Juan Pablo, testigo de la misericordia

Por monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

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ROMA, domingo, 1 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- A los seis años de su muerte, celebramos la beatificación de Juan Pablo II. Su proceso de beatificación ha sido rápido, ciertamente, pero no ha tenido más privilegio que la dispensa de los cinco años exigidos tras la muerte para el inicio de la causa, tal y como ocurrió en el caso de la Madre Teresa de Calcuta. Benedicto XVI juzgó que el clamor popular en los funerales de Juan Pablo II («¡Santo Subito!»), había que dirigirlo con prudencia. Su consigna fue: «Trabajad rápido, pero sobre todo… ¡trabajad bien!».

No pretendo hacer una semblanza neutral de la figura de Juan Pablo II, desde el momento en que me considero un hijo espiritual de su prolongado pontificado de más de 26 años. Me limito a subrayar las declaraciones de Slawomir Oder, postulador de la causa de beatificación; un hombre por cuyas manos habrán pasado muchos miles de folios que recopilan los testimonios de quienes le conocieron: «Una de las cosas que más me ha sorprendido es que no me ha sorprendido casi nada. Es decir, Juan Pablo II era transparente. Tal y como lo veíamos, así era. No existió un «Wojtyla mediático» y un ‘Wojtyla privado'». Más aún, se conserva documentación de los Servicios Secretos de la Polonia comunista, en la que se advertía de la peligrosidad que la figura de Karol Wojtyla suponía para el régimen, precisamente porque entre las abundantes cualidades que le otorgaban un gran liderazgo, no habían descubierto ningún episodio que lo hiciese vulnerable moralmente. ¡Juan Pablo II fue, antes que nada, alguien transparente y auténtico!

En mi opinión, la gran aportación del pontificado de Juan Pablo II nace de la integración de dos intuiciones que nuestra cultura ha solido contraponer equivocadamente: el humanismo y la apertura a la misericordia de Dios. Su carisma estaba lleno de frescura, alegría, proximidad, diálogo, cariño, optimismo…; pero sin caer en el error de olvidar la profunda herida que el pecado ha infligido en la naturaleza humana y en las estructuras sociales. El pontificado de Juan Pablo II afrontó el riesgo de ruptura por los dos extremos: el integrismo lefevrista y la teología de la liberación secularizada. Sus convicciones eran muy claras: La Iglesia no ha de limitarse a proclamar el depósito de la fe, sino que al mismo tiempo tiene que hacer un esfuerzo de diálogo con el mundo. Pero, por otra parte, el verdadero humanismo no debe caer nunca en la ingenuidad de ensalzar la autonomía del hombre, hasta el punto de hacer innecesaria la gracia de Dios. ¡No podemos alcanzar la felicidad ni la salvación sin la gracia de Jesucristo! (cfr. Jn 15, 5).

La fecha elegida para la beatificación de Juan Pablo II es muy ilustrativa: el segundo domingo de Pascua, solemnidad de la Divina Misericordia. Se trata de la fiesta litúrgica instituida por él mismo, y en cuya víspera falleció.

Entender a Juan Pablo II, es adentrarse en su convicción de la necesidad que tiene el ser humano de misericordia. Karol Wojtyla había experimentado los horrores de la Segunda Guerra Mundial y había comprobado los límites a los que puede llegar el pecado del hombre, y también su santidad. Por ello, en los años de la recuperación económica y del progreso fácil, no pudo por menos de levantar su voz contra el olvido de Dios en las sociedades del bienestar, así como contra la riqueza acumulada sobre la pobreza de los más débiles.

Insisto, la palabra clave es MISERICORDIA. Cercano ya el «atardecer» de su vida, Wojtyla no dudó en hacer el siguiente balance: «El mensaje de la Divina Misericordia ha formado la imagen de mi pontificado». El humanismo de Juan Pablo II -que irradia vitalismo- transmite a su vez la convicción de que el hombre moderno sigue siendo «mendigo de misericordia».

El broche de oro en la vida de Juan Pablo II fue el testimonio de su vejez y de su muerte, vividas ante los ojos del mundo. Aquello formó parte de la «escuela» de la misericordia: «…porque cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). Juan Pablo II ganó más almas y más corazones viviendo su debilidad y su decrepitud en pleno abandono en las manos de Dios, que con todos los esfuerzos que realizó en sus años de plenitud.

Cuenta el postulador de la causa de beatificación, que entre la multitud de cartas recibidas en su oficina, le llamó la atención la de un niño que sólo había puesto en la dirección: «Juan Pablo II, Paraíso». Esto quiere decir dos cosas: que el servicio de correos italiano es muy eficaz; y en segundo lugar, que desde la inocencia ya sabíamos que Juan Pablo II continúa siendo nuestro padre y pastor desde el Cielo.

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ZENIT Staff

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