Juan Pablo II: La ternura de Dios, confianza del creyente

Comentario sobre la segunda parte del Salmo 26

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 28 abril 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 26 (versículos 7 a 14).

Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación.

Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.

No me entregues
a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí
testigos falsos,
que respiran violencia.

Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.

1. La Liturgia de las Vísperas ha dividido en dos partes el Salmo 26, siguiendo la estructura misma del texto que es parecida a la de un díctico. Acabamos de proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7 a 14 del Salmo: comienzan con un grito lanzado al Señor: «ten piedad, respóndeme» (versículo 7); después expresan una intensa búsqueda del Señor con el temor doloroso de sentirse abandonado por él (cfr vv. 8-9); por último, presentan ante nuestros ojos un horizonte dramático en el que los mismos afectos familiares desfallecen (Cf. versículo 10), mientras aparecen «enemigos», «adversarios», «testigos falsos» (versículo 12).

Pero también ahora, como en la primera parte del Salmo, el elemento decisivo es la confianza del que ora en el Señor que salva en la prueba y ofrece su apoyo en la tempestad. En este sentido, es bellísimo el llamamiento que se dirige a sí mismo al final el salmista: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (versículo 14; Cf. Salmo 41,6.12 y 42,5).

También en otros Salmos estaba viva la certeza de que del Señor se obtiene fortaleza y esperanza: «a los fieles protege el Señor… ¡Valor, que vuestro corazón se afirme, vosotros todos que esperáis en el Señor!» (Salmo 30, 24-25). El profeta Oseas exhortaba así a Israel: «espera en tu Dios siempre» (Oseas 12, 7).

2. Nos limitamos ahora a destacar tres símbolos de gran intensidad espiritual. El primero de carácter negativo es el de la pesadilla de los enemigos (Cf. Salmo 26,12). Son descritos como una bestia que acecha a su presa y, después, de manera más directa, como «testigos falsos» que parecen resoplar violencia por la nariz, como las fieras ante sus víctimas.

Por tanto, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene por guía e inspirador a Satanás, como recuerda san Pedro: «vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pedro 5, 8).

3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar del abandono incluso por parte de los padres: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (Salmo 26, 10).

También en la soledad y en la pérdida de los afectos más queridos, el orante nunca está totalmente solo porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento se dirige a un célebre pasaje del profeta Isaías que atribuye a Dios sentimientos de compasión y de ternura más que materna: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Isaías 49, 15).

A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas de todos, a las que nadie dará nunca una caricia, recordemos estas palabras del salmista y del profeta para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con amor sus rostros sufrientes y quizá regados por las lágrimas.

4. Llegamos así al tercer y último símbolo, repetido en varias ocasiones por el Salmo: «Buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (versículos 8-9). El rostro de Dios es, por tanto, la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible, la de poder «gozar de la dicha del Señor» (versículo 13).

En el lenguaje de los salmos, «buscar el rostro del Señor» es con frecuencia sinónimo de la entrada en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión comprende también la exigencia mística de la intimidad divina a través de la oración. En la liturgia, por tanto, y en la oración personal, se nos concede la gracia de intuir ese rostro que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (Cf. Éxodo 33,20). Pero Cristo nos ha revelado, de manea accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad –como nos recuerda san Juan– «le veremos tal cual es» (1 Juan 3, 2). Y san Pablo añade: «Entonces veremos cara a cara» (1 Corintios 13, 12).

5. Al comentar este Salmo, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá la gloria del Señor de manera desvelada y, al hacerse igual que los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281).

Y san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de este modo la oración del salmista: «No he buscado en ti algún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. «Tu rostro buscaré, Señor». Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; no buscaré otra cosa insignificante, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso… «No te alejes airado de tu siervo» para que buscándote no me encuentre con otra cosa. ¿Qué pena puede ser más dura que ésta para quien ama y busca la verdad de tu rostro? (Comentarios a los Salmos, 26,1, 8-9, Roma 1967, pp. 355.357).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis en castellano] La segunda parte del Salmo 26 es un canto de confianza elevado al Señor, que salva en el momento de la prueba y nos sostiene durante la tribulación. A este respecto, es muy bella la exhortación que el salmista se dirige a sí mismo: «Espera en el Señor, sé valiente, ten animo, espera en el Señor» (v. 14). Como en otros salmos, aparece la certeza de que la fortaleza y la esperanza vienen del Señor.

Tres símbolos resaltan en este Salmo. El primero es la pesadilla de los enemigos, descritos como falsos testigos que respiran violencia, el segundo es la pérdida de los afectos naturales más queridos y el tercero, varias veces repetido, es la búsqueda del rostro divino que en el lenguaje de los salmos es sinómino de la entrada en el templo y más específicamente la intimidad con Dios a través de la oración.

Con la confianza que da poder contemplar el rostro de Dios, el cristiano entra en contacto con su gloria. A este respecto San Agustín completa la oración del salmista al decir: «No buscaré cualquier cosa insignificante, sino tu rostro, oh Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso».

[A continuación, el Papa dirigió este saludo a los peregrinos en castellano]
Saludo con afecto a los peregrinos y familias de lengua española. En especial al grupo de fieles de Granada (España), y al de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima, de Salta (Argentina). A todos os animo a encontrar la fortaleza y la serenidad en la contemplación del rostro misericordioso de Cristo. Gracias por vuestra atención.

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ZENIT Staff

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