Intervención de la Santa Sede ante el nuevo Consejo de los Derechos del Hombre de la ONU

Presentada por el arzobispo Lajolo, secretario para las Relaciones con los Estados

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

GINEBRA, lunes, 26 junio 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del arzobispo Giovanni Lajolo, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados, pronunciada el 20 de junio ante el nuevo Consejo de las Naciones Unidas para los Derechos del Hombre.

* * *

El estado de los derechos humanos

Señor presidente:

Ante todo, deseo felicitarle por haber sido elegido para la dirección de la actual sesión del Consejo de los Derechos del Hombre, en un momento particularmente significativo para la vida de la Organización de las Naciones Unidas, cuya finalidad está directamente ligada al respeto y a la salvaguarda de los derechos humanos.

El nuevo Consejo de los Derechos del Hombre constituye una etapa en el importante combate orientado a poner al hombre en el centro de toda actividad política, nacional e internacional. Hemos llegado a un momento clave: las normas internacionales de los derechos humanos, que ya reconocen los elementos esenciales de la dignidad del hombre, así como cada uno de los derechos fundamentales que de ella se derivan, buscan ahora crear procedimientos que garanticen el poder gozar efectivamente de esos derechos.

La Santa Sede desea contribuir al debate actual, según su naturaleza y sus perspectivas específicas, siempre con la intención de ofrecer una reflexión esencialmente ética, que ayude a las decisiones de orden político que tienen que tomarse aquí.

En el derecho y en la conciencia de la comunidad internacional de hoy, la dignidad del hombre se manifiesta como la semilla de la que nacen todos los derechos y se sustituye a la voluntad soberana y autónoma de los Estados como fundamento último de todo sistema jurídico, incluido el sistema jurídico internacional. Se trata de una evolución irreversible pero, al mismo tiempo, es fácil constatar que en muchos países la realización de este principio supremo no ha sido acompañada de un respeto efectivo de los derechos humanos.

Por el contrario, una visión panorámica del mundo nos muestra que la situación de los derechos humanos es preocupante. Si consideramos el conjunto de derechos enunciados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en los tratados internacionales relativos a los derechos económicos, sociales y culturales, en los derechos civiles y políticos, así como en otros instrumentos, no hay ninguno que no sea gravemente violado en numerosos países, por desgracia también en algunos de los miembros del nuevo Consejo. Es más, hay gobiernos que continúan pensado que el poder determina, en última instancia, el contenido de los derechos humanos y, por tanto, se consideran autorizados a recurrir a prácticas aberrantes. Imponer el control de los nacimientos, negar en ciertas circunstancias el derecho a la vida, pretender controlar la conciencia de los ciudadanos y el acceso a la información, negar el acceso a un proceso judicial público y al derecho a la propia defensa, reprimir a los disidentes políticos, limitar la inmigración sin distinciones, permitir el trabajo en condiciones degradantes, aceptar la discriminación de la mujer, restringir el derecho de asociación, son algunos ejemplos de los derechos más violados.

Importancia del nuevo Consejo
El nuevo Consejo de los Derechos del Hombre está llamado a cerrar la brecha entre el conjunto de los enunciados del sistema de convenciones de los derechos humanos y la realidad de su aplicación en las diferentes partes del mundo. Todos los estados miembros de este Consejo deberían asumir individual y colectivamente la responsabilidad de su defensa y promoción.

Al mismo tiempo, la organización jerárquica de los organismos más importantes de las Naciones Unidas manifiesta claramente el deseo de la organización de renovar su credibilidad ante los ojos de la opinión pública mundial. En efecto, el Consejo puede y deber ser el instrumento que oriente todas las políticas internacionales y nacionales hacia lo que, según el deseo de un Papa que siempre apoyó la gran causa de las Naciones Unidas, constituye su razón de ser: «el servicio al hombre, la asunción, llena de solicitud y responsabilidad, de los problemas y tareas esenciales de su existencia terrena, en su dimensión y alcance social, de la cual depende a la vez el bien de cada persona» (Cf. Discurso de Juan Pablo II a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 2 de octubre de 1979, n. 6).

Derecho a la vida, a la libertad de conciencia y de religión

Señor presidente:

Si el principio del valor inalienable de la persona humana es –como creemos– la fuente de todos los derechos humanos y de todo el orden social, permítame subrayar dos corolarios esenciales:

El primero es la afirmación del derecho a la vida desde el primer momento de la existencia humana, es decir, desde la concepción hasta su final natural: el hombre y la mujer son personas por el simple hecho de que existen, y no por su capacidad más o menos desarrollada de expresarse, de entrar en relación o de hacer valer sus derechos. Un gobierno, un grupo o un individuo nunca puede arrogarse el derecho de decidir sobre la vida de un ser humano, como si éste no fuera una persona; de lo contrario lo rebaja a la condición de objeto para servir a otros fines, por más grandes y nobles que sean.

El segundo corolario afecta a los derechos a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, pues el ser humano tiene una dimensión interior y trascendente, que es parte integrante de su mismo ser. Negar una dimensión así es atentar gravemente contra la dignidad humana; significa negar la libertad de espíritu; diría incluso: es atentar contra la existencia humana misma, pues implica transformar al hombre en un simple engranaje de un proyecto de organización social. Sólo gracias a la libertad de conciencia el hombre es capaz reconocerse a sí mismo y de reconocer a su prójimo en su dimensión trascendente, transformándose de este modo en un elemento vivo de la vida social.

Por su parte, la libertad religiosa, en sus dimensiones personal y comunitaria, privada y pública, permite al hombre vivir la relación más importante de su vida: la relación con Dios, de manera pura y sin hipocresías que son indignas de él y aún más indignas de Dios. Este es el espacio íntimo y fundamental de la libertad que las autoridades del Estado tienen que salvaguardar y no pisotear, respetar y no violar. En este campo, cada violación por la fuerza es una violación del dominio reservado a Dios.

Claro está, al igual que pasa con cualquier otra libertad, la libertad religiosa debe integrarse armoniosamente en el contexto de todas las libertades humanas. No puede convertirse en arbitraria: debe desarrollarse también de manera armoniosa, en particular, respetando atentamente la libertad religiosa del otro, en el marco de las leyes válidas para todos. El Estado debe ser al mismo tiempo el promotor y el garante de este clima general de libertad responsable.

La actitud que se espera del Consejo de los Derechos del Hombre
Ningún país, independientemente de las circunstancias o del nivel de desarrollo económico, puede sustraerse a la obligación estricta de respetar todos los derechos humanos. Estos últimos no pueden ser más amplios en ciertas culturas que en otras, pues no hay países en los que los hombres y las mujeres tienen un grado de dignidad humana inferior al de los hombres y mujeres de otros países.

La Santa Sede lanza un llamamiento a todos los países llamados a formar parte por primera vez del Consejo de los Derechos Humanos. En primer lugar, espera de ellos una actitud ejemplar, que se concretiza con un examen sincero y profundo de los límites injustamente impuestos a los derechos humanos –ante todo en el
interior del propio territorio–, y les pide que se comprometan a restablecer estos derechos en su integridad, siguiendo las orientaciones imparciales de la comunidad internacional.

Los países ricos tienen que comprender que los derechos humanos de todos los habitantes de un país, incluidos los inmigrantes, no se oponen al mantenimiento y al crecimiento del bienestar general ni a la preservación de los valores culturales. Los países en vías de desarrollo tienen que comprender que los procesos de desarrollo económico y la promoción de la justicia y de la igualdad social serán mucho más eficaces y rápidos si se reconocen plenamente los derechos humanos, en vez de no respetarlos por motivos utilitaristas. La Santa Sede cree en el hombre. La fe y la confianza en cada hombre, en cada mujer, no defraudará nunca.

Conclusión

Señor presidente:
La respuesta que el Consejo de los Derechos del Hombre ofrezca a los desafíos de la libertad en numerosos países del mundo –comenzando por los mismos miembros del Consejo– pone en juego la credibilidad de las Naciones Unidas y de todo el sistema jurídico internacional. La Santa Sede seguirá con atención y simpatía su trabajo. Desde su posición de observadora ante las Naciones Unidas, la Santa Sede está dispuesta a ofrecer su colaboración total para que la acción del Consejo de los Derechos del Hombre permita el respeto efectivo de la dignidad de todo hombre y de toda mujer.

Muchas gracias por su atención.

[Traducción del original francés realizada por Zenit]

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación