Juan Pablo II evoca su viaje a Armenia y Kazajstán

Intervención durante la audiencia general

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CIUDAD DEL VATICANO, 3 octubre 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II dedicó la audiencia general de este miércoles a evocar su viaje internacional número 95 a Kazajstán y Armenia, que tuvo lugar del 22 al 25 de septiembre.

Al manifestar sus recuerdos, hizo un intenso llamamiento a los creyentes de las religiones, en especial a musulmanes y cristianos, a rechazar la violencia, y aseguró que las laceraciones del mundo actual constituyen una intensa invitación a la unidad entre los seguidores de Cristo separados.

Ofrecemos a continuación las palabras pronunciadas por e pontífice.

* * *

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Agradezco al Señor el que me haya dado la posibilidad de cumplir felizmente en los días pasados el viaje apostólico a Kazajstán y Armenia. Ha sido una experiencia que ha dejado en mi corazón impresiones y emociones muy fuertes.

Ha sido un viaje con un doble carácter. En Kazajstán, se trató una visita pastoral a la comunidad católica, que vive en un país de población mayoritariamente islámica, y que hace diez años salió del duro y oprimente régimen soviético. En Armenia, me dirigí como peregrino para rendir homenaje a una Iglesia de origen muy antiguo: el pueblo armenio, de hecho, celebra los mil setecientos años la adopción oficial del cristianismo. Ha mantenido hasta hoy esta identidad, pagando el precio del martirio.

Renuevo la expresión de mi gratitud a los presidentes de la República de Kazajstán y Armenia, que con su invitación han abierto las puertas de sus nobles países. Les agradezco su cortesía y el calor con que me acogieron.

Dirijo mi pensamiento reconocido y cariñoso a los obispos y a los administradores apostólicos, a los sacerdotes y a las comunidades católicas. Mi gratitud más sincera se dirige a todos los que han colaborado en el éxito de esta peregrinación apostólica, que había esperado y preparado durante mucho tiempo en la oración.

Kazajstán, tierra de diálogo entre musulmanes y cristianos
2. En Kazajstán el tema de la visita pastoral ha sido el mandamiento de Cristo: «Amaos los unos a los otros». Ha sido particularmente significativo llevar este mensaje a ese país en el que conviven más de cien etnias diferentes, que colaboran entre sí para edificar un mundo mejor. La misma ciudad de Astana, donde se desarrolló mi visita, se ha convertido en la capital en menos de cuatro años y es un símbolo de la reconstrucción del país.

Percibí con claridad en mis encuentros con las autoridades y con la gente la voluntad de superar un duro pasado, marcado por la opresión de la dignidad y de los derechos de la persona. ¿Quién podrá olvidar que a Kazajstán fueron deportadas centenares de miles de personas? ¿Quién podrá dejar de recordar que sus estepas fueron utilizadas para experimentar armas nucleares? Por este motivo, nada más llegar, quise visitar el Monumento a las víctimas del régimen totalitario, subrayando así la perspectiva con la que hay que mirar hacia adelante. Kazajstán, sociedad multétnica, ha rechazado el armamento atómico y pretende comprometerse en la edificación de una sociedad solidaria y pacífica. Recuerda simbólicamente esta exigencia el gran monumento a la «Madre Patria», que sirvió de telón de fondo a la santa misa del domingo 23 de septiembre.

La Iglesia, gracias a Dios, está renaciendo, apoyada también por una nueva organización territorial. He querido acercarme a esa comunidad y a sus pastores, comprometidos en una generosa y ardua obra misionera. Con viva emoción he rendido homenaje, junto a ellos, a la memoria de quienes entregaron su vida entre privaciones y persecuciones para llevar a Cristo entre las poblaciones locales.

En la catedral de Astana, con los ordinarios de los países de Asia central, con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas y los fieles venidos también de los Estados limítrofes, confié Kazajstán a María Santísima, Reina de la Paz, título con la que se venera en el Santuario nacional.

3. «¡Amaos los unos a los otros!». Estas palabras de Cristo interpelan, en primer lugar, a los cristianos. Las dirigí ante todo a los católicos, exhortándoles a la comunión entre sí y con los hermanos ortodoxos, más numerosos. Les alenté, además, a colaborar con los musulmanes para favorecer un auténtico progreso de la sociedad. Desde aquel país, en el que conviven pacíficamente los seguidores de religiones diferentes, reafirmé con fuerza que la religión no debe ser utilizada nunca como motivo de conflicto. Cristianos y musulmanes, junto con los creyentes de toda religión, están llamados a repudiar firmemente al violencia, para construir una humanidad que ame la vida, que se desarrolle en la justicia y la solidaridad.

A los jóvenes kazajos les dirigí un mensaje de esperanza, recordándoles que Dios les ama personalmente. Con gran alegría experimenté el fuerte y vibrante eco que produjo en sus corazones esta verdad fundamental. Mi encuentro con ellos tuvo lugar en la Universidad, ambiente que siempre me ha encantado, en el que se desarrolla la cultura de un pueblo. Y precisamente con los representantes del mundo de la cultura, del arte, y de la ciencia tuve la posibilidad de recordar el fundamento religioso de la libertad humana y de la reciprocidad entre fe y razón, exhortándoles a custodiar los valores espirituales de Kazajstán.

Armenia: Desafío de la unidad
4. Una vez dejado este gran país centro-asiático, llegué como peregrino a Armenia para rendir homenaje a un pueblo que desde hace diecisiete siglos ha ligado su historia al cristianismo. Por primera vez un obispo de Roma pisó aquella querida tierra, evangelizada según la tradición por los apóstoles Bartolomé y Tadeo, y convertida oficialmente al cristianismo en el año 301 por obra de san Gregorio el Iluminador.

La catedral de Etchmiadzin, sede apostólica de la Iglesia armenia, se remonta al año 303. Me dirigí a ella nada más llegar y antes de irme, según la costumbre de los peregrinos. Allí me detuve en oración ante las tumbas de los catholicós de todos los armenios, entre los cuales se encuentran Vazken I y Karekin I, artífices de las actuales cordiales relaciones entre la Iglesia armenia y la católica. En nombre de esta amistad fraterna, Su Santidad Karekin II, con exquisita cortesía, quiso acogerme en su residencia y me acompañó en todo momento de la peregrinación.

5. En su larga historia, el pueblo armenio ha pagado con un caro precio la fidelidad a su propia identidad. Basta pensar en el tremendo exterminio de masa sufrido a inicios del siglo XX. Como recuerdo perenne de las víctimas –en torno a un millón y medio en tres años– se yergue en la capital Ereván un solemne Memorial, en el que junto al catholicós de todos los armenios, elevamos una intensa oración por todos los muertos y por la paz en el mundo.

En la nueva catedral apostólica de Ereván, dedicada a san Gregorio el Iluminador, recién consagrada, tuvo lugar la solemne celebración ecuménica, con la veneración de la reliquia del santo, que doné a Karekin II el año pasado, con motivo de su visita a Roma. Este rito sagrado, junto con la Declaración Común, selló significativamente el vínculo de caridad que une a la Iglesia católica con la armenia. En un mundo lacerado por conflictos y violencias, es más necesario que nunca que los cristianos sean testigos de unidad y artífices de reconciliación y paz.

La santa misa en el nuevo «gran altar» al aire libre, en el jardín de la sede apostólica de Etchmiadzin, si bien siguió el rito latino, fue celebrada «a dos pulmones», con lecturas, oraciones y cantos en armenio y con la presencia del catholicós de todos los armenios. No hay palabras para expresar la íntima alegría de aquellos momentos, en los que se advertía la presencia espiritual de tantos mártires y confesores de la fe, que con su vida
han dado testimonio del Evangelio. Su memoria debe ser honrada hasta el final: tenemos que obedecer a Cristo, que pide a sus discípulos que sean una sola cosa, con total docilidad.

La última meta de mi viaje apostólico fue el Monasterio de Khor Virap, que significa «pozo profundo». Allí, de hecho, según la tradición, se encuentra el pozo de 40 metros en el que el rey Tiridate III encerró a san Gregorio el Iluminador a causa de su fe en Cristo, hasta que el santo, con sus oraciones, obtuvo una prodigiosa curación, y el rey se convirtió y se bautizó con la familia y todo el pueblo. Allí recibí, como símbolo de la fe con la que Gregorio iluminó a los armenios, una llama que he colocado solemnemente en la nueva capilla inaugurada en el aula del Sínodo de los Obispos. ¡Esa luz arde desde hace diecisiete siglos! ¡Arde en el mundo desde hace dos mil años! ¡A nosotros, los cristianos, queridos hermanos y hermanas, se nos pide que no la escondamos, sino que la alimentemos para que oriente el camino de la humanidad por los caminos de la verdad, del amor y de la paz!

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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