Intervención del cardenal Norberto Rivera al inaugurar el Congreso de la Familia

Arzobispo primado de México

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CIUDAD DE MÉXICO, miércoles, 14 enero 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció este miércoles el cardenal cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, en la inauguración del Congreso Teológico Pastoral del VI Encuentro Mundial de las Familias.

* * *

Señor licenciado don Felipe Calderón Hinojosa, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.

Usted sabe, lo ha comprobado, con cuánto cariño, con cuánto aprecio y reconocimiento lo recibimos en este Congreso, en este Encuentro Mundial de las Familias. Muchas gracias.

Con el mismo respeto y cariño saludo a la señora Margarita Zavala. Nos honran con su presencia Primeras Damas de la República Mexicana y de algunos otros países, sean bienvenidas. 

Muy estimado señor Gobernador de Morelos, sea usted bienvenido, junto con su señora esposa. 

Saludo con especial afecto a mis hermanos del Consejo Interreligioso de México que representan las diversas religiones que están en este país. Sean bienvenidos. Excelentísimo señor Obispo don Carlos Aguiar Retes, Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Muy queridos hermanos, cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosas y laicos de Cristo Jesús provenientes de todo el mundo. Sean bienvenidos. 

Es para mí un honor recibir en el marco del VI Encuentro Mundial de las Familias a tantos hombres y mujeres preocupados por el bien de una de las realidades más importantes de la sociedad humana, que es la familia.

Es para mí como Arzobispo de esta Arquidiócesis un gusto el poder recibir a mis hermanos en el Episcopado y en el servicio que como cardenales hacemos a la Iglesia Universal en comunión con el sucesor de Pedro, su Santidad Benedicto XVI.

Es para mí un honor como mexicano recibir a los representantes de las delegaciones de todos los países aquí presentes.

Cuando hace 18 años, El Papa Juan Pablo Segundo instituyó este tipo de encuentros, lo hizo con la intención de que se le diera un marco adecuado a la reflexión y a la celebración de la realidad familiar; una realidad que ya en estos momentos comenzaba a enfrentar amenazas que hoy vemos hechas una realidad; una realidad que, sin embargo, no ha dejado de constituirse en el baluarte que apoya a tantos y tantos seres humanos que se enfrentan cada vez con más angustia a un mundo despersonalizado y falto de solidaridad.

De verdad la familia sigue siendo un baluarte para familias completas e incompletas. Hace tres años en Valencia, España, el Santo Padre Benedicto XVI nos convocaba a celebrar este encuentro que hoy con tanto gozo comenzamos. Y al hacerlo, nos lanzaba un  reto, el reto de contemplar a la familia como un don para la sociedad humana, una sociedad que necesita caminar iluminada por los valores espirituales y sostenida por los valores humanos.

Para avanzar en este camino de madurez, nos decía el Santo Padre, la iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, que es además el origen de la familia. 

Por eso, reconocer y ayudar a esta institución, es uno de los mayores servicios que se puede prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.

 La familia no es sólo una realidad eclesial, es una institución divina y humana, como lo testimonian las preciosas palabras que un padre indígena dirigía a su hija en el Siglo XVI, que por otra parte muestran cómo la familia es parte integrante de nuestra cultura. Decía este padre a su hija: «Aquí estás mi hijita, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí; tú eres mi sangre, mi color, en ti está mi imagen.Quien quiera que sea tu compañero, ustedes juntos tendrán que acabar la vida, no lo dejes, agárrate de él, cuélgate de él aunque sea un hombre pobre, aunque sea sólo una aguilita, un tigrito, un infeliz soldado, un pobre noble, tal vez cansado, falto de bienes, no por eso lo desprecies. Que a ustedes los vea, los fortalezca el Señor nuestro conocedor de los hombres, el inventor de la gente, el hacedor de los seres humanos, todo esto te lo entrego con mis labios y mis palabras. Así, delante del Señor nuestro, cumplo con mi deber, he cumplido mi oficio, muchachita mía, niñita mía, que seas feliz, que nuestro señor te haga dichosa».

 Sean todos ustedes bienvenidos, queridos amigos y hermanos.

Estimados señores y señoras: México les abre de par en par sus puertas y, al mismo tiempo, les abre su corazón, el corazón generoso que ha forjado esta Patria desde su cultura indígena, que con referencia se dirigían a sus padres con los tiernos nombres de Tatzin y Natzin, a través de la riqueza del mestizaje, hasta las modernas realidades, a veces llenas de dolor por la migración y otras llenas de gozo por el consolidarse de un mayor bienestar para la siguiente generación. Bienvenidos al país de la Madre de Dios, Nuestra Señora de Guadalupe y San Juan Diego Cuauhtlatoatzin.

Ellos, con palabras y hechos, nos dijeron que en el corazón de toda cultura está presente Cristo y que desde los valores del cristianismo se puede dialogar con todos los valores que hacen al ser humano alguien lleno de dignidad.

En ese tiempo no eran menores la diversidad que en nuestro tiempo, distinta cultura, distinta religión, distinta lengua y, sin embargo, se hizo nuestra Patria, se hizo un solo México, se hizo América. 

Bienvenidos al corazón de cada uno de nosotros que hemos hecho y haremos el mejor esfuerzo para que todos ustedes se sientan en su casa, para que todos experimenten que México es su familia con la que pueden compartir sus valores y así tejer una realidad universal mucho más humana y mucho más cercana a Dios. Que el Señor los bendiga.

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ZENIT Staff

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