Instrucción «La caridad de Cristo hacia los emigrantes»

Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

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PONTIFICIO CONSEJO
PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES
INSTRUCCIÓN

“ERGA MIGRANTES CARITAS CHRISTI”
(La caridad de Cristo hacia los emigrantes)

PRESENTACIÓN DE LA INSTRUCCIÓN

Las actuales migraciones constituyen el movimiento humano más vasto de todos los tiempos. En estos últimos decenios, tal fenómeno, que afecta en estos momentos a cerca de doscientos millones de personas, se ha transformado en una realidad estructural de la sociedad contemporánea, constituyendo un problema cada vez más complejo, desde el punto de vista social, cultural, político, religioso, económico y pastoral.

La Instrucción Erga migrantes caritas Christi pretende actualizar – teniendo en cuenta los nuevos flujos migratorios y sus características – la pastoral migratoria, transcurridos, por lo demás, treinta y cinco años de la publicación del Motu proprio del Papa Pablo VI Pastoralis migratorum cura y de la relativa Instrucción de la Sagrada Congregación para los Obispos De pastorali migratorum curaNemo est«).

ésta quiere ser una respuesta eclesial a las nuevas necesidades pastorales de los migrantes, a fin de conducirlos, a su vez, a transformar la experiencia migratoria, no sólo en ocasión de crecimiento de la vida cristiana, sino también de nueva evangelización y de misión. El documento tiende, por otra parte, a una aplicación puntual de la legislación contenida en el CIC y también en el CCEO, a fin de responder en modo más adecuado a las particulares exigencias de los fieles orientales emigrantes, hoy en día siempre más numerosos.

La composición de las migraciones actuales impone por lo demás la necesidad de una visión ecuménica de dicho fenómeno, a causa de la presencia de muchos emigrantes cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, y del diálogo interreligioso, por el número siempre más consistente de emigrantes de otras religiones, en particular de la musulmana, en tierras tradicionalmente católicas, y viceversa. Una exigencia estrictamente pastoral se impone finalmente, es decir, el deber de promover una acción pastoral fiel y, al mismo tiempo, abierta a nuevas perspectivas, también por lo que respecta a nuestras mismas estructuras pastorales, que deberán ser adecuadas y garantizar, al mismo tiempo, la comunión entre los agentes pastorales específicos y la jerarquía local de acogida, que es la instancia decisiva de la preocupación eclesial hacia los inmigrantes.

El documento, tras una rápida reseña de algunas causas fundamentales del actual fenómeno migratorio (el evento de la globalización, el cambio demográfico real, sobre todo en los países industrializados, el aumento profundo de la desigualdad entre Norte y Sur del mundo, la proliferación de conflictos y guerras civiles), subraya los fuertes malestares que causa generalmente la migración en los individuos, en particular en las mujeres y niños, sin olvidar a las familias. Tal fenómeno plantea el problema ético de la búsqueda de un nuevo orden económico internacional en vistas de una más justa distribución de los bienes de la tierra, y de la visión de la comunidad internacional como familia de pueblos, con aplicación del Derecho Internacional. La Instrucción traza pues un cuadro preciso de referencia bíblico-teológica, insertando el fenómeno migratorio dentro de la historia de la salvación, como «signo de los tiempos», y de la presencia de Dios en la historia y en la comunidad de los hombres, en vista de una comunión universal.

Un sintético excursus histórico manifiesta la preocupación de la Iglesia por el migrante y el refugiado en los documentos eclesiales, es decir, desde la Exsul Familia, al Concilio Ecuménico Vaticano II, a la Instrucción De Pastorali migratorum cura y a la sucesiva normativa canónica. Tal lectura revela importantes adquisiciones teológicas y pastorales. Aquí nos referimos a la centralidad de la persona y a la defensa de los derechos del migrante, a la dimensión eclesial y misionera de las migraciones, a la valoración de la contribución pastoral de los laicos, de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, al valor de las culturas en la obra de evangelización, a la tutela y valoración de las minorías, también dentro de la Iglesia local, a la importancia del diálogo intra y extra eclesial, y, por último, a la contribución específica que la migración puede ofrecer a la paz universal.

Otras urgencias – como la necesidad de la «inculturación», la visión de Iglesia entendida como comunión, misión y Pueblo de Dios, la siempre actual importancia de una pastoral específica para los migrantes, el empeño dialógico-misionero de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y el consiguiente deber de una cultura de acogida y de solidaridad en relación con los migrantes – introducen el análisis de las específicas instancias pastorales con que responder tanto en el caso de los migrantes católicos, sean de rito latino, sean de rito oriental, como de aquellos que pertenecen a otras Iglesias y Comunidades eclesiales, a otras religiones en general y al Islam en especial.

Ulteriormente viene precisada y recalcada la configuración, pastoral y jurídica, de los agentes pastorales – en particular de los capellanes/misioneros y de sus coordinadores nacionales, de los presbíteros diocesanos/eparquiales, de aquellos religiosos, con sus respectivos hermanos, de las religiosas, de los laicos, de sus asociaciones y de los movimientos eclesiales – cuyo empeño apostólico es visto y considerado en la línea de una pastoral de comunión, de conjunto.

La integración de las estructuras pastorales (las ya adquiridas y las propuestas) y la inserción eclesial de los migrantes en la pastoral ordinaria – con pleno respeto de su legítima diversidad y de su patrimonio espiritual y cultural, en vista también de la formación de una Iglesia concretamente católica – suponen otra importante característica pastoral que la Instrucción proyecta y propone a las Iglesias particulares. Tal integración es condición esencial para que la pastoral, para y con los inmigrantes, pueda resultar expresión significativa de la Iglesia universal y «missio ad gentes«, encuentro fraterno y pacífico, casa de todos, escuela de comunión aceptada y participada, de reconciliación pedida y concedida, de mutua y fraterna acogida y solidariedad, así como de auténtica promoción humana y cristiana.

Una puesta al día y un puntual «Ordenamiento jurídico-pastoral» es la conclusión de la Instrucción, evocando, con apropiado lenguaje, las tareas, las incumbencias y los roles de los agentes pastorales y de los varios organismos eclesiales encargados de la pastoral migratoria.

Stephen Fumio Cardenal Hamao

Presidente

Agostino Marchetto

Arzobispo titular de Ecija

Secretario


Introducción

EL FENÓMENO MIGRATORIO HOY

El desafío de la movilidad humana

1. La caridad de Cristo hacia los emigrantes nos estimula (cfr. 2Cor 5,14) a afrontar nuevamente sus problemas, que ahora ya conciernen al mundo entero. En efecto, casi todos los países, por un motivo u otro, se enfrentan hoy con la irrupción del fenómeno de las migraciones en la vida social, económica, política y religiosa, un fenómeno que va adquiriendo, cada vez más, una configuración permanente y estructural. Determinado muchas veces por la libre decisión de las personas, y motivado con bastante frecuencia también por objetivos culturales, técnicos y científicos, además de económicos, este fenómeno es, por lo demás, un signo elocuente de los desequilibrios sociales, económicos y demográficos, tanto a nivel regional como mundial, que imp
ulsan a emigrar.

Dicho fenómeno tiene también sus raíces en el nacionalismo exacerbado y, en muchos países, incluso en el odio o la marginación sistemática o violenta de las poblaciones minoritarias o de los creyentes de religiones no mayoritarias, en los conflictos civiles, políticos, étnicos y también religiosos que ensangrientan todos los continentes. De ellos se alimentan oleadas crecientes de refugiados y prófugos, que a menudo se mezclan con los flujos migratorios, repercutiendo en sociedades donde se entrecruzan etnias, pueblos, lenguas y culturas distintas, con el peligro de enfrentamientos y choques.

2. Las migraciones, sin embargo, favorecen el conocimiento recíproco y son una ocasión de diálogo y comunión, e incluso de integración en distintos niveles, como lo afirmaba de manera emblemática el Papa Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2001: «Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrantes no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres».[1]

3. Las migraciones contemporáneas nos sitúan, pues, ante un desafío, que ciertamente no es nada fácil, por su relación con las esferas económica, social, política, sanitaria, cultural y de seguridad. Se trata de un desafío al que todos los cristianos deben responder, más allá de la buena voluntad y el carisma personal de algunos. En todo caso, no podemos olvidar la respuesta generosa de muchos hombres y mujeres, de asociaciones y organizaciones que, ante el sufrimiento de tantas personas causado por la emigración, luchan en favor de los derechos de los emigrantes, ya sean forzosos o no, y en su defensa. Ese empeño es fruto, especialmente, de aquella compasión de Jesús, Buen Samaritano, que el Espíritu suscita en todas partes, en el corazón de los hombres de buena voluntad, además de despertarla en la misma Iglesia, donde «revive una vez más el misterio de su Divino Fundador, misterio de vida y de muerte».[2] De hecho, la tarea de anunciar la Palabra de Dios, que el Señor confió a la Iglesia, desde el inicio se ha entrelazado con la historia de la emigración de los cristianos.

Por tanto, hemos pensado en esta Instrucción, que se propone responder, sobre todo, a las nuevas necesidades espirituales y pastorales de los emigrantes, y transformar siempre más la experiencia migratoria en instrumento de diálogo y de anuncio del mensaje cristiano. Este documento, además, aspira a satisfacer algunas exigencias importantes y actuales. Nos referimos a la necesidad de tener en debida cuenta la nueva normativa de los dos Códigos Canónicos vigentes, latino y oriental, respondiendo también a las exigencias particulares de los fieles emigrados de las Iglesias Orientales Católicas, cada vez más numerosos. Existe, además, la necesidad de una visión ecuménica del fenómeno, debido a la presencia, en los flujos migratorios, de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, así como de una visión interreligiosa, a causa del número siempre mayor de emigrantes de otras religiones, en particular de religión musulmana. Habrá que promover, en fin, una pastoral abierta a nuevas perspectivas en nuestras mismas estructuras pastorales que garantice, al mismo tiempo, la comunión entre los agentes de esta pastoral específica y la jerarquía local.

Migraciones internacionales

4. El fenómeno migratorio cada vez más amplio, constituye hoy un importante elemento de la interdependencia creciente entre los estados-nación, que contribuye a definir el evento de la globalización,[3] que ha abierto los mercados pero no las fronteras, ha derrumbado las barreras a la libre circulación de la información y de los capitales, pero no lo ha hecho en la misma medida con las de la libre circulación de las personas. Y sin embargo, ningún estado puede sustraerse a las consecuencias de alguna forma de migración, a menudo extremamente vinculada a factores negativos, como el retroceso demográfico que se da en los países industrializados desde antiguo, el aumento de las desigualdades entre el norte y el sur del mundo, la existencia en los intercambios internacionales de barreras de protección que impiden que los países emergentes puedan colocar sus propios productos, en condiciones competitivas, en los mercados de los países occidentales y, en fin, la proliferación de conflictos y guerras civiles. Todas estas realidades seguirán siendo, también en los años venideros, otros tantos factores de estímulo y expansión de los flujos migratorios (Cfr. EEu 87, 115 y PaG 67), si bien la irrupción del terrorismo en la escena internacional provocará reacciones, por motivos de seguridad, que pondrán trabas al movimiento de los emigrantes que sueñan con encontrar trabajo y seguridad en los países del así llamado bienestar, y que, por lo demás, están necesitados de mano de obra.

5. No sorprende, pues, que los flujos migratorios hayan producido y produzcan innumerables desazones y sufrimientos a los emigrantes, a pesar de que, sobre todo en la historia más reciente y en circunstancias determinadas, se les animaba y favorecía para fomentar el desarrollo económico, tanto del país receptor como de su propio país de origen (sobre todo con los envíos de dinero de los inmigrantes). Muchas naciones, en verdad, no serían como las vemos hoy, si no hubieran contado con la aportación de millones de inmigrados.

De forma especial, este sufrimiento alcanza a la emigración de los núcleos familiares y a la femenina, siempre más numerosa. Contratadas con frecuencia como trabajadoras no cualificadas (trabajadoras domésticas) y empleadas en el trabajo irregular, las mujeres se ven, a menudo, despojadas de los derechos humanos y sindicales más elementales, cuando no caen víctimas del triste fenómeno conocido como «tráfico humano», que ya no exime ni siquiera a los niños. Es un nuevo capítulo de la esclavitud.

Incluso cuando no se llega a estos extremos, hay que insistir en que los trabajadores extranjeros no pueden ser considerados como una mercancía, o como mera fuerza de trabajo, y que, por tanto, no deben ser tratados como un factor de producción cualquiera. Todo emigrante goza de derechos fundamentales inalienables que deben ser respetados en cualquier situación. La aportación de los inmigrantes a la economía del país receptor va ligada, en realidad, a la posibilidad de utilizar plenamente su inteligencia y habilidades, en el desarrollo de su propia actividad.

6. A este respecto, la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores emigrantes y los miembros de sus familias – en vigor desde el 1 de julio de 2003 y cuya ratificación fue vivamente recomendada por Juan Pablo II[4] – ofrece un compendio de derechos[5] que permiten al inmigrante aportar dicha contribución; por consiguiente, lo que está previsto en la Convención merece la adhesión, especialmente de los estados que reciben mayores beneficios de la migración. Con tal fin, la Iglesia anima a la ratificación de los instrumentos legales internacionales que garantizan los derechos de los emigrantes, de los refugiados y de sus familias, proporcionando también, a través de sus diversas instituciones y asociaciones competentes, esa labor de intermediario («advocacy») que cada vez se hace más necesaria (centros de atención para los inmigrantes, casas abiertas para ellos, oficinas de servicios humanitarios, de documentación y «asesoramiento», etc.). En efecto, los emigrantes son a menudo víctimas del reclutamiento ilegal y de contratos precarios, en condiciones miserables de trabajo y de vida, y sufriendo abusos físicos, verbales e incluso sexuales, ocupados durante largas horas de trabajo y, con frecuenc
ia, sin acceso a los beneficios de la atención médica y a las formas normales de aseguración.

Esa situación de inseguridad de tantos extranjeros, que tendría que despertar la solidaridad de todos, es, en cambio, causa de temores y miedos en muchas personas que sienten a los inmigrados como un peso, los miran con recelo y los consideran incluso un peligro y una amenaza. Lo que provoca con frecuencia manifestaciones de intolerancia, xenofobia y racismo.[6]

7. La creciente presencia musulmana, así como, por lo demás, la de otras religiones, en países con una población tradicionalmente de mayoría cristiana, se coloca, en fin, en el capítulo más amplio y complejo del encuentro entre culturas distintas y del diálogo entre las religiones. Existe, de cualquier modo, una numerosa presencia cristiana en algunas naciones con una población, en su gran mayoría, musulmana.

Ante un fenómeno migratorio tan generalizado, y con aspectos profundamente distintos respecto al pasado, de poco servirían políticas limitadas únicamente al ámbito nacional. Ningún país puede pensar hoy en solucionar por sí solo los problemas migratorios. Más ineficaces aún resultarían las políticas meramente restrictivas que, a su vez, producirían efectos todavía más negativos, con el peligro de aumentar las entradas ilegales e incluso de favorecer la actividad de organizaciones criminales.

8. Así pues, desde una reflexión global, las migraciones internacionales, son consideradas como un importante elemento estructural de la realidad social, económica y política del mundo contemporáneo, y su consistencia numérica hace necesaria una más estrecha colaboración entre países emisores y receptores, además de normativas adecuadas, capaces de armonizar las distintas disposiciones legislativas. Todo ello, con el fin de salvaguardar las exigencias y los derechos, tanto de las personas y de las familias emigradas, como de las sociedades de llegada de los mismos.

El fenómeno migratorio, sin embargo, plantea, contemporáneamente, un auténtico problema ético: la búsqueda de un nuevo orden económico internacional para lograr una distribución más equitativa de los bienes de la tierra, que contribuiría bastante a reducir y moderar los flujos de una parte numerosa de los pueblos en situación precaria. De ahí también la necesidad de un trabajo más incisivo para crear sistemas educativos y pastorales con vistas a una formación a la «dimensión mundial», es decir, una nueva visión de la comunidad mundial considerada como una familia de pueblos a la que, finalmente, están destinados los bienes de la tierra, desde una perspectiva del bien común universal.

9. Las migraciones actuales, además, plantean a los cristianos nuevos compromisos de evangelización y de solidaridad, llamándolos a profundizar en esos valores, compartidos también por otros grupos religiosos o civiles, absolutamente indispensables para garantizar una convivencia armoniosa. El paso de sociedades monoculturales a sociedades multiculturales puede revelarse como un signo de la viva presencia de Dios en la historia y en la comunidad de los hombres, porque presenta una oportunidad providencial para realizar el plan de Dios de una comunión universal.

El nuevo contexto histórico se caracteriza, de hecho, por los mil rostros del otro; y la diversidad, contrariamente al pasado, se vuelve algo común en muchísimos países. Los cristianos están llamados, por consiguiente, a testimoniar y a practicar, además del espíritu de tolerancia, – que es un enorme logro político, cultural y, desde luego, religioso – el respeto por la identidad del otro, estableciendo, donde sea posible y conveniente, procesos de coparticipación con personas de origen y cultura diferentes, con vistas también a un «respetuoso anuncio» de la propia fe. Estamos todos llamados, por tanto, a la cultura de la solidaridad[7], tan ardientemente invocada por el Magisterio, para llegar juntos a una auténtica comunión de personas. Es el camino, nada fácil, que la Iglesia invita a recorrer.

Migraciones internas

10. En estos últimos tiempos, también han aumentado notablemente las migraciones internas en varios países, tanto voluntarias, por ejemplo, del campo a las grandes ciudades, como forzosas; en este caso, se trata de los desplazados, de los que huyen del terrorismo, de la violencia y del narcotráfico, sobre todo en África y América Latina. Se calcula, en efecto, que, a escala mundial, la mayor parte de los emigrantes se mueve dentro de la propia nación, incluso con ritmos estacionales.

El fenómeno de dicha movilidad, en general abandonada a sí misma, ha fomentado el desarrollo rápido y desordenado de centros urbanos sin condiciones para recibir masas humanas tan grandes, y ha alimentado la formación de periferias urbanas donde las condiciones de vida son precarias social y moralmente. Esta situación obliga a los emigrantes a instalarse en ambientes con características profundamente distintas de las del lugar de origen, creando notables dificultades humanas y grandes peligros de desarraigo social, con graves consecuencias para las tradiciones religiosas y culturales de las poblaciones.

Y a pesar de todo, las migraciones internas despiertan grandes esperanzas, a menudo ilusorias e infundadas, en millones de personas, arrancándolas, sin embargo, de los afectos familiares y dirigiéndolas a regiones distintas por el clima y las costumbres, aunque con frecuencia lingüísticamente homogéneas. Si más adelante regresan a su lugar de origen, lo hacen con otra mentalidad y con estilos de vida diversos, y no pocas veces con otra visión del mundo, o religiosa, y con actitudes morales distintas. También estas situaciones representan desafíos para la acción pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra.

11. En este campo, por consiguiente, la realidad actual exige también, a los agentes pastorales y a las comunidades receptoras, en una palabra, a la Iglesia, una diligente atención hacia las personas de la movilidad y a sus exigencias de solidaridad y fraternidad. También a través de las migraciones internas, el Espíritu lanza, con toda claridad y urgencia, el llamamiento a un renovado y firme compromiso de evangelización y de caridad mediante formas articuladas de acogida y de acción pastoral, constantes y capilares, lo más adecuadas posible a la realidad y que respondan a las necesidades concretas y específicas de los mismos emigrantes.

Iª Parte

LAS MIGRACIONES,

SIGNO DE LOS TIEMPOS Y SOLICITUD DE LA IGLESIA

Visión de fe del fenómeno migratorio

12. La Iglesia ha contemplado siempre en los emigrantes la imagen de Cristo que dijo: «era forastero, y me hospedasteis» (Mt 25,35). Para ella sus vicisitudes son interpelación a la fe y al amor de los creyentes, llamados, de este modo, a sanar los males que surgen de las migraciones y a descubrir el designio que Dios realiza a través suyo, incluso si nacen de injusticias evidentes.

Las migraciones, al acercar entre sí los múltiples elementos que componen la familia humana, tienden, en efecto, a la construcción de un cuerpo social siempre más amplio y variado, casi como una prolongación de ese encuentro de pueblos y razas que, gracias al don del Espíritu en Pentecostés, se transformó en fraternidad eclesial.

Si, por un lado, los sufrimientos que acompañan las migraciones son – de hecho – la expresión de los dolores de parto de una nueva humanidad, por el otro, las desigualdades y los desequilibrios, de los que ellas son consecuencia y manifestación, muestran la laceración introducida en la familia humana por el pecado y constituyen, por tanto, un doloroso llamamiento a la verdadera fraternidad.

13. Esta visión nos lleva a relacionar las migraciones con los eventos bíblicos que marcan las etapas del arduo camino de la humanidad hacia el nacimiento de un pueblo, por encima de
discriminaciones y fronteras, depositario del don de Dios para todos los pueblos y abierto a la vocación eterna del hombre. Es decir, la fe percibe en ellas el camino de los Patriarcas que, sostenidos por la Promesa, anhelaban la Patria futura, y el de los Hebreos que fueron liberados de la esclavitud con el paso del Mar Rojo, con el éxodo que da origen al Pueblo de la Alianza. La fe siempre encuentra en las migraciones, en cierto sentido, el exilio que sitúa al hombre ante la relatividad de toda meta alcanzada y de nuevo descubre en ellas el mensaje universal de los Profetas. Éstos denuncian como contrarias al designio de Dios las discriminaciones, las opresiones, las deportaciones, las dispersiones y las persecuciones, y las toman como punto de partida para anunciar la salvación para todos los hombres, dando testimonio de que incluso en la sucesión caótica y contradictoria de los acontecimientos humanos, Dios sigue tejiendo su plan de salvación hasta la completa recapitulación del universo en Cristo (cfr. Ef 1,10).

Migraciones e historia de la salvación

14. Por tanto, podemos considerar el actual fenómeno migratorio como un «signo de los tiempos» muy importante, un desafío a descubrir y valorizar en la construcción de una humanidad renovada y en el anuncio del Evangelio de la paz.

La Sagrada Escritura nos propone el sentido de todas las cosas. Israel tomó su origen de Abraham, que obediente a la voz de Dios, salió de su tierra y se fue a un país extranjero, llevando consigo la promesa divina de que iba a ser «padre de un gran pueblo» (Gn 12,1-2). Jacob, de «arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí como un forastero con unas pocas personas, se convirtió luego en una nación grande, fuerte y numerosa» (Dt 26,5). Israel recibió la solemne investidura de «Pueblo de Dios» después de la larga esclavitud en Egipto, durante los cuarenta años de «éxodo» a través del desierto. La dura prueba de las migraciones y deportaciones es, pues, fundamental en la historia del Pueblo elegido en vista de la salvación de todos los pueblos: así sucede al regreso del exilio (cfr. Is 42, 6-7; 49,5). Con esa memoria, se siente fortalecido en la confianza en Dios, incluso en los momentos más oscuros de su historia (Sal 105 [104], 12-15; 106 [105], 45-47). En la Ley, además, se llega a dar, para las relaciones con el extranjero que reside en el país, la misma orden impartida para las relaciones con «los hijos de tu pueblo» (Lv 19,18), es decir, «lo amarás como a ti mismo» (Lv 19,34).

Cristo «extranjero» y María icono vivo de la mujer emigrante

15 El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo, nacido en un pesebre y que, como extranjero, huye a Egipto, asumiendo y compendiando en sí mismo esta fundamental experiencia de su pueblo (cfr. Mt 2,13ss.). Nacido fuera de su tierra y procedente de fuera de la Patria (cfr, Lc 2,4-7), «habitó entre nosotros» (Jn 1,11.14), y pasó su vida pública como itinerante, recorriendo «pueblos y aldeas» (cfr. Lc 13,22; Mt 9,35). Ya resucitado, pero todavía extranjero y desconocido, se apareció en el camino de Emaús a dos de sus discípulos que lo reconocieron solamente al partir el pan (cfr. Lc 24,35). Los cristianos siguen, pues, las huellas de un viandante que «no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20; Lc 9,58)».[8]

María, la Madre de Jesús, siguiendo esta línea de consideraciones, se puede contemplar también como icono viviente de la mujer emigrante.[9] Da a la luz a su hijo lejos de casa (cfr. Lc 2,1-7) y se ve obligada a huir a Egipto (cfr. Mt 2,13-14). La devoción popular considera justamente a María como Virgen del camino.

La Iglesia de Pentecostés

16. Contemplando ahora a la Iglesia, vemos que nace de Pentecostés, cumplimiento del misterio pascual y evento eficaz, y también simbólico, del encuentro entre pueblos. Pablo puede, así, exclamar: «En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres» (Col 3,11). En efecto, Cristo ha hecho de los dos pueblos «una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba» (Ef 2,14).

Por otra parte, seguir a Cristo significa ir tras Él y estar de paso en el mundo, porque «no tenemos aquí ciudad permanente» (Heb 13,14). El creyente es siempre un pároikos, un residente temporal, un huésped, dondequiera que se encuentre (cfr. 1Pe 1,1; 2,11; Jn 17,14-16). Por eso, para los cristianos su propia situación geográfica en el mundo no es tan importante[10] y el sentido de la hospitalidad les es connatural. Los Apóstoles insisten en este punto (cfr. Rom 12,13; Heb 13,2; 1Pe 4,9; 3Jn 5) y las Cartas pastorales lo recomiendan en particular al episkopos (cfr. 1Tim 3,2 y Tit 1,8). Así en la Iglesia primitiva, la hospitalidad era la costumbre con que los cristianos respondían a las necesidades de los misioneros itinerantes, jefes religiosos exiliados o de paso, y personas pobres de las distintas comunidades.[11]

17. Los extranjeros son, además, signo visible y recuerdo eficaz de ese universalismo que es un elemento constitutivo de la Iglesia católica. Una «visión» de Isaías lo anunciaba: «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes … Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos» (Is 2,2). En el Evangelio, Jesús mismo lo predice: «Vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,29); y en el Apocalipsis se contempla «una muchedumbre inmensa … de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7,9). La Iglesia se encuentra, ahora, en el arduo camino hacia esa meta final,[12] y de esta muchedumbre, las migraciones pueden ser como una llamada y prefiguración del encuentro final de toda la humanidad con Dios y en Dios.

18. El camino de los emigrantes puede transformarse, de este modo, en signo vivo de una vocación eterna, impulso continuo hacia esa esperanza que, al indicar un futuro más allá del mundo presente, insiste en su transformación en la caridad y en la superación escatológica. Las peculiaridades de los emigrantes se vuelven llamamiento a la fraternidad de Pentecostés, donde las diferencias se ven armonizadas por el Espíritu y la caridad se hace auténtica en la aceptación del otro. Las vicisitudes migratorias pueden ser, pues, anuncio del misterio pascual, por el que la muerte y la resurrección tienden a la creación de la humanidad nueva, en la que ya no hay ni esclavos ni extranjeros (cfr. Gal 3,28).

La solicitud de la Iglesia hacia el emigrante y el refugiado

19. El fenómeno migratorio del siglo pasado fue un desafío para la pastoral de la Iglesia, articulada en parroquias territoriales estables. Si en un principio, el clero solía acompañar a los grupos que colonizaban nuevas tierras, para continuar esa cura pastoral, ya desde mediados del siglo XIX, con frecuencia se confió a diversas congregaciones religiosas la asistencia a los emigrantes[13]. En 1914, se dio una primera definición del clero encargado de la asistencia a los emigrantes, mediante el Decreto Ethnografica studia,[14] que subrayaba la responsabilidad de la Iglesia autóctona de asistir a los inmigrantes y aconsejaba una preparación específica lingüística, cultural y pastoral del Clero indígena. El Decreto Magni semper, de 1918,[15] después de la promulgación del Código de Derecho Canónico, confiaba a la Congregación Consistorial los procedimientos de autorización al clero para la asistencia a los emigrantes.

Durante la segunda post-guerra, en el siglo pasado, la realidad migratoria se volvió aún más dramática,
no sólo por las destrucciones causadas por el conflicto, sino también porque se agudizó el fenómeno de los refugiados (especialmente provenientes de los Países denominados del Este), entre los cuales no pocos eran fieles de diversas Iglesias Orientales Católicas.

La Exsul familia

20. Se sentía, entonces, la necesidad de un documento que reuniera la riqueza heredada de los anteriores ordenamientos y disposiciones y orientara hacia una pastoral orgánica. La respuesta oportuna fue la Constitución apostólica Exsul familia,[16] publicada por Pío XII el 1º de agosto de 1952, y considerada la carta magna del pensamiento de la Iglesia sobre las migraciones. Es el primer documento oficial de la Santa Sede que delinea, de modo global y sistemático, desde un punto de vista histórico y canónico, la pastoral de los emigrantes. Después de un amplio análisis histórico, sigue en la Constitución una parte propiamente normativa muy articulada. Se afirma allí la responsabilidad primaria del Obispo diocesano local en la cura pastoral de los emigrantes, aunque se solicite todavía a la Congregación Consistorial la correspondiente organización.

El Concilio Ecuménico Vaticano II

21. Más adelante, el Concilio Vaticano II elaboró importantes líneas directrices sobre esa pastoral específica, invitando ante todo a los cristianos a conocer el fenómeno migratorio (cfr. GS 65-66) y a darse cuenta de la influencia que tiene la emigración en la vida. Se insiste en el derecho a la emigración (cfr. GS 65),[17] en la dignidad del emigrante (cfr. GS 66), en la necesidad de superar las desigualdades del desarrollo económico y social (cfr. GS 63) y de responder a las exigencias auténticas de la persona (cfr. GS 84). El Concilio, además, en un contexto particular, reconoció a la autoridad pública, el derecho de reglamentar el flujo migratorio (cfr. GS 87).

El Pueblo de Dios – según la exhortación conciliar – debe garantizar un aporte generoso en lo que respecta a la emigración, y se pide a los laicos cristianos, sobre todo, que extiendan su colaboración a los campos más variados de la sociedad (cfr. AA 10), haciéndose también «prójimos» del emigrante (cfr. GS 27). Los Padres conciliares dedican especial atención a los fieles que, «por determinadas circunstancias, no pueden aprovecharse suficientemente del cuidado pastoral común y ordinario de los párrocos o carecen totalmente de él. Este es el caso de la mayoría de los emigrantes, exiliados y prófugos, hombres del mar y del aire, nómadas y otros parecidos. Es necesario promover métodos pastorales adecuados para favorecer la vida espiritual de los que van de vacaciones a otras regiones. Las Conferencias episcopales, sobre todo las nacionales, han de ocuparse cuidadosamente de los problemas más urgentes de las personas mencionadas. Con instituciones y medios adecuados han de cuidar y favorecer su asistencia religiosa, en unidad de objetivos y de esfuerzos. En todo ello han de tener en cuenta, sobre todo, las normas dadas o que dará la Sede Apostólica y adaptarlas convenientemente a las condiciones de tiempos, lugares y personas».[18]

22. El Concilio Vaticano II marca, por consiguiente, un momento decisivo para la cura pastoral de los emigrantes y los itinerantes, dando particular importancia al significado de la movilidad y la catolicidad, así como al de las Iglesias particulares, al sentido de la Parroquia y a la visión de la Iglesia como misterio de comunión. Por todo lo cual, ésta aparece y se presenta como «el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4).

La acogida al extranjero, que caracteriza a la Iglesia naciente, es, pues, sello perenne de la Iglesia de Dios. Por otro lado está marcada por una vocación al exilio, a la diáspora, a la dispersión entre las culturas y las etnias, sin identificarse nunca completamente con ninguna de ellas; de lo contrario, dejaría de ser, precisamente, primicia y signo, fermento y profecía del Reino universal, y comunidad que acoge a todo ser humano sin preferencias de personas ni de pueblos. La acogida al extranjero es inherente, por tanto, a la naturaleza misma de la Iglesia y testimonia su fidelidad al Evangelio.[19]

23. En continuidad y cumplimiento de la enseñanza conciliar, el Papa Pablo VI emanó el Motu proprio Pastoralis migratorum cura (1969),[20] promulgando la Instrucción De Pastorali migratorum cura[21]. Luego, en 1978, la Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, Organismo encargado entonces de la atención a los emigrantes, publicó la Carta a las Conferencias Episcopales Iglesia y movilidad humana[22], que ofrecía una lectura del fenómeno migratorio, puesta al día en ese momento, con una precisa y propia interpretación y aplicación pastoral. Al desarrollar el tema de la acogida a los emigrantes por parte de la Iglesia local, el documento subrayaba la necesidad de una colaboración intraeclesial para una pastoral sin fronteras y reconocía, en fin, valorizándolo, el papel específico de los laicos, de los religiosos y de las religiosas.

La normativa canónica

24. El nuevo Código de Derecho Canónico para la Iglesia Latina, siempre a la luz del Concilio y como confirmación, recomienda al párroco una especial diligencia hacia los que están lejos de su patria (c. 529, §1), sosteniendo, no obstante, la oportunidad y la obligación, en la medida de lo posible, de ofrecerles una atención pastoral específica (c. 568). Contempla así, tal como lo hace también el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, la constitución de parroquias personales (CIC c. 518; CCEO c. 280, §1) y de las misiones con cura de almas (c. 516), así como la figura de sujetos pastorales específicos, como el vicario episcopal (c. 476) y el capellán de los emigrantes (c. 568).

El nuevo Código prevé, además, en su actuación conciliar (cfr. PO 10; AG 20, nota 4; 27, nota 28), la institución de otras estructuras pastorales específicas previstas en la legislación y en la praxis de la Iglesia.[23]

25. Puesto que en la movilidad humana los fieles de las Iglesias Orientales Católicas de Asia, del Oriente medio y de Europa central y oriental, que se dirigen hacia los Países del Occidente, actualmente son legión, se plantea, como es evidente, el problema de su atención pastoral, siempre en el ámbito de la responsabilidad de decisión del ordinario del lugar de acogida. Es urgente, pues, ponderar las consecuencias pastorales y jurídicas de su presencia, siempre más consistente, fuera de los territorios tradicionales, así como de los contactos que se van estableciendo a distintos niveles, oficiales o privados, individuales o colectivos, entre las comunidades y entre sus miembros. Y la correspondiente normativa específica, que permite a la Iglesia católica respirar ya, en cierto sentido, con dos pulmones,[24] está contenida en el CCEO.[25]

26. Dicho Código, en efecto, contempla la constitución de Iglesias sui iuris (CCEO, cc. 27-28,147), recomienda la promoción y la observancia de los «ritos de las Iglesias Orientales, como patrimonio de la Iglesia universal de Cristo» (c. 39; cfr. también los cc. 40-41) y establece una normativa precisa sobre las leyes litúrgicas y disciplinarias (c. 150). Obliga al obispo de la eparquía a asistir también a los fieles cristianos «de cualquier edad, condición, nación, o Iglesia sui iuris, ya sea que vivan en el territorio de la eparquía, o que permanezcan allí temporalmente» (c. 192, §1), y a cuidar de que los fieles cristianos de otra Iglesia sui iuris a él confiados «mantengan el rito de la propia Iglesia» (c. 193, §1), si es posible «mediante presbíteros y párrocos de la misma Iglesia sui iuris» (c. 193, §2). El Código recomienda, en fin, que l
a parroquia sea territorial, sin excluir aquellas personales, si lo exigen condiciones particulares (cfr. c. 280, §1).

En el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales se prevé también la existencia del Exarcado, definido como «una porción del pueblo de Dios que, por circunstancias especiales, no se erige como Eparquía y que, circunscrita en un territorio, o calificada con otros criterios, se confía a la cura pastoral del exarca» (CCEO c. 311, §1).

Las líneas pastorales del Magisterio

27. Junto a la normativa canónica, una lectura atenta de los documentos y disposiciones que la Iglesia ha emanado hasta ahora sobre el fenómeno migratorio, lleva a subrayar algunos importantes desarrollos teológicos y pastorales, a saber: la centralidad de la persona y la defensa de los derechos del hombre y de la mujer emigrantes y de los de sus hijos; la dimensión eclesial y misionera de las migraciones; la revalorización del Apostolado seglar; el valor de las culturas en la obra de evangelización; la tutela y la valoración de las minorías, incluso dentro de la Iglesia; la importancia del diálogo intra y extra eclesial; la aportación específica de la emigración para la paz universal. Dichos documentos indican, además, la dimensión pastoral del compromiso en favor de los emigrantes. En la Iglesia, en efecto, todos deben encontrar «su propia patria»:[26] ella es el misterio de Dios entre los hombres, misterio del Amor manifestado por el Hijo Unigénito, especialmente en su muerte y resurrección, para «dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud» (Jn 10,10); todos han de encontrar la fuerza para superar cualquier división y hacer que las diferencias no lleven a rupturas, sino a la comunión, a través de la acogida del otro en su diversidad legítima.

28. En la Iglesia se ha valorizado nuevamente el papel de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica en su aportación específica a la cura pastoral de los emigrantes.[27] La responsabilidad, a este respecto, de los obispos diocesanos y de las eparquías, se reafirma de manera inequívoca, y esto vale tanto para la Iglesia de origen como para la Iglesia de acogida. En esa misma responsabilidad están implicadas las Conferencias Episcopales de los distintos países y las respectivas estructuras de las Iglesias Orientales. La atención pastoral a los emigrantes, en efecto, conlleva la acogida, el respeto, la tutela, la promoción y el amor auténtico a cada persona en sus expresiones religiosas y culturales.

29. Las intervenciones pontificias más recientes han destacado y ampliado los horizontes y las perspectivas pastorales en relación con el fenómeno migratorio, dentro de la línea del hombre, camino de la Iglesia.[28] Desde el pontificado del Papa Pablo VI, y luego en el de Juan Pablo II, sobre todo en sus Mensajes con ocasión de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado,[29] se reafirman derechos fundamentales de la persona, en particular el derecho a emigrar, para un mejor desarrollo de las propias capacidades y aspiraciones, y de los proyectos de cada uno[30]. Al mismo tiempo se corrobora el derecho de todo País de practicar una política migratoria que corresponda al bien común, así como el derecho a no emigrar, es decir, a tener la posibilidad de realizar los propios derechos y exigencias legítimas en el país de origen.[31]

El Magisterio, además, ha denunciado siempre, los desequilibrios socioeconómicos, que son, en la mayoría de los casos, la causa de las migraciones, los peligros de una globalización indisciplinada, en la que los emigrantes resultan víctimas más que protagonistas de sus vicisitudes migratorias, y el grave problema de la inmigración irregular, sobre todo cuando el emigrante se transforma en objeto de tráfico y explotación por parte de bandas criminales.[32]

30. El Magisterio ha insistido en la urgencia de una política que garantice a todos los emigrantes la seguridad del derecho, «evitando cuidadosamente toda posible discriminación»,[33] al subrayar una amplia gama de valores y comportamientos (la hospitalidad, la solidaridad, el compartir) y la necesidad de rechazar todo sentimiento y manifestación de xenofobia y racismo por parte de quienes los reciben.[34] Tanto en referencia a la legislación como a la praxis administrativa de los distintos países, se presta una gran atención a la unidad familiar y a la tutela de los menores, tantas veces entorpecida por las migraciones,[35] así como a la formación, por medio de las migraciones, de sociedades multiculturales.

La pluralidad cultural anima al hombre contemporáneo al diálogo y a interrogarse acerca de las grandes cuestiones existenciales, como el sentido de la vida y de la historia, del sufrimiento y de la pobreza, del hambre, de las enfermedades y de la muerte. La apertura a las distintas identidades culturales no significa, sin embargo, aceptarlas todas indiscriminadamente, sino respetarlas – por ser inherentes a las personas – y eventualmente apreciarlas en su diversidad. La «relatividad» de las culturas fue subrayada, además, por el Concilio Vaticano II (Cfr. GS 54, 55, 56, 58). La pluralidad es riqueza y el diálogo es ya realización, aunque imperfecta y en continua evolución, de aquella unidad definitiva a la que la humanidad aspira y está llamada.

Los organismos de la Santa Sede

31. La solicitud constante de la Iglesia en favor de la asistencia religiosa, social y cultural a los emigrantes, testimoniada por el Magisterio, viene acreditada también por los organismos especiales que la Santa Sede ha instituido a tal objeto.

Su inspiración original se halla en el memorial Pro emigratis catholicis, del Beato Giovanni Battista Scalabrini, que, consciente de las dificultades despertadas en el extranjero por los varios nacionalismos europeos, propuso a la Santa Sede la institución de una Congregación (o Comisión) pontificia para todos los emigrantes católicos. La finalidad de tal Congregación, formada por representantes de varias naciones, debía ser la de proporcionar «asistencia espiritual a los emigrantes en las distintas situaciones y en los diferentes momentos del fenómeno, especialmente en las Américas, y mantener viva en sus corazones la fe católica».[36]

Dicha intuición se fue concretando gradualmente. En 1912, después de la reforma de la Curia Romana realizada por San Pío X, fue creada la primera Oficina para los problemas de las migraciones en el seno de la Congregación Consistorial. En 1970, el Papa Pablo VI instituyó la Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo que, en 1988, con la Constitución apostólica Pastor Bonus, se transformó en el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes. A éste se le solicitó que atendiera a «los que se han visto obligados a dejar su patria o carecen totalmente de ella: prófugos, exiliados, emigrantes, nómadas, gente del circo, marinos, tanto en el mar como en los puertos, todos los que se encuentran fuera de su propio domicilio y los que trabajan en los aeropuertos o en los aviones».[37]

32. El Consejo Pontificio tiene, pues, la tarea de suscitar, promover y animar las oportunas iniciativas pastorales en favor de quienes, por su propia voluntad, o por necesidad, dejan el lugar de su residencia habitual, y seguir con atención las cuestiones sociales, económicas y culturales que suelen ser la causa de esos desplazamientos.

Directamente, el Consejo Pontificio se dirige a las conferencias episcopales y a los consejos regionales correspondientes, a las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas interesadas y a los obispos/jerarcas, individualmente, para animarles, dentro del respeto de las responsabilidades de cada cual, a la realización de una pastoral específica para los que están implicados en el fenómeno, siempre más amplio, de la movilid
ad humana, adoptando las medidas que requieren las situaciones cambiantes.

En los últimos tiempos, también se ha contemplado la dimensión migratoria en las relaciones ecuménicas y, por tanto, se multiplican los primeros contactos al respecto con otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Se considera, igualmente, con atención, el diálogo interreligioso. El mismo Consejo Pontificio, en fin, con sus superiores y oficiales, está presente, algunas veces, en los foros internacionales, en representación de la Santa Sede, con ocasión de las reuniones de organismos multilaterales.

33. Entre las principales organizaciones católicas dedicadas a la asistencia a los emigrantes y refugiados no podemos olvidar, en este contexto, la creación, en 1951, de la Comisión Católica Internacional para las Migraciones. El apoyo que en estos primeros cincuenta años la Comisión ha brindado, con espíritu cristiano, a los gobiernos y organismos internacionales, y su aportación a la búsqueda de soluciones duraderas para los emigrantes y refugiados en todo el mundo, constituyen un gran mérito para la misma. El servicio que la Comisión ha prestado, y aún presta, «está trabado por una doble fidelidad: a Cristo … y a la Iglesia» – como ha afirmado Juan Pablo II.[38] Su obra «ha sido un elemento muy fecundo de cooperación ecuménica e interreligiosa».[39]

En fin, no podemos olvidar el gran empeño de las distintas Caritas, y de otros organismos de caridad y solidaridad, en el servicio que prestan también a los emigrantes y a los refugiados.

IIª Parte

LOS EMIGRANTES Y LA PASTORAL DE ACOGIDA

«Inculturación» y pluralismo cultural y religioso

34. Siendo Sacramento de unidad, la Iglesia supera las barreras y las divisiones ideológicas o raciales, y proclama a todos los hombres y a todas las culturas la necesidad de encaminarse hacia la verdad, desde una perspectiva de justa confrontación, de diálogo y de mutua acogida. Las diversas identidades culturales deben abrirse, así, a una lógica universal, sin desmentir las propias características positivas, más bien poniéndolas al servicio de toda la humanidad. Esta lógica, al mismo tiempo que compromete a cada Iglesia particular, pone de relieve y manifiesta esa unidad en la diversidad que se contempla en la visión trinitaria, que, a su vez, vincula la comunión de todos a la plenitud de la vida personal de cada uno.

Desde esta perspectiva, la situación cultural actual, en su dinámica global, representa un desafío sin precedentes, para una encarnación de la única fe en las distintas culturas, un auténtico kairós que interpela al Pueblo de Dios (cfr. EEu 58).

35. Podemos decir que nos encontramos ante un pluralismo cultural y religioso que nunca ha sido experimentado de forma tan consciente como ahora. Por un lado, se marcha a grandes pasos hacia una apertura mundial, facilitada por la tecnología y los medios de comunicación, – que llega a poner en contacto, o incluso a introducir el uno en el otro -, universos culturales y religiosos tradicionalmente distintos y ajenos entre sí; mientras, por el otro lado, renacen las exigencias de identidad local que encuentran en el carácter específico de la cultura de cada uno el instrumento de su realización.

36. Esta fluidez cultural hace aún más indispensable la «inculturación», porque no se puede evangelizar sin entrar en profundo diálogo con las culturas. Junto con pueblos de raíces distintas, otros valores y modelos de vida golpean a nuestras puertas. Mientras cada cultura tiende, de este modo, a pensar el contenido del Evangelio en el propio ámbito de vida, es tarea del Magisterio de la Iglesia guiar ese intento juzgando su validez.

La «inculturación» comienza con la escucha, es decir, con el conocimiento de aquellos a quienes se anuncia el Evangelio. Esa escucha y ese conocimiento llevan, en efecto, a juzgar mejor los valores positivos y las características negativas presentes en su cultura, a la luz del misterio pascual de muerte y de vida. En este caso no es suficiente la tolerancia, se requiere la simpatía, el respeto, en la medida de lo posible, de la identidad cultural de los interlocutores. Reconocer sus aspectos positivos y apreciarlos, porque preparan a la acogida del Evangelio, es un preámbulo necesario para el éxito del anuncio. Sólo así nacen el diálogo, la comprensión y la confianza. La atención al Evangelio se transforma, de este modo, en atención a las personas, a su dignidad y libertad. Promoverlas en su integridad exige un compromiso de fraternidad, solidaridad, servicio y justicia. El amor de Dios, en efecto, mientras dona al hombre la verdad y le manifiesta su altísima vocación, promueve también su dignidad y hace nacer la comunidad alrededor del anuncio acogido e interiorizado, celebrado y vivido[40].

La Iglesia del Concilio Ecuménico Vaticano II

37. En la visión del Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia realiza su ministerio pastoral, fundamentalmente, mediante tres modalidades:

– Como comunión, da valor a las legítimas particularidades de las comunidades católicas, conjugándolas con la universalidad. La unidad de Pentecostés no anula las distintas lenguas y culturas, sino que las reconoce en su identidad, abriéndolas, sin embargo, a la alteridad, a través del amor universal que en ellas obra. La única Iglesia Católica está, pues, constituida por y en las Iglesias particulares, así como las Iglesias particulares están constituidas en y por la Iglesia universal (cfr. LG 13).[41]

– Como misión, el ministerio eclesial se dirige hacia otros sitios para comunicar su propio tesoro y enriquecerse con nuevos dones y valores. Ese carácter misionero se desarrolla también dentro de la misma Iglesia particular, ya que la misión consiste ante todo en irradiar la gloria de Dios, y la Iglesia necesita «saber proclamar las grandezas de Dios … y ser nuevamente convocada y reunida por Él» (EN 15).

– Como Pueblo y Familia de Dios, misterio, sacramento, Cuerpo místico y templo del Espíritu, la Iglesia se hace historia de un Pueblo en camino que, partiendo del misterio de Cristo y de las experiencias de los individuos y de los grupos que la componen, está llamada a construir una nueva historia, don de Dios y fruto de la libertad humana. En la Iglesia, pues, también los emigrantes están convocados a ser protagonistas con todo el Pueblo de Dios peregrino en la tierra (cfr. RMi 32, 49, 71).

38. Concretamente, las opciones pastorales específicas para la acogida a los emigrantes se pueden delinear del siguiente modo:

– atención a un determinado grupo étnico o de rito, para promover un verdadero espíritu católico (cfr. LG 13);

– necesidad de salvaguardar la universalidad y la unidad sin entrar en conflicto con la pastoral específica que, cuando sea posible, confía los emigrantes a presbíteros de su mismo idioma, de una iglesia sui iuris, o a presbíteros que les sean afines, desde un punto de vista lingüístico-cultural (cfr. DPMC 11);

– gran importancia, por tanto, de la lengua materna de los emigrantes, a través de la que expresan mentalidad, forma de pensar, cultura y rasgos de su vida espiritual y de las tradiciones de sus Iglesias de origen (cfr. DPMC 11).

Dicha pastoral específica se sitúa en el contexto del fenómeno migratorio que, al reunir a personas de distinta nacionalidad, etnia y religión, contribuye a hacer visible la auténtica fisonomía de la Iglesia (cfr. GS 92) y valoriza la importancia ecuménica y de diálogo misionero de las migraciones.[42] También a través de ellas, en efecto, se realizará entre las gentes el designio salvífico de Dios (cfr. Act 11,19-21).[43] Por eso es necesario hacer cre
cer en los emigrantes la vida cristiana, llevándola hasta la madurez, por medio de un apostolado «evangelizador» y «catequético» (cfr. CD 13-14 y DPMC 4).

Esa tarea del diálogo misionero corresponde a todos los miembros del Cuerpo místico; por eso los emigrantes mismos deben realizarla en la triple función de Cristo, Sacerdote, Rey y Profeta. Por consiguiente, habrá que edificar y hacer crecer en ellos y con ellos la Iglesia, para redescubrir juntos los valores cristianos y revelarlos, y para formar una auténtica comunidad sacramental de fe, de culto, de caridad[44] y de esperanza.

La situación particular en que se llegan a encontrar los capellanes/misioneros, así como los agentes pastorales laicos, en relación con la jerarquía y con el clero local, les impone una conciencia viva de la necesidad de ejercer su ministerio en estrecha unión con el obispo diocesano, o con el jerarca, y con su clero (cfr. CD 28-29; AA 10 y PO 7). La dificultad y la importancia de lograr ciertos objetivos, tanto a nivel comunitario como individual, servirán de estímulo a los capellanes/misioneros de los emigrantes para buscar la más amplia y justa colaboración de religiosos y religiosas (cfr. DPMC 52-55) y de laicos (cfr. DPMC 56-61). [45]

Acogida y solidaridad

39. Las migraciones constituyen, por tanto, un hecho que afecta también a la dimensión religiosa del hombre, y ofrecen a los emigrantes católicos la oportunidad privilegiada, aunque a menudo dolorosa, de lograr un mayor sentido de pertenencia a la Iglesia universal, más allá de la particularidad.

Con tal fin, es importante que las comunidades no consideren agotado su deber hacia los inmigrantes simplemente con gestos de ayuda fraterna o apoyando leyes sectoriales que promuevan una digna inserción en la sociedad, que respete la identidad legítima del extranjero. Los cristianos deben ser los promotores de una verdadera cultura de la acogida (cfr. EEu 101 y 103), que sepa apreciar los valores auténticamente humanos de los demás, más allá de todas las dificultades que implica la convivencia con quienes son distintos de nosotros (cfr. EEu, 85 y 112, y PaG 65).

40. Los cristianos realizarán todo esto mediante una acogida auténticamente fraterna, respondiendo a la invitación de S. Pablo: «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió, para gloria de Dios» (Rom 15,7). [46]

El simple llamamiento, por altamente inspirado y apremiante que sea, no da, cierto, una respuesta automática y concreta a lo que nos agobia día tras día; no elimina, por ejemplo, el temor generalizado o la inseguridad de la gente; no garantiza el debido respeto de la legalidad y la salvaguardia de la comunidad receptora. Pero el espíritu auténticamente cristiano de acogida dará el estilo y el valor para afrontar estos problemas y sugerirá las formas concretas de superarlos en la vida diaria de nuestras comunidades cristianas (cfr. EEu 85 y 111).

41. Por tanto, toda la Iglesia del país receptor debe sentirse involucrada y movilizada en favor de los inmigrantes. En las Iglesias particulares, habrá que reexaminar y programar la pastoral, para ayudar a los fieles a vivir una fe auténtica en el actual nuevo contexto multicultural y multirreligioso.[47] Por eso, es tan necesario, con la ayuda de los agentes sociales y pastorales, dar a conocer a las poblaciones autóctonas los complejos problemas de las migraciones y contrarrestar los recelos infundados y los prejuicios ofensivos hacia los extranjeros.

En la enseñanza de la religión y en la catequesis habrá que buscar la manera adecuada de crear, en la conciencia cristiana, el sentido de acogida, especialmente hacia los más pobres y marginados, como son con frecuencia los emigrantes: una acogida fundada en el amor a Cristo, seguros de que el bien hecho al prójimo, en particular al más necesitado, por amor de Dios, lo hacemos a Él mismo. Esta catequesis tampoco podrá dejar de referirse a los graves problemas que preceden y acompañan el fenómeno migratorio, como son la cuestión demográfica, el trabajo y sus condiciones (fenómeno del trabajo negro), la atención a los numerosos ancianos, la criminalidad organizada, la explotación y el tráfico y contrabando de seres humanos.

42. En cuanto a la acogida, será útil y correcto distinguir los conceptos de asistencia en general (o primera acogida, más bien limitada en el tiempo), de acogida propiamente dicha (que se refiere más bien a proyectos a más largo plazo) y de integración (objetivo a largo plazo, que se ha de perseguir constantemente y en el sentido correcto de la palabra).

Los agentes de pastoral que poseen una competencia específica para la intermediación cultural – agentes de cuyo servicio deben proveerse también nuestras comunidades católicas – están llamados a ayudar a conjugar la exigencia legítima de orden, legalidad y seguridad social con la realización concreta de la vocación cristiana a la acogida y a la caridad. Será importante lograr que todos se den cuenta de las ventajas, no sólo económicas, que puede aportar a los países industrializados el flujo migratorio reglamentado y que, al mismo tiempo, adquieran conciencia, cada vez más, de que a la necesidad de brazos responden aquellos que los tienen: personas, es decir, hombres, mujeres y enteros núcleos familiares con niños y ancianos.

43. En todo caso, será siempre muy importante la actividad de asistencia o «primera acogida» (por ej., las «casas de los emigrantes», especialmente en los países de tránsito hacia los países receptores), para responder a las emergencias que conlleva el movimiento migratorio: comedores, dormitorios, consultorios, ayuda económica, centros de escucha. Son igualmente importantes las intervenciones de acogida propiamente dicha, para lograr una progresiva integración y autosuficiencia del extranjero inmigrante. Recordemos, en especial, el empeño en favor de la reunión familiar, la educación de los hijos, la vivienda, el trabajo, el asociacionismo, la promoción de los derechos civiles y las distintas formas de participación de los inmigrantes en las sociedades de llegada. Las asociaciones religiosas, socio-caritativas y culturales de inspiración cristiana tendrán que pensar, además, en hacer participar a los inmigrantes en sus propias estructuras.

Liturgia y religiosidad popular
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44. Los fundamentos eclesiológicos de la pastoral migratoria ayudarán también a tender hacia una liturgia más atenta a la dimensión histórica y antropológica de las migraciones, para que la celebración litúrgica sea la expresión viva de comunidades de fieles que caminan hic et nunc por los caminos de la salvación.

Se presenta, así, la cuestión de la relación de la liturgia con la índole, la tradición y el genio de los distintos grupos culturales, y el problema de cómo responder a situaciones sociales y culturales particulares, en el ámbito de una pastoral que asuma una específica formación y animación litúrgica (cfr. SC 23), promoviendo también una más amplia participación de los fieles en la Iglesia particular (cfr. EEu 69-72 y 78-80).

45. Debido, también, a la escasez de sus fuerzas, los presbíteros tendrán además que valorizar a los laicos en los ministerios no ordenados. Desde esta perspectiva, hay que considerar la posibilidad, en los lugares donde falten presbíteros disponibles, también en las comunidades de inmigrantes, de realizar las asambleas dominicales sin sacerdote (cfr. CIC c. 1248, §2), donde se ora, se proclama la Palabra y se distribuye la Eucaristía (cfr. PaG 37) bajo la guía de un diácono o de un laico que ha sido legítimamente destinado a tal fin.[48] La escasez de sacerdotes para los emigrantes se puede de hecho suplir, en parte, encomendando algunas funciones de servicio en la parroquia
a laicos especialmente preparados, conforme al CIC (cfr. cc. 228, §1; 230, §3 y 517, §2).

Por lo demás, habrá que atenerse a las normas generales ya impartidas por la Santa Sede y recordadas en la Carta Apostólica Dies Domini, que reza: «La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote, según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se confía a las Conferencias Episcopales».[49]

En ese mismo contexto, los presbíteros procurarán crear en el Pueblo de Dios una mayor conciencia de la necesidad, en la vida de cada Iglesia particular, de auténticas vocaciones al sacerdocio ministerial y de promover, también en el ambiente de los emigrantes, una intensa pastoral vocacional para el ministerio ordenado (cfr. EE 31-32 y PaG 53-54).

46. Merece una atención particular la religiosidad popular,[50] puesto que caracteriza a muchas comunidades de inmigrantes. Además de reconocer que «cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores» (EN 48), habrá que tener presente, que para muchos inmigrantes se trata de un elemento fundamental de unión con la Iglesia de origen y con maneras precisas de comprender y de vivir la fe. Habrá que realizar, en este caso, una profunda obra de evangelización, y además dar a conocer y hacer apreciar a la comunidad local católica algunas formas de devoción de los inmigrantes, para que ella las pueda comprender. De esta unión espiritual podrá nacer también una liturgia más participada, más integrada y más rica espiritualmente.

Esto mismo se puede decir en lo referente al vínculo con las diversas Iglesias Orientales Católicas. La Sagrada Liturgia, celebrada en el rito de la propia Iglesia sui iuris, es importante, en efecto, porque salvaguarda la identidad espiritual de los emigrantes católicos de Oriente, así como el uso de sus lenguas, en las sagradas funciones religiosas.[51]

47. Debido a la particular condición de vida de los emigrantes, la pastoral debe dar, igualmente, mucho espacio, siempre desde una perspectiva litúrgica, a la familia como «iglesia doméstica», a la oración comunitaria, a los grupos bíblicos familiares, a los comentarios, en familia, del año litúrgico (cfr. EEu 78). Merecen una atenta consideración, asimismo, las formas de bendiciones familiares que ofrece el Ritual de las bendiciones.[52]

Se asiste, hoy, además, a un nuevo empeño por involucrar a las familias en la pastoral de los Sacramentos, que puede dar una nueva vitalidad a las comunidades cristianas. Muchos jóvenes (cfr. PaG 53) y adultos redescubren por ese camino el significado y el valor de itinerarios que les ayudan a fortalecer la fe y la vida cristiana.

48. Un especial peligro para la fe se desprende, entre otras cosas, del pluralismo religioso actual, entendido como relativismo y sincretismo en materia religiosa. Para evitarlo, es necesario preparar nuevas iniciativas pastorales que permitan afrontar adecuadamente ese fenómeno, que se presenta como uno de los problemas pastorales más graves, junto con el pulular de las sectas.[53]

Inmigrantes católicos

49. Por lo que se refiere a los inmigrantes católicos, la Iglesia contempla una pastoral específica, requerida por la diversidad de idioma, origen, cultura, etnia y tradición, o por la pertenencia a una determinada Iglesia sui iuris, con rito propio, que obstaculizan, a menudo, una plena y rápida inserción de los inmigrantes en las parroquias territoriales locales, y que se deben tener presentes en vista de la erección de parroquias o de una jerarquía propia para los fieles de determinadas Iglesias sui iuris. A los muchos desarraigos (de la tierra de origen, de la familia, de la lengua, etc.), a los que expone forzosamente la expatriación, no se debería agregar el del rito o de la identidad religiosa del emigrante.

50. Los grupos particularmente numerosos y homogéneos de inmigrantes han de ser estimulados para que mantengan la propia, específica, tradición católica. En particular, habrá que tratar de proporcionarles la asistencia religiosa en forma organizada, con sacerdotes del mismo idioma, cultura y rito de los inmigrantes, eligiendo la figura jurídica más adecuada entre las que prevén el CIC y el CCEO.

En todo caso, nunca será suficiente insistir en la necesidad de una profunda comunión entre las misiones lingüísticas o rituales y las parroquias territoriales, y será importante, asimismo, llevar a cabo una acción que tienda al conocimiento recíproco, aprovechando todas las ocasiones que proporciona la atención pastoral ordinaria para hacer participar a los inmigrantes en la vida de las Parroquias (cfr. EEu 28).

Si la escasez del número de fieles no consiente una específica asistencia religiosa organizada, la Iglesia particular de llegada deberá ayudarles a superar los inconvenientes del desarraigo de la comunidad de origen y las graves dificultades de inserción en la comunidad de llegada. De todos modos, en los centros con menos inmigrantes, será preciosa una formación sistemática, catequística y de animación litúrgica, realizada por los agentes de pastoral, religiosos y laicos, en estrecha colaboración con el capellán/misionero (cfr. EEu 51, 73 y además PaG 51).

51. Vale la pena recordar aquí la necesidad de una asistencia pastoral específica para los técnicos, profesionales y estudiantes extranjeros que residen temporalmente en Países con mayoría musulmana o de otra religión. Abandonados a sí mismos y sin una guía espiritual, en vez de dar un testimonio cristiano, podrían ser causa de juicios erróneos sobre el Cristianismo. Decimos esto independientemente de la influencia benéfica que miles y miles de cristianos ejercen en esos mismos países, dando un auténtico testimonio, o del regreso al lugar de origen con minoría cristiana de antiguos emigrantes de otra religión que proceden de zonas intensamente católicas.

Inmigrantes católicos de rito oriental

52. Los inmigrantes católicos de rito oriental, hoy siempre más numerosos, merecen una atención pastoral particular. Recordemos, ante todo, por lo que a ellos se refiere, la obligación jurídica de observar en todas partes – cuando sea posible – el rito propio, entendido como patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinario (cfr. CCEO c. 28, §1; EEu 118 y PaG 72).

Por consiguiente, aunque estén encomendados a la cura del jerarca o del párroco de otra Iglesia sui iuris, permanecen adscriptos a su propia Iglesia sui iuris (cfr. CCEO c. 38); aún más, la costumbre, por prolongada que sea, de recibir los sacramentos según el rito de otra Iglesia sui iuris, no implica la adscripción a ésta (cfr. CIC c. 112, §2). Existe, en efecto, la prohibición de cambiar de rito sin la aprobación de la Sede Apostólica (cfr. CCEO c. 32 y CIC c. 112, §1).

Los inmigrantes católicos orientales, aunque queda establecido para ellos el derecho y el deber de observar el propio rito, tienen también el derecho de participar activamente en las celebraciones litúrgicas de cualquier Iglesia sui iuris y, por tanto, también de la Iglesia Latina, según las prescripciones de los libros litúrgicos (cfr. CCEO c. 403, §1).

La jerarquía deberá preocuparse porque aquellos que tienen relaciones frecuentes con fieles de otro rito lo conozcan y lo veneren (cfr. CCEO c. 41) y velará porque ninguno de ellos se sienta limitado en su libertad, en razón de la lengua o del rito (cfr. CCEO c. 588).

53. El Concilio Ecuménico Vaticano II (CD 23), de hecho, establece igualmente que «donde haya fieles de diverso rit
o, provea el obispo diocesano a sus necesidades espirituales por sacerdotes o parroquias del mismo rito o por un vicario episcopal, dotado incluso del carácter episcopal o que se desempeñe por el mismo el oficio de ordinario de los diversos ritos». Más adelante añade: «el Obispo puede nombrar uno o más vicarios episcopales, que … con relación a los fieles de diverso rito, tienen de derecho la misma facultad que el derecho común confiere al vicario general» (CD 27).

54. Conforme al dictamen conciliar, el CIC (c. 383, §2) establece que el obispo, «si hay en su diócesis fieles de otro rito, provea a sus necesidades espirituales mediante sacerdotes o parroquias de ese rito, o mediante un vicario episcopal». Este, según el c. 476 del CIC, «tiene la misma potestad ordinaria que por derecho universal compete al Vicario general», también con relación a los fieles de un determinado rito. El CIC, después de haber enunciado el principio de la territorialidad de la parroquia, establece, en efecto, que «donde convenga, se constituirán parroquias personales, en razón del rito» (c. 518).

55. En caso de que así se proceda, dichas parroquias serán jurídicamente parte integrante de la diócesis latina, y los párrocos del mismo rito serán miembros del presbiterio diocesano del obispo latino. Hay que notar, sin embargo, que si bien los fieles, en la hipótesis prevista por los cánones arriba mencionados, se hallan en el ámbito de jurisdicción del obispo latino, es oportuno que éste, antes de crear parroquias personales o designar un presbítero como asistente o párroco, o incluso un vicario episcopal, se ponga en contacto tanto con la Congregación para las Iglesias Orientales, como con la respectiva jerarquía, y en particular con el patriarca.

Cabe recordar, aquí, que el CCEO (c. 193, §3) prevé, en caso de que los obispos de una eparquía instituyan este tipo de presbíteros, de párrocos o vicarios episcopales para atender a los fieles cristianos de las Iglesias patriarcales, que se pongan en contacto con los patriarcas correspondientes y, si éstos lo aprueban, hagan uso de su propia autoridad informando al respecto, lo más pronto posible, a la Sede Apostólica; si los patriarcas, por el contrario, disienten por cualquier motivo, el asunto ha de ser presentado al examen de la Sede Apostólica.[54] Aunque en el CIC falte una mención expresa a este tema, la disposición debería valer, por analogía, también para los obispos diocesanos latinos.

Inmigrantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales

56. La presencia, siempre más numerosa, de inmigrantes cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, ofrece a las Iglesias particulares nuevas posibilidades de vivir la fraternidad ecuménica en lo concreto de la vida diaria y de establecer, lejos de fáciles irenismos y del proselitismo, una mayor comprensión recíproca entre Iglesias y Comunidades eclesiales. Se trata de poseer ese espíritu de caridad apostólica que, por un lado, respeta la conciencia del otro y reconoce los bienes que allí encuentra, pero que, por otro, puede esperar también la oportunidad para transformarse en instrumento de un encuentro más profundo entre Cristo y el hermano. Los fieles católicos no deben olvidar que es también un servicio, y un signo de amor grande, acoger a los hermanos en la plena comunión con la Iglesia. En todo caso, «si los sacerdotes, ministros o comunidades que no están en plena comunión con la Iglesia católica no tienen un lugar, ni los objetos litúrgicos necesarios para celebrar dignamente sus ceremonias religiosas, el obispo diocesano puede permitirles que utilicen una iglesia o un edificio católico e incluso prestarles los objetos necesarios para su culto. En circunstancias análogas, se les puede permitir la celebración de entierros y oficios religiosos en los cementerios católicos".[55]

57. Hay que recordar aquí la legitimidad, en determinadas circunstancias, para los no católicos, de recibir la Eucaristía junto con los católicos, según lo que afirma también la reciente Encíclica Ecclesia de Eucharistia. En efecto, «si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso, el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial. En ese sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la Eucaristía del ministro católico (cfr. OE 27). Este modo de actuar ha sido ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica (cfr. CIC c. 844, §§3-4 y CCEO c. 671, §§3-4)».[56]

58. De todos modos, habrá que observar un recíproco y especial respeto por los respectivos ordenamientos, tal como lo recomienda el Directorio para la Aplicación de los Principios y Normas sobre el Ecumenismo: «Los católicos deben demostrar un sincero respeto por la disciplina litúrgica y sacramental de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales: éstas están invitadas a mostrar el mismo respeto por la disciplina católica».[57]

Dichas disposiciones y el «ecumenismo de la vida diaria» (PaG 64), en el caso de los emigrantes, no dejarán de producir efectos benéficos. Momentos destacados de empeño ecuménico podrán ser, en cualquier caso, las grandes fiestas litúrgicas de las distintas Confesiones, las tradicionales Jornadas mundiales de la paz, del emigrante y el refugiado, y la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos.

Inmigrantes de otras religiones, en general

59. En estos últimos tiempos, se ha ido incrementado cada vez más, en los países de antigua tradición cristiana, la presencia de inmigrantes no cristianos, respecto a los cuales ofrecen una sólida orientación varios documentos del Magisterio, en especial la Encíclica Redemptoris Missio,[58] así como la Instrucción Diálogo y anuncio.[59]

La Iglesia se empeña también en favor de los inmigrantes no cristianos, mediante la promoción humana y el testimonio de la caridad, que conlleva ya de por sí un valor evangelizador, propicio para abrir los corazones al anuncio explícito del Evangelio, realizado con la debida prudencia cristiana y el total respeto de la libertad. Los inmigrantes que pertenecen a otra religión han de ser apoyados en toda circunstancia, en la medida de lo posible, para que conserven la dimensión trascendente de la vida.

La Iglesia por tanto, está llamada a entrar en diálogo con ellos, «diálogo [que] debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación» (RMi 55; cfr. también PaG 68).

60. Esto exige que las comunidades católicas de acogida aprecien cada vez más su propia identidad, reafirmen su fidelidad a Cristo y conozcan bien los contenidos de la fe, redescubran la dimensión misionera y, por tanto, se comprometan a dar testimonio de Jesucristo, el Señor, y de su Evangelio. Es una condición necesaria para que exista una disponibilidad a un diálogo sincero, abierto y respetuoso con todos, pero que no sea ingenuo ni improvisado (cfr. PaG 64 y 68).

En particul
ar es tarea de los cristianos ayudar a los inmigrantes a insertarse en el tejido social y cultural del país que los recibe, aceptando sus leyes civiles (cfr. PaG 72). Con el testimonio de vida, sobre todo, los cristianos están llamados a denunciar ciertos rasgos que se presentan como valores en los países industrializados y ricos (materialismo y consumismo, relativismo moral e indiferentismo religioso), y que podrían hacer mella en las convicciones religiosas de los inmigrantes.

Más aún, es de desear que dicho compromiso en favor de los inmigrantes no sea sólo obra de los cristianos, considerados individualmente, o de las tradicionales organizaciones de ayuda y socorro, sino que forme parte también del programa general de los movimientos eclesiales y asociaciones laicales (cfr. CfL 29).

Cuatro puntos a los que se debe prestar atención particular

61. Para evitar, en todo caso, malentendidos y confusiones, considerando las diferencias que reconocemos mutuamente, por respeto a los propios lugares sagrados y también a la religión del otro, no estimamos oportuno que los espacios que pertenecen a los católicos – iglesias, capillas, lugares de culto, locales reservados a las actividades específicas de evangelización y de pastoral – se pongan a la disposición de las personas pertenecientes a religiones no cristianas, ni mucho menos que sean utilizados para obtener la aprobación de reivindicaciones dirigidas a las autoridades públicas. En cambio, los espacios de carácter social – para el tiempo libre, el recreo y otros momentos de socialización – podrían y deberían permanecer abiertos a las personas pertenecientes a otras religiones, dentro del respeto de las normas que se siguen en dichos espacios. La socialización que en ellos se lleva a cabo podría ser una ocasión para favorecer la integración de los recién llegados y preparar mediadores culturales capaces de ayudar a superar las barreras culturales y religiosas, promoviendo así un adecuado conocimiento recíproco.

62. Las escuelas católicas (cfr. EEu 59 y PaG 52), además, no deben renunciar a sus características peculiares y al propio proyecto educativo de orientación cristiana, cuando en ellas se reciben a los hijos de inmigrantes de otras religiones.[60] Se informará al respecto con toda claridad a los padres que quieran inscribir a sus hijos. Asimismo, ningún niño será obligado a participar en las liturgias católicas o a cumplir gestos contrarios a sus propias convicciones religiosas.

Por su parte, las horas de religión previstas en el plan de estudios, si se realizan con fines de enseñanza escolástica, podrían, libremente, servir a los alumnos para conocer una creencia distinta de la propia. En cualquier caso, en estas horas se educará a todos al respeto, sin relativismos, hacia las personas que tienen una distinta convicción religiosa.

63. Por lo que se refiere al matrimonio entre católicos y inmigrantes no cristianos, habrá que desaconsejarlo, aunque con distintos grados de intensidad, según la religión de cada cual, con excepción de casos especiales, según las normas del CIC y del CCEO. Habrá que recordar, en efecto, con las palabras del Papa Juan Pablo II, que «En las familias en las que ambos cónyuges son católicos, es más fácil que ellos compartan la propia fe con los hijos. Aun reconociendo con gratitud aquellos matrimonios mixtos que logran alimentar la fe, tanto de los esposos como de los hijos, la Iglesia anima los esfuerzos pastorales que se proponen fomentar los matrimonios entre personas que tienen la misma fe».[61]

64. Por último, en las relaciones entre cristianos y personas que se adhieren a otras religiones tiene gran importancia el principio de la reciprocidad, entendida no como una actitud meramente reivindicativa, sino como una relación fundada en el respeto mutuo y en la justicia, en los tratamientos jurídico-religiosos. La reciprocidad es también una actitud del corazón y del espíritu que nos hace capaces de vivir, todos juntos, en todas partes, con iguales derechos y deberes. Una sana reciprocidad impulsa a todos a ser «abogados» de los derechos de las minorías allí donde la propia comunidad religiosa es mayoritaria. Piénsese, en este caso, también en los numerosos emigrantes cristianos que se hallan en Países donde la mayoría de la población no es cristiana y el derecho a la libertad religiosa se ve seriamente limitado o atropellado.

Inmigrantes musulmanes

65. A este propósito, se destaca, hoy, con porcentajes elevados o en aumento en algunos países, la presencia de inmigrantes musulmanes hacia los que este Consejo Pontificio extiende también su cuidado.

El Concilio Vaticano II indica, al respecto, la actitud evangélica que se ha de asumir e invita a purificar la memoria de las incomprensiones del pasado, a cultivar los valores comunes, y a definir y respetar las diversidades sin renunciar a los principios cristianos.[62] Por lo tanto, se recomienda a las comunidades católicas el discernimiento. Se trata de distinguir, en las doctrinas y prácticas religiosas y en las leyes morales del Islam, lo que es posible compartir, y lo que no lo es.

66. La creencia en Dios Creador y Misericordioso, la oración diaria, el ayuno, la limosna, la peregrinación, la ascesis para dominar las pasiones, la lucha contra la injusticia y la opresión, son todos ellos valores comunes, presentes también en el Cristianismo, aunque tengan expresiones y manifestaciones distintas. Junto a estas convergencias, se presentan también divergencias, algunas de las cuales están relacionadas con los logros legítimos de la modernidad. Teniendo en cuenta especialmente los derechos humanos, aspiramos, por tanto, a que se produzca en nuestros hermanos y hermanas musulmanes una creciente toma de conciencia sobre el carácter imprescindible del ejercicio de las libertades fundamentales, de los derechos inviolables de la persona, de la igual dignidad de la mujer y del hombre, del principio democrático en el gobierno de la sociedad y de la correcta laicidad del estado. Habrá, asimismo, que llegar a una armonía entre la visión de fe y la justa autonomía de la creación.[63]

67. Si se presenta, entonces, una solicitud de matrimonio de una mujer católica con un musulmán – permaneciendo invariado lo que se ha afirmado en el nº 63, y teniendo siempre en cuenta los juicios pastorales locales – debido también a los resultados de amargas experiencias, habrá que realizar una preparación muy esmerada y profunda durante la cual se ayudará a los novios a conocer y a «asumir», con toda conciencia, las profundas diversidades culturales y religiosas que tendrán que afrontar, tanto entre ellos, como con las familias y el ambiente de origen de la parte musulmana, al cual posiblemente tendrán que regresar después de una estancia en el exterior.

Si se presenta el caso de transcripción del matrimonio en el consulado del estado de origen, islámico, la parte católica tendrá que abstenerse de pronunciar o de firmar documentos que contengan la shahada (profesión de creencia musulmana).

Los matrimonios entre católicos y musulmanes, si se celebran a pesar de todo, necesitarán, además de la dispensa canónica, el apoyo de la comunidad católica, antes y después del matrimonio. Uno de los servicios importantes del asociacionismo, del voluntariado y de los consultorios católicos será la ayuda a esas familias en la educación de los hijos y, posiblemente, el apoyo a la parte menos tutelada de la familia musulmana, es decir, a la mujer, para que conozca y haga valer sus propios derechos.

68. Para concluir, por lo que se refiere al bautismo de los hijos, las normas de las dos religiones, como es bien sabido, se oponen fuertemente. Es necesario, pues, plantear el problema con toda claridad durante la preparación al matrimonio, y la parte católica tendrá que comprometerse a todo lo que exige la Ig
lesia.

La conversión y la solicitud del Bautismo, por parte de musulmanes adultos, requieren también una ponderada atención, tanto por la naturaleza particular de la religión musulmana, como por las consecuencias que se derivan.

El diálogo interreligioso

69. Las sociedades actuales, cada vez más variadas, desde un punto de vista religioso, debido también a los flujos migratorios, exigen a los católicos una disponibilidad convencida hacia el verdadero diálogo interreligioso (cfr. PaG 68). Con tal fin, en las Iglesias particulares habrá que garantizar a los fieles, y a los mismos agentes de pastoral, una sólida formación e información sobre las otras religiones para eliminar prejuicios, superar el relativismo religioso y evitar obstrucciones y temores injustificados que frenan el diálogo y levantan barreras, provocando incluso violencia e incomprensiones. Las Iglesias locales procurarán incluir esta formación en los programas educativos de los seminarios y de las escuelas y parroquias.

El diálogo entre las religiones no debe entenderse, sin embargo, solamente como una búsqueda de puntos comunes para construir juntos la paz, sino sobre todo para recuperar las dimensiones comunes dentro de las respectivas comunidades. Nos referimos a la oración, el ayuno, la vocación fundamental del hombre, la apertura al Trascendente, la adoración a Dios, la solidaridad entre las naciones [64].

Pero debe permanecer firme para nosotros el anuncio irrenunciable, explícito o implícito, según las circunstancias, de la salvación en Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, hacia el cual tiende toda la obra de la Iglesia, de tal manera que ni el diálogo fraterno, ni el intercambio y el compartir los valores «humanos» puedan menoscabar el compromiso eclesial de la evangelización (cfr. Rmi 10-11 y PaG 30).

IIIª Parte

AGENTES DE UNA PASTORAL DE COMUNIÓN

En las Iglesias emisoras y receptoras

70. Para que la pastoral de los emigrantes sea una pastoral de comunión (es decir, que nace de la eclesiología de comunión y tiende a la espiritualidad de comunión), es indispensable que se establezca entre las Iglesias emisoras y receptoras una intensa colaboración, que se origine, en primer lugar, de la información recíproca sobre todo aquello que tiene un común interés pastoral. Sería impensable que no mantengan un diálogo y un intercambio sistemático, con encuentros periódicos, sobre los problemas que interesan a miles de emigrantes. Para lograr una mayor coordinación de todas las actividades pastorales en favor de los inmigrantes, las Conferencias episcopales la confiarán a una Comisión especial y nombrarán un director nacional que animará las correspondientes Comisiones diocesanas. Si no hubiese la posibilidad de crear esta Comisión, la coordinación del cuidado pastoral a los inmigrantes estará confiada, por lo menos, a un Obispo Encargado o Promotor. Así se demostrará que la asistencia espiritual a los que están lejos de su patria es un compromiso efectivamente eclesial, una tarea pastoral que no se puede confiar únicamente a la generosidad individual, de los presbíteros, religiosos/religiosas o laicos, sino que ha de ser apoyada por las Iglesias locales, incluso materialmente (cfr. PaG 45).

71. Las conferencias episcopales se preocuparán, igualmente, por confiar a las facultades universitarias católicas de su territorio la tarea de profundizar en los varios aspectos de las migraciones mismas, en beneficio del servicio pastoral concreto en favor de los emigrantes. Se podrán programar al respecto cursos obligatorios de especialización teológica.

En los seminarios no podrá faltar tampoco una formación que tenga en cuenta el fenómeno migratorio, que ya ha alcanzado una escala planetaria. Así, «las universidades y los seminarios, aún eligiendo libremente la orientación programática y metodológica, ofrecerán el conocimiento de temas fundamentales, como las distintas formas migratorias (definitivas o estacionales, internacionales e internas), las causas de los movimientos, las consecuencias, las grandes líneas de una acción pastoral adecuada, el estudio de los documentos pontificios y de las Iglesias particulares».[65]

En todo caso, «los Cuadernos universitarios del Consejo Pontificio [entonces Comisión] para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, junto con la revista [People] on the Move, además de las publicaciones de los documentos del Magisterio sobre el tema, podrán constituir, por lo menos en un principio, una válida ayuda para la enseñanza de la temática migratoria».[66]

La Exhortación Apostólica postsinodal Pastores dabo vobis recuerda expresamente que las experiencias pastorales de los seminaristas tendrán que estar orientadas también hacia los nómadas y los emigrantes.[67]

72. La celebración anual de la Jornada (o semana) mundial del Emigrante y del Refugiado será también la ocasión de un compromiso cada vez más intenso, y de una atención diligente hacia el tema específico que presenta cada año el Sumo Pastor en un Mensaje especial. Este Consejo Pontificio propone que dicha Jornada se celebre universalmente en una única fecha fija, con el fin de ayudar a vivir todos juntos, ante Dios, – también en el mismo espacio temporal -, un día de oración, acción y sacrificio en favor de la causa del emigrante y del refugiado.

Podrá asumir gran relevancia, además de dicha Jornada, un encuentro anual del obispo/eparca, posiblemente en la catedral, con los distintos grupos étnicos presentes en la diócesis/eparquía. En algunos lugares, donde ya se celebra, ese acontecimiento es llamado «fiesta de los pueblos».

El coordinador nacional para los capellanes/misioneros

73. Entre los agentes de la pastoral al servicio de los inmigrantes, destaca el papel del coordinador nacional, creado más como ayuda para los capellanes/misioneros de una determinada lengua o de un país, que para los inmigrantes mismos; de suyo, es más bien la expresión de la Iglesia ad quam en favor de los capellanes/misioneros mismos, sin que se le considere su representante. El coordinador está al servicio de los capellanes/misioneros que reciben la «declaración de idoneidad» – es decir, el rescripto que da la Conferencia episcopal a qua (cfr. DPMC 36,2) – en los países con un gran número de inmigrantes procedentes de una determinada nación.

74. El coordinador nacional desempeña funciones de fraterna vigilancia con los capellanes/misioneros, como moderador y coordinador entre las distintas comunidades. No tiene, en cambio, competencia directa con relación a los inmigrantes; éstos, en virtud del domicilio o del cuasi domicilio, dependen de la jurisdicción de los ordinarios/jerarcas de las iglesias particulares o de las eparquías. Tampoco tiene potestad de jurisdicción sobre los capellanes/misioneros; éstos, por lo que se refiere a las facultades y al ejercicio del ministerio, dependen del ordinario/jerarca del lugar, del que reciben las relativas facultades. El coordinador nacional tendrá que actuar, por consiguiente, en estrecha relación con los directores nacionales y diocesanos de la pastoral migratoria.

El capellán/misionero de los emigrantes

75. En continuidad con los anteriores documentos eclesiales,[68] queremos subrayar aquí, ante todo, la necesidad de una preparación particular para la pastoral específica de los emigrantes (cfr. PaG 72), que implica una auténtica dimensión misionera y tiene un fin eminentemente espiritual. Dicha preparación se efectúa en comunión y bajo la responsabilidad también del ordinario/jerarca local del país emisor.

76. En dicho contexto, es preciso subrayar que «la complejidad y la frecuente evolución que se registra en los fenómeno
s del movimiento migratorio hace necesaria, para la orientación de la pastoral, la obra de instituciones complementarias destinadas a seguir tales fenómenos y a dar valoraciones objetivas de los mismos. Se trata de centros pastorales para grupos étnicos, pero sobre todo de centros de estudio interdisciplinarios que reúnan las materias necesarias para la elaboración y la realización de la pastoral» (cfr. CMU 40). Estas investigaciones deberían también orientar los estudios en los seminarios, en los institutos de formación y en los centros pastorales, y ser utilizadas directamente para la preparación de los agentes de la pastoral de la emigración.

77. Ser capellán/misionero de los inmigrantes eiusdem sermonis (de la misma lengua) no significa, sin embargo, permanecer encerrado dentro de los límites de un único modo exclusivo, nacional, de vivir y expresar la fe. Si, por un lado, es preciso subrayar la urgencia de una pastoral específica, fundada en la necesidad de transmitir el mensaje cristiano utilizando un vehículo cultural que responda a la formación y a la justa exigencia del destinatario, por el otro, es importante reafirmar que dicha pastoral específica exige una apertura a un mundo nuevo y un esfuerzo para insertarse en él, hasta llegar a la participación plena de los inmigrantes en la vida diocesana.

En este camino el capellán/misionero tendrá que ser el hombre-puente, que pone en comunicación la comunidad de los inmigrantes con la comunidad receptora. Él está con ellos para hacer Iglesia, en comunión ante todo con el obispo diocesano o de la eparquía, y con los hermanos en el sacerdocio, en particular con los párrocos que tienen a su cargo la misma cura pastoral (cfr. DPMC 30,3). Por eso es necesario que conozca y aprecie la cultura del lugar adonde ha sido llamado a ejercer su ministerio, domine el idioma, sepa dialogar con la sociedad donde vive y haga estimar y respetar el país receptor, hasta llegar a amarlo y defenderlo. El capellán/misionero de los inmigrantes, aunque se base, para su pastoral, en el aspecto étnico o lingüístico, sabe muy bien que la atención a los inmigrantes debe traducirse también en construcción de una Iglesia con una aspiración ecuménica y misionera (cfr. RMi 10-11; DPMC 30,2).

78. Los responsables de la pastoral de la emigración, por consiguiente, deberán ser suficientemente expertos en comunicación intercultural, característica que deben procurar también los responsables locales de la pastoral, pues todos los que llegan del exterior no pueden realizar por sí solos esa mediación cultural.

Entre las tareas principales del agente de la pastoral de la migración están, sobre todo, las siguientes:

– la tutela de la identidad étnica, cultural, lingüística y ritual del inmigrante, ya que para él será impensable una acción pastoral eficaz que no respete y valorice el patrimonio cultural de los inmigrantes, y que debe naturalmente entrar en diálogo con la Iglesia y la cultura local para responder a las nuevas y futuras exigencias;

– la guía en el camino de una justa integración que evita el gueto cultural y lucha, al mismo tiempo, contra la simple asimilación de los inmigrantes a la cultura local;

– la encarnación de un espíritu misionero y evangelizador que comparte las situaciones y condiciones de los inmigrantes, con capacidad de adaptación y de contactos personales, en un ambiente de auténtico testimonio de vida.

Presbíteros diocesanos/de la eparquía como capellanes/misioneros

79. Los capellanes/misioneros pueden ser presbíteros diocesanos/de una eparquía (que permanecen, por lo general, incardinados en su propia diócesis/eparquía y van al extranjero para ejercer temporalmente la cura pastoral de los emigrantes), o presbíteros religiosos. Uno y otro, tanto el presbítero diocesano/de la eparquía, como el religioso, asumen una misma misión, desde sus vocaciones peculiares, distintas y complementarias.

Los presbíteros diocesanos/de una eparquía que ejercen la cura pastoral en una diócesis/eparquía donde no están incardinados, quedan integrados en ella, de hecho, de modo que forman parte, con todo derecho, del presbiterio diocesano/de la eparquía,[69] situación por lo demás, en que se encuentra también el religioso. Por tanto, no se insistirá nunca lo suficiente en la necesidad de que los capellanes/misioneros permanezcan unidos en fraterna concordia, además de estarlo con el ordinario/jerarca local y con el clero de la diócesis/eparquía que los recibe, sobre todo con los párrocos. Con este objeto, podrá ser útil la participación en las reuniones sacerdotales y en los encuentros diocesanos/de la eparquía, así como una constante presencia en las sesiones de estudio en materia social, moral, litúrgica y pastoral, condición sine qua non para realizar una auténtica pastoral dentro de una mutua colaboración, solidaridad y corresponsabilidad (cfr. DPMC 42). Será necesaria una unidad en la acción, para que tenga eficacia entre los inmigrantes y los autóctonos. Dicha solidaridad de intenciones y de obras ofrecerá así un óptimo ejemplo de adaptación y de colaboración y se obtendrá, de tal modo, un conocimiento recíproco y el respeto por el patrimonio cultural de cada cual.

Presbíteros y hermanos religiosos y religiosas

comprometidos en favor de los emigrantes

80. En la pastoral migratoria, los religiosos y las religiosas han tenido siempre un papel muy importante. Por eso la Iglesia ha confiado y sigue confiando mucho en su aportación. A este respecto, la comunidad católica reconoce la vocación religiosa como don particular del Espíritu, que la Iglesia acoge, conserva e interpreta para hacerlo crecer y desarrollar según su propio dinamismo.[70] Ese mismo Espíritu ha suscitado, en el transcurso de la historia, institutos cuya finalidad específica es el apostolado con los emigrantes,[71] con su propia organización.

Nos parece un deber recordar, al respecto, el apostolado de las religiosas, muy a menudo comprometidas en la pastoral entre los emigrantes, con carismas y obras específicas y de gran importancia pastoral, que tienen presente, en particular, lo que afirma la Exhortación Apostólica postsinodal Vita consecrata: «También el futuro de la nueva evangelización, como de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas» (n. 57). Y además: «Urge por tanto dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y en todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente».[72]

81. Además de los que se han mencionado, también otros institutos religiosos, aunque no tengan ese objetivo específico, están cordialmente invitados a asumir una parte de esta responsabilidad. En efecto, «será siempre oportuno y loable que se dediquen a la cura espiritual de esta categoría de fieles, atendiendo especialmente a las obras que responden mejor a su particular índole y finalidad» (DPMC 53,2). Es la aplicación concreta de una directriz conciliar que dice: «sobretodo, tendiendo a las necesidades urgentes de las almas y la escasez del clero diocesano, los institutos religiosos no dedicados a la mera contemplación pueden ser llamados por el obispo para que ayuden en los varios ministerios pastorales, teniendo en cuenta, sin embargo, la índole propia de cada instituto. Para prestar esta ayuda, los superiores han de estar dispuestos, según sus posibilidades, para recibir también el encargo parroquial, incluso temporalmente» (CD 35).

82. Si todos los institutos religiosos, pues, están invitados, a tener en cuenta el fenómeno de la movilidad humana en
su pastoral, deben igualmente considerar con generosidad la posibilidad de designar a algunos religiosos o religiosas para trabajar en el campo de las migraciones. Muchos de ellos, en efecto, son capaces de hacer una notable aportación en la asistencia a los emigrantes porque disponen de religiosos con una formación diversificada, procedentes de varias naciones, que pueden, con relativa facilidad trasladarse a naciones distintas de la propia.

Es en el campo de las migraciones donde, a nuestro entender, destaca de forma particular el papel que atribuye a los religiosos la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. En efecto, «ellos son por su vida signo de total disponibilidad para con Dios, la Iglesia, los hermanos. Por esto, asumen una importancia especial en el marco del testimonio que … es primordial en la evangelización. Este testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento, de pureza y de transparencia, de abandono en la obediencia puede ser a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores» (EN 69).

83. La Instrucción conjunta del 25 de marzo de 1987, sobre el compromiso pastoral en favor de los emigrantes y refugiados, publicada por la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y por la Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, y dirigida a todos los Superiores y Superioras generales, subraya, precisamente, esta exigencia de atención pastoral. El llamamiento a los religiosos para que asuman un compromiso particular con los emigrantes y refugiados encuentra motivaciones profundas en una especie de correspondencia entre las esperanzas íntimas de estos desarraigados de su tierra y la vida religiosa; son esperanzas, con frecuencia no expresadas, de pobres sin perspectivas de seguridad, de marginados, a menudo frenados en su anhelo de fraternidad y comunión. La solidaridad hacia ellos, ofrecida voluntariamente por quienes han elegido vivir pobres, castos y obedientes, además de ser un apoyo en su difícil condición, constituye también un testimonio de valores capaces de despertar la esperanza en situaciones sumamente tristes (cfr. n. 8). Es de aquí que nace una invitación apremiante a todos los institutos de vida consagrada y a las sociedades de vida apostólica, para que extiendan con generosidad los límites de su compromiso propio mediante una auténtica dimensión misionera, que debería ser tomada en consideración especialmente por las congregaciones religiosas con un específico propósito misionero.[73]

84. Desde luego, muchos institutos religiosos son cada vez más conscientes de que el problema migratorio interpela, más o menos directamente, su carisma. Pero para que esa disposición de ánimo y las peticiones del Magisterio se traduzcan en un compromiso concreto, deseamos sugerir aquí a los Superiores y Superioras generales que presten una generosa colaboración a los agentes de la pastoral para los inmigrantes y refugiados, designando a algunos religiosos para trabajar en ese sector, con la solidaridad y la colaboración de toda la comunidad religiosa. Se podría también pensar en dejar disponible con este intención, en forma estable o periódica, algún local inutilizado en los edificios de su instituto.

Se solicita, igualmente, que en las cartas circulares a sus hermanos y hermanas religiosos y en los encuentros comunitarios los Superiores den importancia, de vez en cuando, a la urgencia del problema de los inmigrantes y refugiados, señalando la atención sobre los correspondientes documentos de la Iglesia y sobre la palabra del Sumo Pontífice. A este respecto, habría que introducir también este tema con ocasión de los capítulos generales y provinciales y en los cursos de puesta al día y de formación permanente. Igualmente, los futuros presbíteros tendrían por lo menos que considerar la posibilidad de prepararse a ejercer su ministerio, o parte de él, entre los emigrantes[74].

85. Por lo que se refiere a la vida concreta de los religiosos y las religiosas comprometidos en el servicio a los emigrantes, es útil subrayar, como criterio fundamental, la necesidad de que la vida religiosa sea tutelada y valorizada en su inspiración y en sus formas particulares. Ella es, en sí misma, la imagen de la perfecta caridad, un carisma cuyas riquezas aprovechan a toda la comunidad. La pastoral de los emigrantes necesita, ciertamente, de las comunidades religiosas, pero es preciso que ellas estén en las condiciones de vivir y de actuar dentro de la observancia y la adhesión a sus propias normas constitucionales. Lo pone de relieve el documento Mutuae relationes: «Es necesario por lo mismo que en las actuales circunstancias de evolución cultural y de renovación eclesial, la identidad de cada instituto sea asegurada de tal manera que pueda evitarse el peligro de la imprecisión con que los religiosos sin tener suficientemente en cuenta el modo de actuar propio de su índole, se insertan en la vida de la Iglesia de manera vaga y ambigua» (MR 11).

Laicos, asociaciones laicales y movimientos eclesiales:

por un compromiso entre los inmigrantes

86. En la Iglesia y en la sociedad, los laicos, las asociaciones laicales y los movimientos eclesiales, aun dentro de la diversidad de carismas y ministerios, están llamados a cumplir con el compromiso de testimonio cristiano y de servicio, también entre los inmigrantes.[75] Pensamos, en especial, en los colaboradores pastorales y en los catequistas, en los animadores de grupos de jóvenes o de adultos, del mundo del trabajo y del servicio social y caritativo (cfr. PaG 51).

En una Iglesia que se esfuerza por ser enteramente misionera-ministerial, impulsada por el Espíritu, se debe poner de relieve el respeto por los dones de todos. En relación con esto, los fieles laicos ocupan espacios de justa autonomía, pero asumen también tareas típicas de diaconía, como en la visita a los enfermos, el apoyo a los ancianos, la guía de grupos juveniles y la animación de asociaciones familiares, el compromiso en la catequesis y en los cursos de formación profesional, en la escuela y en las tareas administrativas y, además, en el servicio litúrgico y en los centros de escucha, así como en los encuentros de oración y de meditación de la Palabra de Dios.

87. Otros compromisos, incluso más específicos, de intervención de los laicos pueden ser el sindicato y el ambiente de trabajo, el asesoramiento y la participación en la elaboración de leyes cuya finalidad es facilitar la reunión familiar de los inmigrantes y la igualdad de derechos y oportunidades. Entre éstos se encuentran el acceso a los bienes esenciales, al trabajo y al salario, a la casa, a la escuela y a la participación del inmigrante en la vida de la comunidad civil (elecciones, asociaciones, actividades recreativas, etc.).

En el campo eclesial, se podría pensar más específicamente en la posibilidad de crear un ministerio especial (no ordenado) de acogida, cuya función sería la de acercarse a los inmigrantes y refugiados e introducirlos progresivamente en la comunidad civil y eclesial, o ayudarles con miras a un posible retorno a la patria. Se prestará especial atención, en este contexto, a los estudiantes extranjeros.

88. Por todo ello será precisa, también para los laicos, una formación sistemática (cfr. PaG 51), que suponga no una simple transmisión de ideas y de conceptos, sino sobre todo una ayuda, también intelectual naturalmente, con vistas a un auténtico testimonio de vida cristiana. Asimismo, las comunidades étnico-lingüísticas están llamadas a ser educadoras, antes que ser centros de organización. Con esta visión cada vez más amplia, se abrirá el campo para una formación permanente y sistemática.

Por lo demás, el testimonio cristiano de los laicos en la construcción del Reino de Dios está
, desde luego, en la punta de ángulo de varias cuestiones importantes, como las relaciones Iglesia-mundo, fe-vida y caridad-justicia.

IVª Parte

ESTRUCTURAS DE UNA PASTORAL MISIONERA

Unidad en la pluralidad: problemática

89. Son muchos los motivos que exigen una integración siempre más profunda de la atención específica a los inmigrantes en la pastoral de las Iglesias particulares (cfr. DPMC 42), de la que el primer responsable es el obispo diocesano/de la eparquía, en el pleno respeto de la diversidad y del patrimonio espiritual y cultural de los inmigrantes, superando el cerco de la uniformidad (cfr. PaG 65 y 72), y distinguiendo la cura de almas de carácter territorial, de aquella radicada en al pertenencia étnica, lingüística, cultural y de rito.

En dicho contexto, las Iglesias receptoras están llamadas a integrar la realidad concreta de las personas y de los grupos que las componen, poniendo en comunión los valores de cada uno, al estar todos llamados a formar una Iglesia concretamente católica: «Se realiza así en la Iglesia local la unidad en la pluralidad, o sea, aquella unidad que no es uniformidad sino armonía, en la cual todas las legítimas diversidades quedan asumidas en la común tensión unitaria» (CMU 19).

De este modo, la Iglesia particular contribuirá a la creación en el Espíritu de Pentecostés de una nueva sociedad en la que las distintas lenguas y culturas ya no constituirán límites insuperables, como después de Babel, sino en la cual, precisamente en esa diversidad, es posible realizar una nueva manera de comunicación y de comunión (cfr. PaG 65).

En esta realidad, la pastoral de los inmigrantes es un servicio eclesial para los fieles de idioma y cultura distintos de aquellos del país que los acoge y, al mismo tiempo, garantiza una aportación específica de las colectividades extranjeras para la construcción de una Iglesia que ha de ser signo e instrumento de unidad, con miras a una humanidad renovada. Es ésta una visión que se ha de profundizar y asimilar, incluso para evitar posibles tensiones entre parroquias autóctonas y capellanías para los inmigrantes, entre presbíteros autóctonos y capellanes/misioneros. En este mismo contexto, hay que considerar la clásica distinción entre primera, segunda y tercera generación de inmigrantes, cada cual con sus propias características y problemas específicos.

90. El problema de la inserción eclesial de los inmigrantes se plantea, sobre todo, en dos niveles: uno que llamaríamos canónico-estructural y el otro teológico-pastoral.

El carácter planetario que tiene ahora el fenómeno de la movilidad humana implica la superación a largo plazo de una pastoral generalmente mono-étnica que, en el fondo, ha caracterizado hasta ahora tanto las capellanías/misiones extranjeras, como las parroquias territoriales de los países receptores, esto con miras a una pastoral fundada en el diálogo y en una constante y mutua colaboración.

Por lo que se refiere a las capellanías/misiones de lengua y cultura distinta, constatamos que la fórmula clásica de la Missio cum cura animarum estaba fundamentalmente vinculada a una inmigración provisional o en fase de adaptación. Dicha solución ya no debería ser hoy la fórmula casi exclusiva de la intervención pastoral para las colectividades de inmigración, que presentan distintos niveles de integración en el país receptor. Es necesario, por tanto, pensar en nuevas estructuras que, por un lado, sean más «estables», con una conveniente configuración jurídica en las Iglesias particulares, y que, por el otro, sigan siendo flexibles y abiertas a una inmigración móvil o temporal. No es nada fácil, pero éste parece ser el desafío del futuro.

Estructuras pastorales

91. Teniendo siempre en cuenta que los inmigrantes deben ser los principales protagonistas de la pastoral, se podrían contemplar así soluciones adecuadas, tanto en el ámbito de la pastoral étnico-lingüística como en el de la pastoral de conjunto (cfr. PaG 72).

Por lo que se refiere al primero, queremos ante todo indicar aquí algunas dinámicas y estructuras pastorales, comenzando por la Missio cum cura animarum, fórmula clásica para las comunidades en formación que se aplica a los grupos étnicos nacionales o de un determinado rito, aún no estabilizados. También en estas capellanías/misiones habrá que insistir cada vez más en las relaciones interétnicas e interculturales.

Se prevé, en cambio, la parroquia personal étnico-lingüística o ritual allí donde existe una colectividad inmigrada que tendrá también en el futuro un reemplazo, y donde la colectividad inmigrada mantiene una consistencia numérica considerable. Esta parroquia dispondrá de los servicios parroquiales característicos (anuncio de la Palabra, catequesis, liturgia, diaconía) y se dedicará sobre todo a los fieles recién inmigrados o estacionales, o sometidos a rotación, y a aquellos que por distintos motivos encuentran dificultades para insertarse en las estructuras territoriales existentes.

Se puede contemplar también el caso de una parroquia local con misión étnico-lingüística o ritual, que se identifica con una parroquia territorial, la cual, gracias a uno o varios agentes de pastoral se hace cargo de uno o varios grupos de fieles extranjeros. El capellán, en este caso, forma parte del equipo de la parroquia.

Puede existir, además, el servicio pastoral étnico-lingüístico de zona, concebido como acción pastoral en favor de los inmigrantes relativamente integrados en la sociedad local. Parece importante, en efecto, conservar algunos elementos de pastoral lingüística, o vinculada a una nacionalidad o a un rito, que garantice los servicios esenciales relacionados con un cierto tipo de cultura y de piedad y que se dedique, al mismo tiempo, a la apertura y la interacción entre la comunidad territorial y los distintos grupos étnicos.

92. En todo caso, cuando sea difícil o no sea oportuna la erección canónica de las mencionadas estructuras estables de atención pastoral, permanece el deber de asistir pastoralmente a los católicos inmigrantes, en las formas que se consideren más eficaces, según las circunstancias, aun prescindiendo de instituciones canónicas especificas. Las cristalizaciones pastorales informales e incluso espontáneas, merecen ser promovidas y reconocidas en las circunscripciones eclesiásticas, al margen de la consistencia numérica de quienes se benefician, cerrando así el paso a la improvisación y a la presencia de agentes de pastoral aislados y no idóneos, incluso a las sectas.

Pastoral de conjunto y ámbitos sectoriales

93. Pastoral de conjunto expresa aquí, sobre todo, aquella comunión que sabe valorar la pertenencia a culturas y pueblos distintos, como respuesta al plan de amor del Padre que construye su Reino de paz, por Cristo, con Cristo y en Cristo, con el poder del Espíritu, en el entramado de las vicisitudes históricas complejas y, al parecer, contradictorias de la humanidad (cfr. NMI 43).

En este sentido, es posible prever:

– la parroquia intercultural e interétnica o interritual, donde se atiende, al mismo tiempo, a la asistencia pastoral a los autóctonos y a los extranjeros residentes en el mismo territorio. La parroquia tradicional territorial sería así un lugar privilegiado y estable de experiencias interétnicas o interculturales, en el que, sin embargo, los grupos individuales conservarían una cierta autonomía;

– la parroquia local, con servicio para los inmigrantes de una o varias etnias, de uno o varios ritos. Se trata de una parroquia territorial formada por la población autóctona, pero cuya iglesia o centro parroquial constituyen puntos de referenci
a, de encuentro y de vida comunitaria también para una o varias comunidades extranjeras.

94. Se podrían prever, en fin, algunos ámbitos, estructuras o sectores pastorales específicos que se dediquen a la animación y a la formación, siempre en el mundo de los inmigrantes, en distintos niveles. Pensamos en:

Centros de pastoral juvenil específica y de propuesta vocacional, con la tarea de promover las correspondientes iniciativas;

Centros de formación de laicos y agentes de pastoral, desde una perspectiva multicultural;

Centros de estudio y reflexión pastoral, con la tarea de seguir la evolución del fenómeno migratorio y de presentar, a quien corresponda, propuestas pastorales adecuadas.

Las unidades pastorales

95. Las unidades pastorales[76] que han surgido desde hace algún tiempo en varias diócesis, podrían constituir en el futuro una plataforma pastoral también para el apostolado entre los inmigrantes. Ellas ponen de relieve, en efecto, el lento cambio de la relación de la parroquia con el territorio, que ve multiplicarse los servicios de cura de almas en el ámbito supraparroquial, la aparición de nuevas y legítimas formas de ministerios y, no en ultimo lugar, una presencia siempre más destacada y numerosa, repartida geográficamente, de la «diáspora» migratoria.

Las unidades pastorales obtendrán los resultados deseados si se sitúan, sobre todo en una dimensión funcional con relación a una pastoral de conjunto, integrada y orgánica; en este mismo marco, también las capellanías/misiones étnico-lingüísticas y rituales podrán gozar de plena aceptación. Las exigencias de la comunión y de la corresponsabilidad se deben manifestar, de hecho, no sólo en las relaciones entre las personas y entre grupos distintos, sino también en las relaciones entre comunidades parroquiales locales y comunidades étnico-lingüísticas o rituales.

Conclusión

UNIVERSALIDAD DE MISIÓN

Semina Verbi (Semillas del Verbo)

96. Las migraciones actuales constituyen el movimiento más amplio de personas, si no de pueblos, de todos los tiempos. Nos permiten el encuentro con hombres y mujeres, hermanos y hermanas nuestros que, por motivos económicos, culturales, políticos o religiosos, abandonan o se ven obligados a abandonar sus propias casas, para acabar, en su mayoría, en campos de prófugos, en megalópolis sin alma, en favelas de los arrabales, donde el inmigrante comparte con frecuencia la marginación con el obrero desocupado, el joven desadaptado y la mujer abandonada. Por eso el inmigrante está siempre a la espera de «gestos» que le ayuden a sentirse acogido, reconocido y valorado como persona. Un simple saludo basta a veces.

Para responder a este anhelo, los consagrados y consagradas, las comunidades, los movimientos eclesiales y las asociaciones laicales, así como los agentes de pastoral, deben sentirse comprometidos a educar, ante todo, a los cristianos, a practicar la acogida, la solidaridad y la apertura hacia los extranjeros, para que las migraciones sean una realidad siempre más «significativa» para la Iglesia, y los fieles puedan descubrir los Semina Verbi (semillas del Verbo) sembradas en las distintas culturas y religiones.[77]

97. En la comunidad cristiana nacida en Pentecostés, las migraciones, en efecto, son parte integrante de la vida de la Iglesia, expresan muy bien su universalidad, favorecen la comunión e influyen en su crecimiento.

Las migraciones, por consiguiente, ofrecen a la Iglesia una ocasión histórica para verificar sus propias notas características. Ella, de hecho, es una, porque expresa, en cierto sentido, incluso la unidad de toda la familia humana; es santa, también para santificar a todos los hombres y para que en ellos sea santificado el nombre de Dios; es católica, igualmente porque se abre a las diversidades que se han de armonizar, y es apostólica, por ultimo, porque está comprometida a evangelizar a todo el hombre y a todos los hombres.

Queda claro, ahora, que no es tanto la lejanía geográfica la que determina la dimensión misionera, cuanto la distancia cultural y religiosa. Por eso, «misión» significa ir hacia cada hombre para anunciarle a Jesucristo y, en Él y en la Iglesia, ponerlo en comunión con toda la humanidad.

Agentes de comunión

98. Superada la fase de emergencia y de adaptación de los inmigrantes en el País receptor, el capellán/misionero tratará de ampliar su propio horizonte para ser «diácono de comunión». Por ser «extranjero» será un recuerdo vivo para la Iglesia local, en todos sus componentes, de su característica catolicidad, y las estructuras pastorales, a cuyo servicio él está, serán el signo, aunque pobre, de una Iglesia particular comprometida en concreto en un camino de comunión universal, dentro del respeto de las legítimas diversidades.

99. Asimismo, todos los fieles laicos, aunque no tengan particulares funciones o tareas, están llamados a emprender un itinerario de comunión que conlleve, precisamente la aceptación de las legítimas diversidades. Pues la defensa de los valores cristianos pasa también a través de la no discriminación de los inmigrantes, sobre todo gracias a una sólida regeneración espiritual de los fieles mismos. El diálogo fraterno y el respeto recíproco, testimonio vivido del amor y de la acogida, serán así, por sí mismos, la primera e indispensable forma de evangelización.

Pastoral dialogante y misionera

100. Las Iglesias particulares están llamadas a abrirse, precisamente a causa del Evangelio, para brindar una mejor acogida a los inmigrantes con iniciativas pastorales de encuentro y diálogo, pero igualmente ayudando a los fieles a superar prejuicios y suspicacias. En la sociedad contemporánea, a la que las migraciones contribuyen a dar una configuración multiétnica, intercultural y multirreligiosa, los cristianos deberán afrontar un capítulo esencialmente inédito y fundamental de la tarea misionera: su ejercicio en las tierras de antigua tradición cristiana (cfr. PaG 65 y 68). Con mucho respeto y atención por las tradiciones y las culturas de los inmigrantes, los cristianos estamos llamados a darles testimonio del Evangelio de la caridad y de la paz también a ellos, y a anunciarles explícitamente la Palabra de Dios, para que les llegue la bendición del Señor, prometida a Abrahán y a su descendencia por siempre.

La pastoral específica para los emigrantes, entre ellos y con ellos, trabada por el diálogo, la comunión y la misión, se transformará en una expresión significativa de la Iglesia, llamada a ser encuentro fraterno y pacífico, casa de todos y edificio sostenido por los cuatro pilares a los que se refiere el Beato Papa Juan XXIII en la Pacem in Terris, a saber: la verdad y la justicia, la caridad y la libertad,[78] frutos del acontecimiento pascual que en Cristo ha reconciliado todo y a todos. De este modo, ella manifestará plenamente que es casa y escuela de comunión (cfr. NMI 43) recibida y participada, de reconciliación solicitada y otorgada, de mutua y fraterna acogida, de auténtica promoción humana y cristiana. Así, «se afirma cada vez más la conciencia de la universalidad innata del organismo eclesial, en el cual nadie puede ser considerado como extranjero o simple huésped, ni marginado por algún motivo» (CMU 29)

La Iglesia y los cristianos, signo de esperanza

101. Ante el amplio movimiento de gentes en camino, ante el fenómeno de la movilidad humana, considerada por algunos como el nuevo «credo» del hombre contemporáneo, la fe nos recuerda que somos todos peregrinos en marcha hacia la Patria. «La vida cristiana es esencialmente l
a Pascua vivida con Cristo, o sea, un pasaje, una migración sublime hacia la Comunión total del Reino de Dios» (CMU 10). La historia toda de la Iglesia resalta su pasión, su santo celo por esta humanidad en camino.

El «extranjero» es el mensajero de Dios que sorprende e rompe la regularidad y la lógica de la vida diaria, acercando a los que están lejos. En los «extranjeros», la Iglesia ve a Cristo que «planta su tienda entre nosotros» (cfr. Jn 1,14) y «llama a nuestra puerta» (cfr. Ap 3,20). Este encuentro – hecho de atención, acogida, coparticipación y solidaridad, de tutela de los derechos de los emigrantes y de empeño evangelizador – revela el constante cuidado de la Iglesia, que descubre en ellos auténticos valores y los considera un gran recurso humano.

102. Por ello, Dios confía a la Iglesia, también ella peregrina en la tierra, la tarea de forjar una nueva creación en Cristo Jesús, recapitulando en Él todo el tesoro de una rica diversidad humana que el pecado ha transformado en división y conflicto (cfr. Ef 1,9-10). En la misma medida en que la presencia misteriosa de esta nueva creación es testimoniada auténticamente en su vida, la Iglesia es signo de esperanza para un mundo que desea ardientemente la justicia, la libertad, la verdad y la solidaridad, es decir, la paz y la armonía.[79] Y, a pesar de los muchos fracasos de proyectos humanos, nobles sin duda, los cristianos, impulsados por el fenómeno de la movilidad, adquieren conciencia del llamamiento a ser siempre y nuevamente en el mundo un signo de fraternidad y comunión, practicando en la ética del encuentro el respeto por las diferencias y la solidaridad.

103. También los emigrantes pueden ser constructores, escondidos y providenciales de esa fraternidad universal, junto con muchos otros hermanos y hermanas, y dan a la Iglesia la oportunidad de realizar con mayor plenitud su identidad de comunión y su vocación misionera, como lo afirma el Vicario de Cristo: «Las migraciones brindan a la Iglesia local la oportunidad de medir su catolicidad, que consiste no sólo en acoger a las distintas etnias, sino y sobretodo, en realizar la comunión de esas etnias. El pluralismo étnico y cultural en la Iglesia no constituye una situación que hay que tolerar en cuanto transitoria, sino una propia dimensión estructural. La unidad de la Iglesia no resulta del origen y del idioma comunes, sino del Espíritu de Pentecostés que, acogiendo en un Pueblo a las gentes de hablas y de naciones distintas, confiere a todos la fe en el mismo Señor y la llamada a la misma esperanza».[80]

104. La Virgen Madre, que junto con su Hijo bendito experimentó el dolor propio de la emigración y del exilio, nos ayude a comprender la experiencia y muchas veces el drama de todos aquellos que se ven obligados a vivir lejos de su propia patria; que nos enseñe a ponernos al servicio de sus necesidades con una acogida verdaderamente fraterna, para que las actuales migraciones sean consideradas un llamamiento, si bien misterioso, al Reino de Dios ya presente como primicia en su Iglesia (cfr. LG 9) e instrumento providencial al servicio de la unidad de la familia humana y de la paz.[81]

ORDENAMIENTO JURÍDICO-PASTORAL

Premisa

Art. 1

§ 1. Al derecho que tienen los fieles de recibir las ayudas que se derivan de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los Sacramentos (CIC c. 213; CCEO c. 16), corresponde el deber de los pastores de proporcionar estas ayudas, en particular a los inmigrantes, dadas sus particulares condiciones de vida.

§ 2. Puesto que con el domicilio o cuasi domicilio los inmigrantes están canónicamente adscriptos a la parroquia y a la diócesis/eparquía (CIC cc. 100-107; CCEO cc. 911-917), corresponde al párroco y al obispo diocesano o de la eparquía prestarles la misma atención pastoral que deben a sus propios sujetos autóctonos.

§ 3. Además, especialmente cuando los grupos de inmigrantes son numerosos, las Iglesias de origen tienen la responsabilidad de cooperar con las Iglesias de llegada para facilitar una efectiva y adecuada asistencia pastoral.

Capítulo I

LOS FIELES LAICOS

Art. 2

§ 1. Los laicos, en el cumplimiento de sus tareas específicas, dedíquense a la realización concreta de lo que exige la verdad, la justicia y la caridad. Ellos deben, por tanto, acoger a los emigrantes como hermanos y hermanas y deben velar porque sus derechos, especialmente aquellos que conciernen a la familia y a su unidad, sean reconocidos y tutelados por las autoridades civiles.

§ 2. Los fieles laicos están llamados, también, a promover la evangelización de los inmigrantes mediante el testimonio de una vida cristiana vivida en la fe, en la esperanza y en la caridad, y con el anuncio de la Palabra de Dios según los modos que les son posibles y propios. Dicho compromiso se hace aún más necesario allí donde, debido a la lejanía o a la dispersión de los asentamientos, o por la escasez de clero, los inmigrantes se encuentran desprovistos de asistencia religiosa. En estos casos, los fieles laicos preocúpense de buscarlos y llevarlos a la iglesia del lugar, así como de prestar su propia ayuda a los capellanes/misioneros y a los párrocos para facilitarles los contactos con los inmigrantes.

Art. 3

§ 1. Los fieles que deciden vivir en el territorio de otro pueblo, esfuércense por estimar el patrimonio cultural de la nación que los acoge, contribuir a su bien común y difundir la fe, sobre todo mediante el ejemplo de la vida cristiana.

§ 2. Allí donde los inmigrantes son más numerosos, ofrézcaseles, en particular, la posibilidad de tomar parte en los consejos pastorales diocesanos/de las eparquías y parroquiales, para que queden realmente insertados también en las estructuras de participación de la Iglesia particular.

§ 3. Permaneciendo invariado el derecho de los inmigrantes de tener asociaciones propias, trátese, no obstante, de facilitar su participación en las asociaciones locales.

§ 4. A los laicos culturalmente mejor preparados y espiritualmente más disponibles, anímeseles y fórmeseles para cumplir con un servicio específico como agentes de pastoral, en estrecha colaboración con los capellanes/misioneros.

Capítulo II

LOS CAPELLANES/MISIONEROS

Art. 4

§ 1. Los presbíteros que han recibido de la Autoridad eclesiástica competente el mandato de prestar asistencia espiritual, de manera estable, a los inmigrantes de la misma lengua o nación, o pertenecientes a la misma Iglesia sui iuris, se denominan capellanes/ misioneros de los inmigrantes y, en virtud de su oficio, gozan de las facultades a las que se refiere el c. 566, §1 del CIC.

§ 2. Dicho oficio ha de confiarse a un presbítero que esté bien preparado para ejercerlo durante un período de tiempo conveniente y que, por sus virtudes, cultura y conocimiento de la lengua, y por otros dones morales y espirituales, se muestre idóneo para ejercer esta específica y difícil tarea.

Art. 5

§ 1. El obispo diocesano o de la eparquía conceda a los presbíteros que desean dedicarse a la asistencia espiritual de los emigrantes, y que estima adecuados para esa misión, la autorización para hacerlo, según lo establecido por el CIC c. 271 y por el CCEO cc. 361-362, así como por las disposiciones del presente ordenamiento jurídico-pastoral.

§ 2. Los Presbíteros que hayan obtenido el debido permiso, al que se refiere el párrafo anterior, pónganse a la disposición de la conferencia episcopal ad quam p
ara el servicio, provistos del documento especial que les ha sido otorgado a través del propio obispo diocesano o de la eparquía y la propia conferencia episcopal, o las competentes estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas, La conferencia episcopal ad quam se encargará de confiar estos presbíteros al cuidado del obispo diocesano o de la eparquía, o de los obispos de las diócesis o eparquías interesadas, que los nombrarán capellanes/misioneros de los inmigrantes.

§ 3. Por lo que se refiere a los presbíteros religiosos que se consagran a la asistencia de los inmigrantes, valen las normas específicas contenidas en el Capítulo III.

Art. 6

§ 1. Cuando, teniendo en cuenta el número de los inmigrantes o la conveniencia de una específica atención pastoral que responda a sus exigencias, se estime necesaria la erección de una parroquia personal, preocúpese el obispo diocesano, o de la eparquía, por establecer claramente, en el acto correspondiente, el ámbito de la parroquia y las disposiciones relativas a los libros parroquiales. Si existiera la posibilidad, téngase en cuenta que los inmigrantes pueden elegir, con toda libertad, la propia pertenencia a la parroquia territorial en la que viven o a la parroquia personal.

§ 2. El presbítero al cual ha sido confiada una parroquia personal para los inmigrantes goza de las facultades y obligaciones de los párrocos y se le puede aplicar, a no ser que conste algo distinto por la naturaleza de las cosas, lo que aquí se dispone acerca de los capellanes/misioneros de los inmigrantes.

Art. 7

§ 1. El obispo diocesano o de la eparquía podrá erigir una misión con cura de almas en el territorio de una o varias parroquias, anexa o no a una parroquia territorial, definiendo con todo esmero los términos.

§ 2. El capellán al cual ha sido confiada una misión con cura de almas, hechas las debidas distinciones, está equiparado jurídicamente con el párroco y ejerce su función cumulativamente con el párroco local, con la facultad, además, de asistir a los matrimonios, si uno de los contrayentes es un emigrante perteneciente a la misión.

§ 3. El capellán al que se hace referencia en el parágrafo anterior tiene la obligación de compilar los libros parroquiales, según lo establecido por el Derecho, y de enviar una copia auténtica, al fin de cada año, tanto al párroco del lugar como al de la parroquia donde se ha celebrado el matrimonio.

§ 4. Los presbíteros nombrados como coadjutores del capellán al que ha sido confiada una misión con cura de almas, hechas las debidas distinciones, tienen las mismas tareas y facultades que competen a los vicarios parroquiales.

§ 5. Si las circunstancias lo hacen oportuno, la misión con cura de almas erigida en el territorio de una o de varias parroquias puede quedar anexa a una parroquia territorial, especialmente cuando ésta última ha sido confiada a los miembros del mismo instituto de vida consagrada o sociedad de vida apostólica que atienden a la asistencia espiritual de los inmigrantes.

Art. 8

§ 1. A todo capellán de emigrantes, aunque no se le haya confiado una misión con cura de almas, asígnesele, en la medida de lo posible, una iglesia u oratorio para el ejercicio del sagrado ministerio. En caso contrario, el obispo diocesano o de la eparquía, competente emane disposiciones oportunas para permitir que el capellán/misionero desempeñe libremente, y cumulativamente con el párroco local, su tarea espiritual en una iglesia, sin excluir aquella parroquial.

§ 2. Los obispos diocesanos o de la eparquía velen para que las tareas de los capellanes/misioneros de los emigrantes estén coordinadas con el oficio de los párrocos y éstos los acojan y les ayuden (cfr. CIC c. 571). Es conveniente que algunos capellanes/misioneros de los emigrantes sean llamados a formar parte del consejo presbiteral de la diócesis.

Art. 9

Salvo expresos acuerdos en contra, establecidos entre los obispos diocesanos o de la eparquía, compete a aquél que ha erigido la misión, en la que el capellán ejerce su ministerio, garantizar que se le concedan las mismas condiciones económicas y de aseguración social de que gozan los otros presbíteros de la diócesis o eparquía.

Art. 10

El capellán/misionero de los inmigrantes, durante todo el tiempo de su cargo, se halla bajo la jurisdicción del obispo diocesano o de la eparquía que ha erigido la misión en la cual desempeña su oficio, tanto por lo que se refiere al ejercicio del sagrado ministerio, como a la observancia de la disciplina eclesial.

Art. 11

§ 1. En las naciones donde son numerosos los capellanes/misioneros de los inmigrantes de la misma lengua, es oportuno que uno de ellos sea nombrado coordinador nacional.

§ 2. Teniendo en cuenta que el coordinador se dedica a la coordinación del ministerio y está al servicio de los capellanes/misioneros que trabajan en una nación, él actúa en nombre de la conferencia episcopal ad quam, de cuyo presidente recibe el nombramiento, previa consulta con la conferencia episcopal a qua.

§ 3. Por regla general, elíjase el coordinador entre los capellanes/misioneros de la misma nacionalidad o lengua.

§ 4. En virtud de su propio oficio, el coordinador no goza de potestad de jurisdicción.

§ 5. El coordinador tiene la función de mantener relaciones con miras a la coordinación tanto con los obispos diocesanos/de la eparquía del país a quo, como con los del país ad quem.

§ 6. Es conveniente consultar a los coordinadores en caso de nombramiento, traslado o remoción de los capellanes/misioneros, así como con vistas a la erección de una nueva misión.

Capítulo III

LOS RELIGIOSOS Y LAS RELIGIOSAS

Art. 12

§ 1. Todos los institutos, en los que se encuentran a menudo religiosos procedentes de varias naciones, pueden dar una gran aportación a la asistencia a los inmigrantes. Las autoridades eclesiásticas favorezcan en especial la obra realizada por aquellos que, con el sello de los votos religiosos, tienen como finalidad propia y específica el apostolado de los emigrantes o han adquirido una notable experiencia en este campo.

§ 2. Habrá que apreciar y valorar la ayuda ofrecida por los institutos religiosos femeninos al apostolado entre los inmigrantes. Por lo tanto, el obispo diocesano o de la eparquía, preocúpese de que a dichos institutos, dentro del pleno respeto de sus derechos y teniendo en cuenta sus obligaciones y carismas, no les falten ni la asistencia espiritual, ni los medios materiales necesarios para cumplir con su misión.

Art. 13

§ 1. Por lo general, en el caso de que un obispo diocesano o de la eparquía se proponga confiar el cuidado de los inmigrantes a algún instituto religioso, además de seguir las acostumbradas normas canónicas, estipulará por escrito un acuerdo con el superior del instituto. Si estuviesen interesadas varias diócesis o eparquías, la estipulación tendrá que llevar la firma de cada obispo diocesano o de la eparquía, quedando invariado el papel de coordinación de estas iniciativas por parte de la correspondiente comisión de la conferencia episcopal, o de las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas.

§ 2. Si el cargo de la cura pastoral de los inmigrantes es confiado a un único religioso, siempre es necesario obtener la previa aprobación de su su
perior, y estipular, además, por escrito, el acuerdo correspondiente, es decir, procediendo, con las debidas distinciones, según la forma establecida en el Art. 5 para los presbíteros seculares.

Art. 14

Por lo que se refiere al ejercicio del apostolado entre los emigrantes e itinerantes, todos los religiosos están obligados a obedecer a las disposiciones del obispo diocesano, o de la eparquía. Incluso en el caso de institutos que se proponen como finalidad específica la asistencia a los emigrantes, todas las obras e iniciativas que se emprendan en su favor dependen de la autoridad y la dirección del obispo diocesano o de la eparquía, quedando inviariado el derecho de los superiores de vigilar la vida religiosa de sus hermanos y el celo con el cual desempeñan el propio ministerio.

Art. 15

Todo lo que se ha establecido en este Capítulo, con relación a los religiosos, se ha de aplicar, hechas las debidas distinciones, a las sociedades de vida apostólica y a los institutos seculares.

Capítulo IV

LAS AUTORIDADES ECLESIÁSTICAS

Art. 16

§ 1. El obispo diocesano, o de la eparquía, muéstrese especialmente atento con los fieles inmigrantes, sobre todo apoyando la acción pastoral que los párrocos y los capellanes/misioneros de los inmigrantes realizan en su favor, pidiendo la ayuda necesaria a las Iglesias de proveniencia y a las demás Instituciones dedicadas a la asistencia espiritual de los inmigrantes, y disponiendo la creación de las estructuras pastorales que mejor se adapten a las circunstancias y a las necesidades pastorales. Si fuese necesario, el obispo diocesano, o de la eparquía, nombre un vicario episcopal encargado de dirigir la pastoral de los inmigrantes, o establezca una oficina especial para los mismos inmigrantes en la curia episcopal o de la eparquía.

§ 2. Puesto que la responsabilidad de la asistencia espiritual de los fieles compete in primis al obispo diocesano, o de la eparquía, le corresponde a él, igualmente, erigir las parroquias personales y las misiones con cura de almas, y nombrar Capellanes/Misioneros. Procure el obispo diocesano, o de la eparquía, que el párroco territorial y los presbíteros encargados de los inmigrantes obren con un espíritu de colaboración y de comprensión mutua.

§ 3. Según el CIC c. 383 y el CCEO c. 193, el obispo diocesano, o de la eparquía, encárguese, también, de la asistencia espiritual de los inmigrantes de otra Iglesia sui iuris, favoreciendo así la actividad pastoral de los presbíteros del mismo rito o de otros presbíteros, observando las normas canónicas pertinentes.

Art. 17

§ 1. Con relación a los inmigrantes cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, asuma el obispo diocesano, o de la eparquía, una actitud de caridad, favoreciendo el ecumenismo tal como lo entiende la Iglesia, y ofreciendo a estos inmigrantes la ayuda espiritual posible y necesaria, dentro del respeto de la normativa sobre la communicatio in sacris y de los legítimos desiderata de sus pastores.

§ 2. El obispo diocesano, o de la eparquía, considere también a los inmigrantes no bautizados como confiados a él en el Señor y, dentro del respeto de la libertad de conciencia, ofrézcales, también a ellos, la posibilidad de llegar a la verdad, que es Cristo.

Art. 18

§ 1. Los obispos diocesanos, o de la eparquía, de los países a quibus, adviertan a los párrocos acerca del deber grave que tienen de proporcionar a todos los fieles una formación religiosa tal, que, en caso de necesidad, les permita afrontar las dificultades relacionadas con su partida para la emigración.

§ 2. Los obispos diocesanos, o de las eparquías, de los lugares a quibus preocúpense, además, por buscar presbíteros diocesanos/de las eparquías apropiados para la pastoral con los emigrantes, y no dejen de permanecer en estrecha relación con la conferencia episcopal o con la respectiva estructura jerárquica de la Iglesia Oriental Católica de la nación ad quam, con el fin de establecer una ayuda para la pastoral.

§ 3. Incluso en las diócesis/eparquías o regiones donde no se hace necesaria inmediatamente una especialización de los seminaristas en materia de migración, los problemas de la movilidad humana tendrán que incluirse siempre más en la perspectiva de la enseñanza teológica y, sobre todo, de la teología pastoral.

Capítulo V

LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES Y LAS RESPECTIVAS ESTRUCTURAS JERÁRQUICAS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS

Art. 19

§ 1. En las naciones adonde llegan o de donde salen en mayor número los que migran, las conferencias episcopales y las estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas competentes establezcan una comisión nacional especial para las migraciones. Ésta tendrá un secretario que, generalmente, asumirá las funciones de director nacional para las migraciones. Es muy conveniente que en esta comisión estén presentes religiosos, como expertos, especialmente aquellos que se dedican a la asistencia a los que migran, así como laicos peritos en la materia.

§ 2. En las otras naciones donde es menor el número de los que migran, las conferencias episcopales o las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas designen un obispo promotor, para garantizarles la conveniente asistencia.

§ 3. Las conferencias episcopales y las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas comunicarán al Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes la composición de la Comisión a la que se refiere el Párrafo 1, o el nombre del obispo promotor.

Art. 20

§ 1. Compete a la Comisión para las migraciones o al obispo promotor:

1) informarse acerca del fenómeno migratorio en la nación y transmitir los datos útiles a los obispos diocesanos/de las eparquías, en relación también con los centros de estudios migratorios;

2) animar y estimular a las correspondientes comisiones diocesanas que por su parte, harán lo mismo con aquellas parroquiales que se ocupan del amplio fenómeno, más general, de la movilidad humana;

3) acoger las solicitudes de capellanes/misioneros que hacen los obispos de las diócesis y de las eparquías de inmigración, y presentarles los presbíteros que han sido propuestos para ejercer ese ministerio;

4) proponer a la conferencia episcopal y a las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas, si se considera oportuno, el nombramiento de un coordinador nacional para los capellanes/misioneros;

5) establecer los oportunos contactos con las conferencias episcopales y las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas interesadas;

6) establecer los oportunos contactos con el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes y transmitir a los obispos diocesanos o de las eparquías las indicaciones que se han recibido de dicho Consejo;

7) enviar al Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, a la conferencia episcopal, a las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas, así como a los obispos diocesanos/de las eparquías, el informe anual sobre la situación de la pastoral migratoria.

§ 2. Es tarea del Director Nacional:

1) facilitar, en general, t
ambién según el Art. 11, las relaciones de los obispos de la propia nación con la comisión nacional o con el obispo promotor;

2) elaborar el informe mencionado en el n. 7, §1, del presente Artículo.

Art. 21

Con el fin de sensibilizar a todos los fieles respecto a los deberes de fraternidad y de caridad con los emigrantes, y reunir las ayudas económicas necesarias para cumplir con las obligaciones pastorales en relación con ellos, las conferencias episcopales y las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas establezcan la fecha de una Jornada (o Semana) del Emigrante y del Refugiado, durante el período y en el modo en que las circunstancias locales lo sugieran, aunque se desearía, en el futuro, una celebración en todas partes en una única fecha.

Capítulo VI

El PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PASTORAL

DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Art. 22

§ 1. Es tarea del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes dirigir «la solicitud pastoral de la Iglesia sobre las peculiares necesidades de los que se vean obligados a dejar su patria o carezcan totalmente de ella; y también se ocupa de examinar, con la debida y adecuada atención, las cuestiones relativas a esta materia» (PB 149). Además, «el Consejo trabaja para que en las Iglesias particulares se ofrezca, incluso si llega el caso mediante adecuadas estructuras pastorales, una eficaz y apropiada atención espiritual, tanto a los prófugos y exiliados, como a los emigrantes» (PB 150, 1), quedando invariadas la responsabilidad pastoral de las Iglesias locales y las competencias de otros Órganos de la Curia Romana.

§ 2. Compete, pues, al Consejo Pontificio, entre otras cosas:

1) estudiar los informes enviados por las conferencias episcopales o por las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas;

2) emanar instrucciones, según el c. 34 del CIC; dar sugerencias y animar iniciativas, actividades y programas para desarrollar estructuras e instituciones relacionadas con la asistencia pastoral a los emigrantes;

3) favorecer el intercambio de informaciones entre las distintas conferencias episcopales, o procedentes de las correspondientes estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas y facilitar sus relaciones, en especial en lo referente al traslado de los presbíteros de una nación a otra para la cura pastoral de los emigrantes;

4) seguir, estimular y animar la actividad pastoral de coordinación y armonía, en favor de los emigrantes, en los organismos regionales y continentales de comunión eclesial;

5) estudiar las situaciones para calcular si se presentan, en determinados lugares, las circunstancias que sugieren la erección de estructuras pastorales especificas para inmigrantes (cfr. número 24, nota 23);

6) favorecer las relaciones de los institutos religiosos que proporcionan asistencia espiritual a los emigrantes con las conferencias episcopales y las respectivas estructuras jerárquicas de las Iglesias Orientales Católicas y seguir su obra, permaneciendo invariadas las competencias de la Congregación para los institutos de vida consagrada y para las sociedades de vida apostólica, en lo que concierne a la observancia de la vida religiosa, así como las de la Congregación para las Iglesias Orientales;

7) estimular y participar en iniciativas que se estimen útiles o necesarias, con miras a una provechosa y justa colaboración ecuménica en el campo migratorio, de acuerdo con el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos;

8) estimular y tomar parte en aquellas iniciativas que se consideren necesarias o provechosas para el diálogo con los grupos migratorios no cristianos, de acuerdo con el Pontificio Consejo para el Diálogo interreligioso.

No obstante cualquier disposición contraria.

El dia 1 de mayo 2004, memoria de San José Obrero, el Santo Padre aprobó la presente Instrucción del Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes y autorizó su publicación.

Roma, en la sede del Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes,el dia 3 de mayo 2004, fiesta de los Santos apóstoles Felipe y Santiago.

Stephen Fumio Cardenal Hamao

Presidente

Agostino Marchetto

Arzobispo titular de Ecija

Secretario


Siglas y abreviaturas

AA Apostolicam actuositatem (concilio Vaticano II)

AAS Acta Apostolicae Sedis

AG Ad gentes (Concilio Vaticano II)

CCEO Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium

CD Christus Dominus (Concilio Vaticano II)

CfL Christifideles laici (Juan Pablo II)

CIC Codex Iuris Canonici

CMU Chiesa e mobilità umana (Iglesia y movilidad humana) (PCPET)

DPMC De pastorali migratorum cura, «Nemo est» (Congregación para los Obispos)

EA Ecclesia in America (Juan Pablo II)

EE Ecclesia de Eucharistia (Juan Pablo II)

EEu Ecclesia in Europa (Juan Pablo II)

EN Evangelii nuntiandi (Pablo VI)

EO Ecclesia in Oceania (Juan Pablo II)

EV Enchiridion Vaticanum

GS Gaudium et Spes (Concilio Vaticano II)

LG Lumen gentium (Concilio Vaticano II)

Mensaje Mensaje Pontificio para la Jornada del Emigrante y del Refugiado

MR Mutuae relationes (Cong. para los Religiosos y Cong. para los Obispos)

NMI Novo millennio ineunte (Juan Pablo II)

OE Orientalium Ecclesiarum (Concilio Vaticano II)

OR L’Osservatore Romano

PaG Pastores gregis (Juan Pablo II)

PB Pastor bonus (Juan Pablo II)

PdV Pastores dabo vobis (Juan Pablo II)

PG Patrologia graeca, Migne

PL Patrologia latina, Migne

PO Presbyterorum Ordinis (Concilio Vaticano II)

PT Pacem in Terris (Juan XXIII)

RH Redemptor hominis (Juan Pablo II)

RMa Redemptoris Mater (Juan Pablo II)

RMi Redemptoris missio (Juan Pablo II)

SC Sacrosanctum Concilium (Concilio Vaticano II)


Notas

[1] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, Diálogo entre las culturas, para una civilización del amor y de la paz, 12, OR, edición semanal en lengua española, 15.XII.2000, 10; cfr. también, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 55, OR, edición semanal en lengua española, 12.I.2001, 14.

[2] Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, Carta Circular a las Conferencias Episcopales Iglesia y movilidad humana, 8: AAS LXX (1978) 362.

[3] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, 8: AAS XCV (2003) 655 y Exhortación Apostólica post-sinodal Pastores gregis, 69, 72: OR, edición semanal en lengua española, 17.X.2003, 19-20.

[4] Cfr. Juan Pablo II, Ángelus del domingo 6 de julio 2003: OR, edición semanal en lengua española, 11.VII.2003, 1.

[5] La Convención se refiere también a las ya existentes, siempre en el ámbito internacional, cuyos principios y derecho
s pueden aplicarse coherentemente a la persona de los emigrantes. Se remite, por ejemplo, a las Convenciones sobre la esclavitud, a aquellas contra la discriminación en el campo de la instrucción y a toda forma de discriminación racial. Además, a los Pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos, a los que tratan de derechos económicos, sociales y culturales, así como a la Convención contra toda discriminación de la mujer y a aquella contra la tortura y otros tratamientos y castigos crueles, inhumanos o degradantes. Hay que mencionar, igualmente, la Convención sobre los derechos del niño y la Declaración de Manila del IV Congreso de las Naciones Unidas sobre la prevención del crimen y el tratamiento de los transgresores. Se destaca, pues, el hecho de que también los países que no han ratificado la Convención sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores emigrantes y los miembros de sus familias, están obligados a respetar las Convenciones arriba mencionadas, naturalmente si las han ratificado o si luego han manifestado su adhesión a ellas.

Por lo que se refiere a los derechos de los emigrantes en la sociedad civil, cfr., por ej., por parte de la Iglesia, Juan Pablo II, Carta Encíclica Laborem exercens, 23: AAS LXXIII (1981) 635-637.

[6] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 2003: OR, edición semanal en lengua española, 13.XII.2002, 5.

[7] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes, Proemio, 22, 30-32; Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 1, 7 y 13; Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem,14; Juan XXIII, Encíclica Pacem in Terris, Primera parte: AAS LV (1963) 259-269; Consejo Pontificio Cor unum y Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Los refugiados, desafío a la solidaridad: EV 13 (1991-1993) 1019-1037; Comisión Pontificia Justicia y Paz, Self-Reliance, compter sur soi: EV 6 (1977-1979) 510-563 y Consejo Pontificio de la Justicia y de la Paz, La Iglesia ante el racismo: EV 11 (1988-1989) 906-943.

[8] Juan Pablo II, Mensaje 1999, 3, OR, edición semanal en lengua española, 17.XII.1998, p.11.

[9] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater, 25: AAS LXXIX (1987) 394.

[10] Cfr. Carta a Diogneto, 5.1, citada en Juan Pablo II, Mensaje 1999, 2, l.c., p. 11.

[11] Cfr. Clemente Romano, Carta a los Corintios X-XII: PG 1, 228-233; Didaché, XI,1; XII, 1-5, ed. F.X. Funk, 1901, pp. 24-30; Constitución de los Santos Apóstoles, VII, 29, 2, ed. F.X. Funk, 1905, p. 418; Justino, Apología I, 67: PG 6, 429; Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471; Tertuliano, De praescriptione haereticorum, 20: PL 2, 32; Agustín, Sermo 103, 1-2. 6: PL 38, 613-615.

[12] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, 20, OR, edición semanal en lengua española, 25.I.1991, 10.

[13] Recordamos, sin ser exhaustivos, las intervenciones de la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco en Argentina; las iniciativas de Santa Francisca Javier Cabrini, especialmente en América del Norte, y las de las dos Congregaciones religiosas fundadas por el obispo Beato Giovanni Battista Scalabrini, de la Obra Bonomelli en Italia, de la St. Raphaels-Verein en Alemania, y de la Sociedad de Cristo para los emigrantes, fundada por el Card. August Hlond, en Polonia.

[14] Cfr. Sacra Congregatio Consistorialis, Decretum de Sacerdotibus in certas quasdam regiones de migrantibus, Ethnographica Studia: AAS VI (1914) 182-186.

[15] Cfr. Sacra Congregatio Consistorialis, Decretum de Clericis in certas quasdam regiones demigrantibus Magni semper: AAS XI (1919) 39-43.

[16] AAS XLIV (1952) 649-704.

[17] La Encíclica del Beato Juan XXIII, Pacem in Terris, en la Primera parte, al tratar el tema del derecho de emigración y de inmigración, afirma: «Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del país; más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos, emigrar a otros países y fijar allí su residencia».

[18] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 18. Por lo que se refiere a las «normas dictadas», cfr. Pío X, Motu proprio Iam pridem: AAS VI (1914) 173ss.; Pío XII, Exsul familia, sobre todo para la parte normativa: l.c., 692-704; Sacra Congregatio Consistorialis, Leges Operis Apostolatus Maris, auctoritate Pii Div. Prov. PP. XII conditae: AAS L (1958) 375-383.

[19] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 1993, 6, OR, edición semanal en lengua española, 7.VIII.1992, 5.

[20] Pablo VI, Motu proprio Pastoralis migratorum cura: AAS LXI (1969) 601-603.

[21] Sagrada Congregación para los Obispos, Instrucción De pastorali migratorum cura (Nemo est): AAS LXI (1969) 614-643.

[22]Cfr. Iglesia y movilidad humana, l.c., 357-378.

[23] Cfr. CIC, c. 294 y Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in America, 65, nota 237, AAS XCI (1999) 800. Cfr. además Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, 103, nota 166, l.c., 707.

[24] Cfr. Juan Pablo II, Constitución Apostólica Sacri Canones: AAS LXXXII (1990) 1037.

[25] Por particulares disposiciones normativas sobre las Iglesias Orientales Católicas, en nuestro contexto, cfr. CCEO, c. 315 (que trata de los exarcados y de los exarcas), c. 911 y 916 (sobre el estatuto del forastero y el jerarca del lugar, el jerarca propio y el párroco propio), c. 986 (sobre la potestad de gobierno), c. 1075 (sobre foro competente) y c. 1491 (sobre leyes, costumbres y actos administrativos).

[26] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 77: AAS LXXIV (1982) 176.

[27] Cfr. Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instrucción Ripartire da Cristo. Un rinnovato impegno della vita consacrata nel terzo millennio, 9, 35-37, 44: OR 15 junio 2002, Suplemento, pp. III, IX, X.

[28]Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor Hominis, 14: AAS LXXI (1979) 284-286.

[29] Cfr. en particular Juan Pablo II, Mensaje 1992, OR, edición semanal en lengua española,13.IX.1991, 1-2; Mensaje 1996, OR, edición semanal en lengua española, 8.IX.1995, 5 y Mensaje 1998: OR, edición semanal en lengua española, 28.XI.1997, 2.

[30] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 1993: 2, l.c., p. 5.

[31] Cfr. Consejo Pontificio de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes, Discurso del Santo Padre, 2: Actas del IV Congreso Mundial de la Pastoral de los Emigrantes y de los Refugiados (5-10 octubre 1998), Ciudad del Vaticano 1999, p. 9.

[32] Juan Pablo II, Mensaje 1996, l.c., p. 5.

[33] Juan Pablo II, Mensaje 1988, 3b: OR, edición semanal en lengua española, 18.X.1987, 2.

[34] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 1990, 5, OR 22 septiembre 1989, p. 5; Mensaje 1992, 3, 5-6: l.c., pp. 1-2 y Mensaje 2003, OR, edición semanal en lengua española, 13.XII.2002, 5.

[35] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 1987, OR 21 septiembre 1986, p. 5; Mensaje 1994, OR, edición semanal en lengua española, 24.IX.1993, 5.

[36]Giovanni Battista Scalabrini, Memor
iale per la costituzione di una commissione pontificia Pro emigratis catholicis (4 mayo 1905), en S. Tomasi y G. Rosoli, «Scalabrini e le migrazioni moderne. Scritti e carteggi», Turín 1997, 233.

[37] Cfr. Juan Pablo II, Constitución Apostólica sobre la Curia Romana Pastor Bonus, 149-151: AAS LXXX (1988) 899-900.

[38] Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Comisión Católica Internacional para las Migraciones, 4, OR, edición semanal en lengua española, 14.XII.2001, 10.

[39] Ibidem.

[40] De una tal necesidad de la evangelización de la cultura encontramos atestación especialmente en la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii Nuntiandi (n. 20), en la que se afirma: «lo que importa es evangelizar … la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et Spes (cfr. n. 53), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios. El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas»: AAS LXVIII (1976) 18-19.

[41] Cfr. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión, 8-9: AAS LXXXV (1993) 842-844.

[42] Cfr. también Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad Gentes, 11: AAS LVIII (1966) 959-960.

[43] Ibidem 38: l.c., 986.

[44] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros Presbyterorum ordinis, 2 y 6: AAS LVIII (1966) 991-993, 999-1001 y Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, 47: AAS LVI (1964) 113, así como GS 66.

[45] Cfr. Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los laicos al ministerio de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio: AAS LXXXIX (1997) 852-877 y PaG 51 y 68.

[46] En el cap. 15 de la Carta a los Romanos, el deber de acogida viene presentado en sus aspectos más salientes, que aquí se recuerda adjetivándola. Sea, pues, «cristiana» y profunda, que parta del corazón de Dios («Dios … os conceda tener los unos hacia los otros los mismos sentimientos, a ejemplo de Cristo»: v. 5); sea generosa y gratuita, no interesada y posesiva («Cristo de hecho no buscó agradarse a sí mismo … se hizo servidor»: v. 3 y 8); sea benéfica y edificante («Cada uno busque agradar al prójimo en el bien, para edificarlo»: v. 2) y atenta hacia los más débiles («Nosotros que somos los fuertes, tenemos el deber de soportar la enfermedad de los débiles, sin agradarnos a nosotros mismos»: v. 1).

[47] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje 1992, 3-4: l.c., pp. 1-2 y PaG 65.

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ZENIT Staff

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