Juan Pablo II: La misión no es algo para «especialistas»

Mensaje para el próximo Domingo Mundial de las Misiones

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CIUDAD DEL VATICANO, 5 junio 2001 (ZENIT.org).- La misión de anunciar a Cristo no es algo reservado a unos pocos «especialistas»; constituye una exigencia para todo cristiano que ha contemplado el rostro de Jesús y que constata las necesidades, inquietudes, y búsquedas de todo hombre. Lo constata Juan Pablo II en el mensaje que ha escrito con motivo del próximo Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND), que será celebrado el próximo 21 de octubre.

«La contemplación del rostro del Señor –constata el pontífice– suscita en los discípulos la «contemplación» también de los rostros de los hombres y de las mujeres de hoy: el Señor, en efecto, se identifica «con sus hermanos más pequeños». La contemplación de Jesús, «primer evangelizador», nos transforma en evangelizadores».

Ofrecemos a continuación el texto íntegro del mensaje pontificio.

Mensaje de Juan Pablo II para el Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND)
21 de octubre de 2001

«Cataré eternamente las misericordias del Señor» (Salmo 89 [88], 2)

Queridos Hermanos y Hermanas:

1. Con gran alegría hemos celebrado el gran Jubileo de la salvación, tiempo de gracia para toda la Iglesia. La misericordia divina, que cada fiel ha podido experimentar, nos impulsa a «remar mar adentro», recordando con gratitud el pasado, viviendo con pasión el presente y abriéndonos con confianza al futuro, en la convicción de que «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hebreos 13, 8) (cf. carta apostólica «Novo millennio ineunte», 1). Este impulso hacia el futuro, iluminado por la esperanza, debe ser el fundamento del actuar de toda la Iglesia en el nuevo milenio. Este es el mensaje que deseo dirigir a cada fiel con ocasión de la Jornada Misionera Mundial, que se celebrará el próximo 21 de octubre.

2. Es tiempo, sí, de mirar adelante, manteniendo los ojos fijos en el rostro de Jesús (cf. Hebreos 12, 2). El Espíritu nos llama a «proyectarnos hacia el futuro que nos espera» («Novo millennio ineunte», 3), a testimoniar y confesar a Cristo, dando gracias «por las maravillas» que Dios ha realizado por nosotros: «Misericordias Domini in aeternum cantabo» (Salmo 89 [88], 2) (ibid., 2). Con ocasión de la Jornada Misionera Mundial del año pasado quise recordar cómo el compromiso misionero brota de la ardiente contemplación de Jesús. El cristiano que ha contemplado a Jesucristo no puede dejar de sentirse extasiado por su fulgor (cf. «Vita consecrata», 14), empeñarse por testimoniar su fe en Cristo, único Salvador del hombre.

La contemplación del rostro del Señor suscita también en los discípulos la «contemplación» de los rostros de los hombres y de las mujeres de hoy: el Señor, en efecto, se identifica «con sus hermanos más pequeños» (cf. Mateo 25, 40.45). La contemplación de Jesús, el «primer y más grande evangelizador» («Evangelii nuntiandi», 7), nos transforma en evangelizadores. Nos hace tomar conciencia de su voluntad de dar la vida eterna a aquellos que le ha confiado el Padre (cf. Juan 17,2). Dios quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4), y Jesús sabía que la voluntad del Padre sobre Él era que anunciase el Reino de Dios también a las otras ciudades: «para esto he sido enviado» (Lucas 4, 43).

Fruto de la contemplación de los «hermanos más pequeños» es descubrir que cada hombre, aunque en modo misterioso para nosotros, busca a Dios, porque ha sido creado y amado por Él. Así le descubrieron los primeros discípulos: «Señor, todos te buscan» (Marcos 1,37). Y los «griegos», en nombre de las generaciones venideras, exclaman: «Queremos ver a Jesús» (Juan 12,21). Sí, Cristo es la luz verdadera que ilumina a cada hombre que viene a este mundo (cf. Juan 1,19): cada hombre le busca «yendo como a tientas» (Hechos 17,27), empujado por una atracción interior de la que ni siquiera él conoce bien el origen. Está escondida en el corazón de Dios, en el que late una voluntad salvífica universal. Dios nos hace testigos y heraldos de ella. Para este fin nos invade, como en un nuevo Pentecostés, con el fuego de su Espíritu, con su amor y con su presencia: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20).

3. Fruto, pues, del Gran Jubileo es también la actitud que el Señor pide a cada cristiano: mirar adelante con fe y esperanza. El Señor nos concede el honor de poner en nosotros su confianza y nos llama al ministerio ofreciéndonos su misericordia (cf. 1 Timoteo 1,12.13). No es una llamada reservada a algunos, sino que es para todos, para cada uno en su estado de vida. En la carta apostólica «Novo millennio ineunte» escribí al respecto: «Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo, no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos… La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de Pablo cuando decía: «Me he hecho todo a todos, para salvar a toda costa a algunos» (1 Corintios 9, 22)»» (n. 40).

De modo especial, la llamada a la misión asume singular urgencia, si miramos a esa parte de la humanidad que aún no conoce o no reconoce a Cristo. Sí, queridos hermanos y hermanas, la misión «ad gentes» es hoy más válida que nunca. Conservo impreso en el corazón el rostro de la humanidad que he podido contemplar durante mis peregrinaciones: es el rostro de Cristo reflejado en el de los pobres y de los que sufren; el rostro de Cristo que se transparenta en cuantos viven como «ovejas sin pastor» (Marcos 6, 34). Cada hombre y cada mujer tiene pleno derecho a que se les enseñen «muchas cosas» (ibídem).

Ante la evidencia de la propia fragilidad e insuficiencia, la tentación humana, también del apóstol, es la de despedir a la gente. En cambio, es precisamente en ese instante que, poniéndose en contemplación del rostro del Amado, es necesario que cada uno vuelva a escuchar las palabras de Jesús: «No es necesario que se vayan: dadles vosotros mismos de comer» (cf. Mateo 14,16; Marcos 6,37). Se experimenta así, al mismo tiempo, la debilidad humana y la gracia del Señor. Conscientes de la indefectible fragilidad que nos marca profundamente, advertimos la necesidad de dar gracias a Dios por lo que Él ha realizado por nosotros y por todo lo que, en su gracia, realizará.

4. ¿Cómo no recordar, en esta circunstancias, a todos los misioneros y misioneras, sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos, que han hecho de la misión «ad gentes» y «ad vitam» la razón de su existencia? Ellos, con su misma existencia, proclaman «sin fin las gracias del Señor» (Salmo 89). No pocas veces, este «sin fin» ha llegado hasta el derramamiento de la sangre: ¡cuántos han sido los «testigos de la fe» en el siglo pasado! Es también, gracias a su generosa donación, que el Reino de Dios ha podido dilatarse. A ellos va nuestro recuerdo agradecido, acompañado de la oración. Su ejemplo es de estímulo y de sostén para todos los fieles, los cuales pueden sentir ánimo viéndose «rodeados de un número tan grande de testigos» (Hebreos 12, 1), que con su vida y su palabra han hecho y hacen resonar el Evangelio en todos los continentes.

Sí, queridísimos hermanos y hermanas, no podemos callar lo que hemos visto y oído (cf. Hechos 4,20). Hemos visto manifestarse en la debilidad la obra del Espíritu y la glor
ia de Dios (cf. 2 Corintios 12; 1 Corintios 1). También hoy, muchos hombres y mujeres, con su dedicación y su sacrificio, son para nosotros manifestación elocuente del amor de Dios. De ellos hemos recibido la fe y somos impulsados a ser, a nuestra vez, anunciadores y testigos del Misterio.

5. La misión es «anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto por la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor que «tanto amó al mundo que le dio su Hijo unigénito» (Juan 3,16)… La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los pueblos, y es una tarea prioritaria de la «missio ad gentes» anunciar a Cristo, «Camino, Verdad y Vida» (Juan 14,6), en el cual los hombres encuentran la salvación» («Novo millennio ineunte», 56). Es una invitación a todos, es un apremio urgente al que hay que dar pronta y generosa respuesta. ¡Es necesario ir! Es necesario ponerse en camino sin demora, como María, la Madre de Jesús; como los pastores que se despertaron al primer anuncio del Angel; como Magdalena a la vista del Resucitado. «Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo… Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día «primero de la semana» (Juan 20,19) se presentó a los suyos para «exhalar» sobre ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización» (ibídem, 58).

6. Queridos hermanos y hermanas: la misión exige oración y empeño concreto. Muchas son las necesidades que comporta la difusión capilar del Evangelio.

Este año se cumple el 75º aniversario de la institución de la Jornada Misionera por el Papa Pío XI, que acogió la petición de la Obra Pontificia de la Propagación de Fe de «establecer «una jornada de oración y de propaganda por las misiones» que se celebrara en un mismo día en todas las diócesis, parroquias e institutos del mundo católico… y para solicitar el óbolo para las misiones» (Sagrada Congregación de los Ritos: Institución de la Jornada Misionera Mundial, 14 de abril de 1926: AAS 19 [1927], p. 23s). Desde entonces, la Jornada misionera constituye una ocasión especial para recordar a todo el Pueblo de Dios la permanente validez del mandato misionero, porque «la misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales» (carta encíclica «Redemptoris missio» 2). Es al mismo tiempo oportuna circunstancia para reafirmar que «las misiones no piden solamente ayuda, sino compartir el anuncio y la caridad para con los pobres. Todo lo que hemos recibido de Dios –tanto la vida como los bienes materiales– no es nuestro» (ibídem 81). Esta Jornada es importante en la vida de la Iglesia, «porque enseña cómo se ha de dar: en la celebración eucarística, esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo» (ibídem), Sea, pues, este aniversario ocasión propicia para reflexionar sobre la necesidad de un mayor esfuerzo común en el promover el espíritu misionero y en el procurar las necesarias ayudas materiales, que tanto necesitan los misioneros.

7. En la Homilía conclusiva del Gran Jubileo, el 6 de enero del 2001, dije: «Es necesario recomenzar desde Cristo, con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado. Recomenzar desde Él ante todo en el empeño cotidiano por la santidad, poniéndonos en actitud de oración y de escucha de su palabra. Recomenzar también desde Él para testimoniar el Amor» (n. 8)

Por eso:
Recomienza desde Cristo, tú que has encontrado misericordia.
Recomienza desde Cristo, tú que has perdonado y recibido el perdón.
Recomienza desde Cristo, tú que conoces el dolor y el sufrimiento.
Recomienza desde Cristo, tú tentado por la tibieza: el año de gracia es tiempo sin confín.
Recomienza desde Cristo, Iglesia del nuevo milenio.
¡Canta y camina! (cf. Ritos de conclusión de la Santa Misa de la Epifanía del Señor 2001)

Que María, Madre de la Iglesia, Estrella de la evangelización, esté a nuestro lado en este camino, como estuvo junto a los discípulos el día de Pentecostés. A Ella nos dirigimos con confianza para que, por su intercesión, el Señor nos conceda el don de la perseverancia en la tarea misionera, que atañe a la entera Comunidad eclesial.
Con estos sentimientos, os bendigo a todos.

Juan Pablo II

Traducción realizada por la agencia misionera de la Santa Sede Fides.

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ZENIT Staff

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