La historia inédita de las Jornadas Mundiales de la Juventud

Narrada por uno de sus creadores, el cardenal Cordes

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ROMA, martes, 15 julio 2008 (ZENIT.org).- Cuando en 1983 se pensó en convocar una Jornada Mundial de la Juventud, en el Vaticano parecía una idea descabellada, imposible de realizar. Hoy, como demuestra Sydney, se ha convertido en uno de los acontecimientos evangelizadores más importantes para la Iglesia.

El cardenal Paul Josef Cordes, hoy presidente del Consejo Pontificio «Cor Unum», en ese momento vicepresidente del Consejo Pontificio para los Laicos, narró la historia inédita de las Jornadas Mundiales de la Juventud al celebrar los 25 años del Centro Internacional Juvenil San Lorenzo, dependiente de la Santa Sede, el 15 de marzo pasado.

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La idea de crear las Jornadas Mundiales de la Juventud nació en el Año Santo extraordinario 1983/84. La ciudad eterna fue invadida por asociaciones, sociedades, hermandades y grupos de todo tipo. Uno de los voluntarios del Centro Internacional Juvenil San Lorenzo (creado por Juan Pablo II hace 25 años junto al Vaticano), don Massimo Camisasca de «Comunión y Liberación», preguntó: «¿Por qué, en este Año Santo, no hacemos también un encuentro internacional de la juventud?». Respondí: «La idea es interesante; pero ¿quién podrá organizarlo?». Me parecía evidente que un asunto semejante excedía completamente las posibilidades del Consejo Pontificio para los Laicos. Y que habría podido lograrlo sólo a condición de que se empeñaran en ello todas las nuevas iniciativas espirituales que colaboraban en el Centro. Los reunimos y fuimos capaces de arrancarles su disponibilidad, contra el parecer de algunos de entre los dirigentes mayores, que, debido a sus pésimas experiencias en una reunión análoga celebrada el Año Santo de 1975, suscitaron muchas reservas. Pero –gracias a Dios– los escépticos no lograron apagar la fresca serenidad y el necesario impulso juvenil de los demás.

Cuanto más se acercaba la primera Jornada de la Juventud, tanto más fuertes se manifestaban las resistencias externas. De algunas diócesis que habíamos invitado, llegaban comentarios críticos, como: «No es competencia del Vaticano ocuparse de nuestros jóvenes». El alcalde (comunista) de Roma se desdijo a última hora de autorizaciones ya concedidas, de manera que no fue posible preparar el previsto campamento de tiendas en el parque de la Pineta Sacchetti de Roma ni instalar allí los alojamientos asignados. A los ecologistas se asociaron periodistas para dar la alarma sobre la inmediata devastación de jardines y áreas públicas de la urbe. Aparecieron artículos de periódico con títulos del tipo «Llegan los Hunos». Y sin embargo, a pesar de nuestra total inexperiencia en cuanto a megareuniones de ese tipo, y a pesar de los obstáculos interpuestos, el gran encuentro fue un éxito triunfal. Algo así como trescientos mil jóvenes acogieron la invitación del Papa y el Domingo de Ramos participaron en la eucaristía en la Plaza de San Pedro. La masa de extranjeros era muy superior a la esperada, y sin embargo todo se desarrollò de modo tan ordenado y ejemplar que asombró al mundo entero. El nonagenario cardenal decano Carlo Confalonieri, que había seguido algunas fases de la fiesta juvenil desde la terraza de la basílica vaticana, observó: «Ni siquiera los romanos más viejos pueden recordar algo semejante».

En el Consejo para los Laicos desgastamos hasta la última de nuestras fuerzas físicas . Durante medio año no tuvimos en mente otra cosa que la Jornada de la Juventud. Todo el resto lo habíamos dejado de lado. Que nos echasen en cara el haber creído en ella y haberl querido organizarla con todas nuestras fuerzas; de hecho habíamos pagado nuestra deuda con la juventud mundial hasta el último céntimo. Evidentemente el Papa Juan Pablo II pensaba de otro modo. Poco antes de las vacaciones veraniegas nos hizo saber: «El año próximo ha sido proclamado por la ONU el Año de la Juventud. ¿No sería el caso de invitar de nuevo a Roma a la juventud del mundo?».

Al oír la propuesta, es comprensible que nuestro entusiasmo fuera muy contenido. Quedaba muy poco tiempo para los preparativos, ya que la pausa de las vacaciones estivales con los dos meses de interrupción estaba a las puertas, y la fecha a fijar sería de nuevo el Domingo de Ramos. Sin decir que no habríamos podido de nuevo durante medio año pretender el empeño de grupos del Centro para una nueva Jornada de la Juventud. Por otra parte debíamos decir sí al Papa, sobre todo porque es el Papa, y luego porque habíamos visto en primera persona que la primera Jornada de la Juventud había marcado un gran impulso de fe para muchísimos jóvenes. Nuestra buena disposición a la obediencia encontró pronto un eco inesperado, que nos quitó muchas preocupaciones: Chiara Lubich, la fundadora de los Focolares, puso a nuestra disposición todas las fuerzas de su movimiento, de modo que pudimos apoyarnos en una organización ya rodada.

Por segunda vez, la participación de los jóvenes fue oceánica: en la liturgia de clausura ante la basílica de Letrán se contaron cerca de doscientas cincuenta mil personas. En el Consejo para los Laicos habríamos querido cerrar por un poco el capítulo «juventud»; nos incumbían muchas otras obligaciones. El Lunes Santo, al límite de la extenuación, me escapé a Alemania para poder finalmente dormir y recuperarme un poco del cansancio. El Domingo de Pascua seguí la transmisión televisiva de la liturgia en la Plaza de San Pedro. La homilía del todavía joven Papa me entusiasmó. Pero un pasaje me irritó: con muchísima energía el Papa dijo estas frases: «Me encontré el domingo pasado con centenares de miles de jóvenes y tengo impresa en el alma la imagen festiva de su entusiasmo. Deseando que esta maravillosa experiencia pueda repetirse en los años futuros, dando origen a la Jornada mundial de la juventud en el Domingo de Ramos…». El Santo Padre le había cogido gusto, y había instaurado una práctica nueva en la Iglesia católica.

Así empezó la celebración de las jornadas de la juventud, que ha tocado diferentes países del planeta, alternando reuniones internacionales con las realizadas en las iglesias locales. La inauguró Buenos Aires en Argentina. Siguieron España, Estados Unidos, Europa y Asia. De especial relieve fueron el encuentro de París y el de Roma durante el Año Santo de 2000. La cumbre numérica se tocó en Filipinas, donde se reunieron algo así como cuatro millones de personas en fiesta. Los medios estuvieron de acuerdo en comentar que la familia de los pueblos no había asistido nunca a un evento en el que hubiera participado –voluntariamente con grandísima alegría- una tan gran multitud de personas.

Traducido del italiano por Nieves San Martín

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ZENIT Staff

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