Juan Pablo II: La tempestad y el arco iris, símbolos de la acción de Dios

Intervención del pontífice en la audiencia general del miércoles

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CIUDAD DEL VATICANO, 13 junio 2001 (ZENIT.org).- Del terror de la tempestad a la serenidad del arco iris. Este fue el itinerario que vivió Juan Pablo II con los peregrinos en la audiencia general de este miércoles al repasar el Salmo 28 que la Liturgia de las Horas presenta en las Laudes.

«Este es primordialmente el mensaje que emerge en la relectura «cristiana» del Salmo –aclaró el Papa–. Si los siete «truenos» de nuestro Salmo representan la voz de Dios en el cosmos, la expresión más elevada de esta voz es aquella en la que el Padre, en la teofanía del Bautismo de Jesús, ha revelado su identidad más profunda como «Hijo predilecto»».

Presentamos a continuación el texto íntegro que pronunció el Santo Padre.

* * *

1. Algunos estudiosos consideran el Salmo 28, que acabamos de escuchar, como uno de los textos más antiguos del Salterio. Poderosa es la imagen que lo articula en su desarrollo poético y orante: nos encontramos, de hecho, ante el avance progresivo de una tempestad. Está salpicado, en su original hebreo, por una palabra, «qol», que significa al mismo tiempo «voz» y «trueno». Por ello, algunos comentaristas llaman a este texto «el Salmo de los siete truenos», por el número de veces en las que resuena este vocablo.

En efecto, se puede decir que el Salmista concibe el trueno como un símbolo de la voz divina, que con su misterio transcendente e inalcanzable irrumpe en la realidad creada hasta conmocionarla y atemorizarla, pero que en su íntimo significado es palabra de paz y de armonía. El pensamiento se dirige en ese momento al capítulo XII del cuarto Evangelio, donde la voz que responde a Jesús desde el cielo es percibida por la muchedumbre como un trueno (cf. Juan 12, 28-29).

Al proponer el Salmo 28 en la oración de las Laudes, la Liturgia de las Horas nos invita a asumir una actitud de profunda y confiada adoración de la Majestad divina.

2. El cantor bíblico nos conduce a dos momentos y lugares. En el centro (versículos 3 a 9), tiene lugar la representación de la tempestad, que se desencadena a partir de la «inmensidad de las aguas» del Mediterráneo. Las aguas marinas para los ojos del hombre de la Biblia encarnan el caos que atenta contra la belleza y el esplendor de la creación, hasta destruirla y abatirla. Por tanto, en la observación de la furiosa tempestad, se descubre la inmensa potencia de Dios. El orante ve cómo se dirige el huracán hacia el norte para abatirse sobre la tierra firme. Los cedros altísimos del Monte Líbano y del monte Sarión, llamado en ocasiones Hermón, se retuercen con los rayos y parecen saltar bajo los truenos como animales atemorizados. Los truenos se acercan cada vez más, atravesando toda la Tierra Santa y bajando hasta el sur, hasta las estepas desiertas de Cadés.

3. Después de esta escena de movimiento y tensión intensos, se nos invita a contemplar, en pleno contraste, otra escena representada a inicios y al final del Salmo (versículos 1-2 y 9b-11). Al sobresalto y el miedo se contrapone ahora la glorificación en actitud de adoración de Dios en el templo de Sión.

Se da una especie de canal que comunica el santuario de Jerusalén con el santuario celeste: en estos dos ámbitos sagrados hay paz y se eleva la alabanza a la gloria divina. Al ruido ensordecedor de los truenos le sigue la armonía del canto litúrgico, al terror le sustituye la certeza de la protección divina. Dios aparece ahora sentado «por encima del aguacero», «como rey eterno» (versículo 10), es decir, como el Señor y el Soberano supremo de toda la creación.

4. Frente a estas dos escenas opuestas, el orante es invitado a vivir una doble experiencia. Ante todo, debe descubrir que el misterio de Dios, expresado en el símbolo de la tempestad, no puede ser capturado ni dominado por el hombre. Como canta el profeta Isaías, el Señor, como rayo o tempestad, irrumpe en la historia sembrando el pánico entre los perversos y los opresores. Ante su juicio, los adversarios soberbios son desarraigados como árboles golpeados por un huracán o como cedros sesgados por los dardos divinos (cf. Isaías 14,7-8).

Desde esta perspectiva, se hace evidente aquello que un pensador moderno (Rudolph Otto) calificó como el carácter «tremendum» de Dios, es decir, su trascendencia inefable y su presencia de juez justo en la historia de la humanidad. Ésta se engaña en vano al creer que puede oponerse a su soberana potencia. También María exaltará en el «Magnificat» este aspecto de la acción de Dios: «Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los soberbios de corazón, derribó a los potentados de sus tronos» (Lucas 1, 51-52a).

5. El Salmo nos presenta, sin embargo, otro aspecto del rostro de Dios, que se descubre en la intimidad de la oración y en la celebración de la liturgia. Es, según el pensador mencionado, el carácter «fascinosum» de Dios, es decir la fascinación que emana de su gracia, el misterio del amor que se difunde en el fiel, la seguridad serena de la bendición reservada al justo. Incluso ante el caos del mal, ante las tempestades de la historia, y ante la misma cólera de la justicia divina, el orante se siente en paz, envuelto en un manto de protección que la Providencia ofrece a quien alaba a Dios y sigue sus caminos. Gracias a la oración se experimenta que el auténtico deseo del Señor consiste en dar paz.

En el templo se ha resanado nuestra inquietud y cancelado nuestro terror; participamos en la liturgia celeteste con todos «los hijos de Dios», ángeles y santos. Y, tras la tempestad, semejante al diluvio destructor de la maldad humana, se alza ahora el arco iris de la bendición divina, que recuerda «la alianza perpetua entre Dios y toda alma viviente, toda carne que existe sobre la tierra» (Génesis 9, 16).

Este es primordialmente el mensaje que emerge en la relectura «cristiana» del Salmo. Si los siete «truenos» de nuestro Salmo representan la voz de Dios en el cosmos, la expresión más elevada de esta voz es aquella en la que el Padre, en la teofanía del Bautismo de Jesús, ha revelado su identidad más profunda como «Hijo predilecto» (Marcos 1, 11).

Escribe san Basilio: «»La voz del Señor sobre las aguas» se hizo eco más místicamente cuando una voz desde lo alto del bautismo de Jesús dijo: Este es mi Hijo amado. Entonces, de hecho, el Señor aleteaba sobre las aguas, santificándolas con el bautismo. El Dios de la gloria tronó desde lo alto con la fuerte voz de su testimonio… Y puedes entender por «trueno» esa mutación que, después del bautismo, se realiza a través de la gran «voz» del Evangelio» (Homilías sobre los Salmos: PG 30,359).

N. B.: Traducción del original italiano realizada por Zenit.

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ZENIT Staff

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