Juan Pablo II: el testimonio de un político musulmán (I)

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Por Mohammad Al-Sammak*

ROMA, jueves 21 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Por primera vez después de 34 años de interrupciones, un tren cruzó el umbral del Vaticano. Era el 24 de enero de 2002. La estación vaticana no tenía corriente eléctrica, por lo que se activó un tren particular con locomotora para arrastrar el tren del Papa hasta la primera estación eléctrica de Roma que dista dos km de allí.

Se dispusieron seis vagones para transportar al Papa y sus huéspedes – yo era uno de ellos – hasta Asís, a la tumba de San Francisco, el primer cristiano que ha hecho un debate teológico con los ulemas musulmanes. Ocurrió durante la guerra de los francos – las cruzadas – en Dumiat, Egipto. Y probablemente por este motivo, el Papa difunto eligió precisamente Asís para lanzar en 1986 su iniciativa mundial de diálogo entre las religiones. Desde allí quiso también consagrar esta iniciativa en 2002. Y el Papa actual, Benedicto XVI, está preparando un encuentro de diálogo en memoria de aquella iniciativa.

Desde Asís, Juan Pablo II hizo un llamamiento a la humanidad entera, afirmando que “restablecer totalmente el orden moral y social roto, requiere la conjunción entre la justicia y el perdón, porque los pilares de la paz verdadera son la justicia y esa forma particular del amor que es el perdón”. E inspirándose en el profeta Isaías, dice que “la paz en la verdad es hacer valer la justicia”.

Según el Papa difunto “el terrorismo es hijo de un fundamentalismo fanático, que nace de la convicción de poder imponer a todos la aceptación de la propia visión de la verdad. La verdad, sin embargo, aún cuando se ha alcanzado – y esto sucede siempre en una forma limitada y perfectible – no puede ser impuesta nunca. El respeto a la conciencia de los demás, en la que se refleja la imagen misma de Dios, sólo consiente proponer la verdad al otro, del que se espera que responsablemente la acoja. Pretender imponer a los otros con la violencia lo que se considera que es la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva es ultrajar a Dios, del cual es imagen”.

La primera vez que encontré a Juan Pablo II fue en 1987 durante la visita oficial a Malta. Era la primera vez que un Papa visitaba la isla-nación. En este momento estaba participando en una convención internacional en la capital La Valletta. El arzobispo de la ciudad me presentó al Papa, junto al resto de participantes que provenían sea de países árabes que de países occidentales. Apenas el arzobispo mencionó mi nombre y el país de donde provenía, el Papa me tomó de la mano y me dijo: “¿del Líbano?… ¿y qué estáis haciendo por el Líbano?”, mi respuesta inmediata fue: “¿qué estáis haciendo vosotros por el Líbano?”. En aquel periodo, la guerra civil libanesa estaba en una de sus fases más destructivas. Las víctimas caían por las calles, las casas se derrumbaban por los bombardeos, y las granjas ardían con todo lo que contenían de ganado y de cosechas.

El Papa se sorprendió con mi respuesta, y un poco sonrojado me dijo: “verás lo que hacemos por el Líbano… hijo, no es tiempo oportuno para decir nada más”. Siete años después de este encuentro, en 1994, fui convocado en el Vaticano para el Sínodo especial para el Líbano querido por el Papa que había insistido en que participasen representantes de todas las confesiones musulmanas en el Líbano, no sólo como observadores sino como verdaderos y propios participantes. Esta invitación fue una novedad absoluta en la historia de los Sínodos convocados en el Vaticano. Ningún musulmán había sido invitado antes a participar en un Sínodo particular por Asia o África.

En la sesión de apertura, me acerqué al Papa y le pregunté: “¿Se acuerda de nuestra conversación en Malta?”.

Me preguntó: “¿Qué conversación?”.

Respondí: “Aquella sobre el Líbano”.

Y en ese momento, sus ojos brillaron, me apretó la mano y me dijo: “¡Es usted! No me acuerdo de su nombre. Discúlpeme. Pero no me he olvidado nunca de aquella rápida conversación. Estoy muy contento de la participación musulmana en el Sínodo. Y estoy contento de precisamente usted esté con nosotros”.

El Sínodo por el Líbano duró un mes entero, yo participé en él durante tres semanas, durante las que me reunía dos veces al día con el Papa, una vez por la mañana y otra por la tarde. En todas aquellas ocasiones me mostró gran afecto y amabilidad. Durante una cena privada en su apartamento en el Vaticano, estábamos sólo ocho personas, me quedé sorprendido de una muy noble iniciativa del Papa, que insistió en que la cena se acompañase sólo con agua y zumo de naranja para respetar nuestra sensibilidad islámica.

Y durante un viernes del Sínodo, envié una nota escrita al secretario general del Sínodo, el cardenal Scott, informándole que había abandonado la sala sinodal para ir a la mezquita de Roma para la oración del viernes, pidiendo que mi ausencia de los encuentros de aquel día no fuese malentendida. El cardenal asintió expresando su consentimiento, pero después consideró oportuno hacer partícipe del contenido de la nota al Papa, que estaba sentado a su lado, y tras un breve intercambio de palabras con el Santo Padre, se acercó al micrófono e informó a los presentes del contenido de la nota, añadiendo: “El Santo Padre espera que nuestros huéspedes musulmanes (eramos tres, el juez Abbas Halab, representante de la confesión drusa, el doctor Saed El-Maula, representante del supremo consejo chiíta y yo), recen por el buen resultado del Sínodo”.

Fue un gesto inaudito desde todos los puntos de vista. ¡El Papa, jefe de la Iglesia Católica, pide a un musulmán que rece por el buen resultado de un encuentro cristiano realizado en el Vaticano bajo la misma presidencia del Papa y con la presencia de numerosos cardenales, patriarcas y obispos!

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*Mohammad Al-Sammak es Consejero político del Gran Muftí del Líbano.

[Traducción del italiano por Carmen Álvarez]

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ZENIT Staff

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