Juan Pablo II: El Señor, rey del universo

Intervención del pontífice durante la audiencia general

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CIUDAD DEL VATICANO, 5 septiembre 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II penetró este miércoles en la trascendencia sublime de Dios, que al mismo tiempo se hace cercanía cariñosa del hombre al meditar en el Salmo 46, continuando así la serie de reflexiones sobre la Liturgia de las Horas que viene realizando durante este año.

«Dios, aunque es trascendente e infinito –dijo al sintetizar su intervención en castellano–, se acerca a sus criaturas. Al mismo tiempo, el pueblo elegido tiene la misión de hacer converger hacia el Señor todas las gentes y culturas, porque Él es Dios de toda la humanidad: rey de paz y de amor, de unidad y de fraternidad».

Ofrecemos a continuación la intervención del Santo Padre durante la audiencia general.

* * *

1. «El Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra». Esta aclamación inicial es repetida con tonos diferentes en el Salmo 46, que acabamos de escuchar. Se presenta como un himno al señor soberano del universo y de la historia. «Dios es el rey del mundo… Dios reina sobre las naciones (versículos 8-9).

Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo.

2. Seguiremos este canto de alabanza gloriosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en la manera de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del Salmo, la relación es de dominio: Dios «nos somete los pueblos
y nos sojuzga las naciones» (versículo 4); en la segunda parte, sin embargo, es de asociación: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham» (v. 10). Se constata, por tanto, un progreso importante.

Dios sublime…
En la primera parte (cf. versículos 2-6) se dice: «Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (versículo 2). El centro de este aplauso festivo es la figura grandiosa del Señor supremo, a la que se atribuyen títulos gloriosos: «sublime y terrible» (versículo 3). Exaltan la transcendencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18).

3. En el señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. versículo 4) el orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, «el predilecto», la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor particular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hostiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas» (Salmo 46, 6).

…Dios cercano a sus criaturas
4. El segundo momento del Salmo (cf. versículos 7-10) se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo: «tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad». (versículos 7-8). También ahora se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza (cf. versículo 9). Este trono es definido «santo», pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero también es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).

Dios de todos
5. El Salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universal: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham» (versículo 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que se encuentra en el origen no sólo de Israel sino también de otras naciones. Al pueblo elegido, que desciende de él, se le confía la misión de hacer converger en el Señor todas las gentes y todas las culturas, pues Él es el Dios de toda la humanidad. De oriente a occidente se reunirán entonces en Sión para encontrar a este rey de paz y de amor, de unidad y fraternidad (cf. Mateo 8, 11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí recibirán la invitación a tirar las armas y vivir juntos bajo la única soberanía divina, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (Isaías 2, 2-5). Los ojos de todos estarán fijos en la nueva Jerusalén, donde el Señor «asciende» para revelarse en la gloria de su divinidad. Será una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas… Todos gritarán con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero»» (Apocalipsis 7, 9.10).

6. La Carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor, cuando afirma, al dirigirse a los cristianos que no provienen del judaísmo: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne… estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Efesios 2, 11-14).

En Cristo, por tanto, la realeza de Dios, cantada por nuestro Salmo, se ha realizado en la tierra en relación con todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: «Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraban a Dios y no sabían que Él existía. Hasta que el Mesías no les rescató, Dios no reinaba sobre las naciones por medio de su obediencia y de su culto. Ahora, sin embargo, Dios reina sobre ellos con su palabra y su espíritu, pues les ha salvado del engaño y les ha hecho sus amigos» (Palestino anónimo, «Homilía árabe-cristiana del siglo VIII», Roma 1994, p. 100).

[Traducción del italiano realizada por Zenit

Al final de su intervención, Juan Pablo II hizo un resumen de la catequesis en castellano y saludo a los peregrinos procedentes de América Latina y España.]

Queridos hermanos y hermanas:

El Salmo que hemos escuchado es un himno al Señor, rey del mundo y de la historia. Estas aclamaciones nos muestran como Israel se siente objeto de una amor particular de Dios, que lo ha salvado de tantas situaciones hostiles.

Dios, aunque es trascendente e infinito, se acerca a sus criaturas. Al mismo tiempo, el pueblo elegido tiene la misión de hacer converger hacia el Señor todas las gentes y culturas, porque Él es Dios de toda la humanidad: rey de paz y de amor, de unidad y de fraternidad. Como esperaba Isaías, los pueblos enemigos entre sí serán invitados a entregar las armas y a vivir juntos bajo un gobierno basado en la justicia y en la paz.

San Pablo, en la Carta a los Efesios, muestra el cumplimiento de esta profecía en el misterio de Cristo redentor. Él, que es nuestra paz, hizo de los dos un pueblo solo, derribando el muro que los separaba, es decir, la enemistad.

Deseo saludar ahora cordialmente a los fieles de lengua española, en particular a los feligreses de varias parroquias de Valencia y de otros pueblos; y a la Asociación de viudas de Plasencia. Saludo también a los estudiantes de la Universidad del Salvador de Buenos Aires, así como a los peregrinos mexicanos y de ot
ros países latinoamericanos. Que Cristo, nuestra paz, nos ayude a reconciliar a las personas y los pueblos que están enemistados entre sí.

Muchas gracias.

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ZENIT Staff

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