La gratitud, memoria del corazón

Comentario al evangelio del Domingo 28º del T.O./C

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

«Iba Jesús caminando hacia Jerusalén y salieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y a gritos le decían: «¡Jesús Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y mientras iban de camino, quedaron todos sanos. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios en alta voz y, echándose a los pies de Jesús con el rostro en tierra, le daba gracias. Este era samaritano. Jesús entonces preguntó: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y le dijo: «Levántate y vete, que tu fe te ha salvado»» (Lc. 17, 11-19).

La gratitud es la memoria del corazón. Sin embargo, nos dirigimos a Dios más para pedirle favores que para darle gracias, alabarlo y adorarlo con amor y gozo por los inmensos favores que nos ha hecho, nos hace y nos hará; y los favores más grandes sin que se los hayamos pedido: la vida, la familia, la creación, la fe, la Biblia, la Eucaristía…, la resurrección y la vida eterna.

No nos limitemos a la oración de petición, y demos gracias a Dios de continuo, como exhorta san Pablo, pues la oración de gratitud es la más eficaz para que nos dé, nos conserve y multiplique sus dones, especialmente el don máximo y definitivo: el paraíso eterno.

Sí, los creyentes necesitamos cultivar más y mejor la memoria del corazón para con Dios. Esa gratitud amorosa por cuanto Dios es para cada uno de nosotros: la fuente inagotable de todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.

Los diez leprosos no atribuyen a Dios su horrible enfermedad, sino que de Dios esperan la curación, pues es el único que puede curarlos. Mas hoy muchos que se dicen creyentes, echan la culpa a Dios de las enfermedades y desgracias que les suceden a ellos o a otros, y que tienen otras causas.

Dios puede permitir la enfermedad y la desgracia, como permite la muerte por ser la puerta de la vida eterna, pues esta vida no es la vida. Como un padre y una madre permiten y desean una operación dolorosa que salva la vida de un hijo. Pero no tienen culpa alguna del dolor causado por la operación.

¡Cuántas veces la enfermedad y la desgracia son el único recurso que puede despertar al hombre de una existencia sin sentido, o de una rutina religiosa en la que vivía muriendo, camino de la muerte eterna!

Puede ser que estemos imitando a los nueve leprosos judíos que no volvieron a dar gracias, porque para ellos contaba más su curación y cumplir la ley, que la gratitud a la persona que los había curado. Solo un pagano reconoció en su curación el amor de Dios Padre que lo llamaba a cambiar de vida para mejor.

Por desgracia podemos sentirnos con derecho a lo que Dios nos da gratis, y creer que no tenemos que agradecerle nada. Es más: nos creemos con derecho a idolatrar sus bienes, poniéndolos en lugar de Él, utilizarlos para ofenderlo, e incluso considerarlo un rival de nuestra felicidad. Lo cual es u grande y fatal desacierto.

La gratitud hecha vida, nos da paz, alegría, mérito y salvación, admiración, esperanza, para construir así, con Dios, la vida feliz que Él quiere para todos en el tiempo y en la eternidad. La gratitud a Dios es garantía de que lo amamos de verdad, con ese amor que “cubre multitud de pecados”.

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

Jesús Álvarez

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación