerse al servicio de los leprosos que allí se encontraban, abandonados por todos; y de esta forma se expuso a la enfermedad que ellos sufrían. Con los leprosos se sintió como en su casa. El servidor de la Palabra se convirtió así en un servidor que sufrió, leproso con los leprosos, durante los últimos cuatro años de su vida.

Para seguir a Cristo, el padre Damiaan no sólo abandonó su patria, sino que también puso en riesgo su salud: por eso él – como dice la Palabra de Jesús que hoy nos ha sido anunciada en el Evangelio – recibió la vida eterna (Cf. Marcos 10,30).

[En francés]
En el XX aniversario de la canonización de otro santo belga, el padre Mutien-Marie, la Iglesia de Bélgica se une de nuevo para dar gracias a Dios por uno de sus hijos, reconocido como un auténtico servidor de Dios. Recordamos ante esta noble figura que la caridad crea la unidad: la genera y la hace deseable. Siguiendo los pasos de san Pablo, san Damián nos arrastra a elegir la buenos combates (cf. 1 Timoteo 1, 18), no los que llevan a la división, sino los que unen. Nos invita a abrir los ojos a las lepras que desfiguran la humanidad de nuestros hermanos y reclaman todavía hoy, más que nuestra generosidad, la caridad de nuestra presencia servicial.

[En
español]

A la figura del joven que presenta a Jesús sus deseos de ser algo más que un buen cumplidor de los deberes que impone la ley, volviendo al Evangelio de hoy, hace de contraluz el hermano Rafael, hoy canonizado, fallecido a los veintisiete años como oblato en la Trapa de San Isidro de Dueñas. También él era de familia acomodada y, como él mismo dice, de «alma un poco soñadora», pero cuyos sueños no se desvanecen ante el apego a los bienes materiales y a otras metas que la vida del mundo propone a veces con gran insistencia. Él dijo sí a la propuesta de seguir a Jesús, de manera inmediata y decidida, sin límites ni condiciones. De este modo, inició un camino que, desde aquel momento en que se dio cuenta en el Monasterio de que «no sabía rezar», le llevó en pocos años a las cumbres de la vida espiritual, que él relata con gran llaneza y naturalidad en numerosos escritos. El hermano Rafael, aún cercano a nosotros, nos sigue ofreciendo con su ejemplo y sus obras un recorrido atractivo, especialmente para los jóvenes que no se conforman con poco, sino que aspiran a la plena verdad, a la más indecible alegría, que se alcanzan por el amor de Dios. «Vida de amor… He aquí la única razón de vivir», dice el nuevo Santo. E insiste: «Del amor de Dios sale todo». Que el Señor escuche benigno una de las últimas plegarias de San Rafael Arnáiz, cuando le entregaba toda su vida, suplicando: «Tómame a mí y date Tú al mundo». Que se dé para reanimar la vida interior de los cristianos de hoy. Que se dé para que sus Hermanos de la Trapa y los centros monásticos sigan siendo ese faro que hace descubrir el íntimo anhelo de Dios que Él ha puesto en cada corazón humano.

[En francés]

Por su obra admirable al servicio de las personas ancianas más necesitadas, santa Marie de la Croix es también un faro para guiar a nuestras sociedades, que deben redescubrir el lugar y la aportación única de este periodo de la vida. Nacida en 1792 en Cancale, en Bretaña, Jeanne Jugan se preocupó de la dignidad de sus hermanos y hermanas en la humanidad, a los que la edad había hecho vulnerables, reconociendo en ellos a Cristo mismo. «Mirad al pobre con compasión, decía, y Jesús os mirará con bondad en vuestro último día». Esta mirada de compasión hacia las personas ancianas, que nacía de su profunda comunión con Dios, Jeanne Jugan la comunicaba mediante su servicio alegre y desinteresado, que llevaba a cabo con dulzura y humildad de corazón, deseando ser ella misma pobre entre los pobres. Jeanne vivió el misterio del amor aceptando, en paz, la oscuridad y la austeridad hasta su muerte. Su carisma sigue siendo actual, puesto que muchas personas ancianas sufren múltiples condiciones de pobreza y soledad, a veces, incluso abandonadas por sus familias. El espíritu de hospitalidad y de amor fraternal, basado en una confianza ilimitada en la Providencia, en la cual Jeanne Jugan encontraba la fuente de las Bienaventuranzas, iluminó toda su existencia. Este impulso evangélico sigue presente hoy en el mundo en la Congregación de las Hermanitas de los Pobres, que ella fundó y que da testimonio a su vez de la misericordia de Dios y del amor compasivo del Corazón de Jesús por los pequeños. Que santa Jeanne Jugan sea para las personas ancianas una fuente viva de esperanza y para las personas que generosamente se ponen a su servicio, un estímulo potente para proseguir y desarrollar su obra.

[En italiano]

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. Mientras saludo con afecto a cada uno de vosotros -cardenales, obispos, autoridades civiles y militares, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos de varias nacionalidades que participáis en esta solemne celebración eucarística-, querría dirigir a todos la invitación a dejarse atraer por los ejemplos luminosos de estos Santos, a dejarse guiar por sus enseñanzas para que toda nuestra existencia se transforme en un cántico de alabanza al amor de Dios. Que nos consiga esta gracia su celestial intercesión y sobre todo la materna protección de María, reina de los santos y madre de la humanidad. Amén.

[© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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