La Iglesia católica y la pena de muerte

ROMA (Redacción central), 26 mayo 2001 (ZENIT.org).- Hace tiempo que los obispos católicos de Estados Unidos vienen expresando su oposición a la pena de muerte. En noviembre de 1980, la Conferencia Episcopal publicó una «Declaración sobre la Pena Capital» pidiendo la abolición de la pena de muerte.

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Los obispos afirmaban que la iniciativa se proponía promover valores que son importantes para los cristianos y la idea de que «necesitamos evitar pagar una vida con otra vida». La declaración argüía que eliminar la pena capital manifiesta la creencia en el «valor y dignidad únicos de cada persona desde el momento de la concepción».

Con la publicación de 1995 de la encíclica «Evangelium Vitae» de Juan Pablo II, se confirmó oficialmente la resistencia de la Iglesia al uso de la pena de muerte. En el párrafo 56 del documento, el Papa indicaba que hay una tendencia creciente a limitar o abolir la pena de muerte.

La encíclica no declaraba si el empleo de la pena capital en sí mismo es inaceptable. Sin embargo, quitar la vida a un delincuente es visto como una medida extrema que no debería ser puesta en práctica excepto en «casos de absoluta necesidad». El Papa explica luego que esta necesidad se refiere al caso en que no sea posible defender a la sociedad sin la muerte del prisionero. Pero estos casos, indica Juan Pablo II, «son muy raros si no prácticamente inexistentes».

El Catecismo de la Iglesia Católica fue enmendado para incluir en él estas palabras del Papa. El número 2267, incluye ahora la enseñanza de la «Evangelium Vitae» y explica que mientras la Iglesia no excluye absolutamente la pena de muerte, se prefieren medios no letales cuando son suficientes para defender la seguridad del pueblo.

En un largo artículo de reflexión sobre la pena de muerte y la postura de la Iglesia, el cardenal Avery Dulles, «First Things» –abril de 2001–, explica que la doctrina de la pena de muerte permanece, ya que el Estado todavía tiene el derecho de imponer la pena capital a personas convictas de crímenes muy graves.

Al mismo tiempo, el cardenal Dulles explica que incluso en el pasado «la tradición clásica mantenía que el Estado no debería ejercer este derecho cuando los efectos perjudiciales prevalecen sobre los beneficiosos». De manera que la cuestión de si la pena de muerte debería ser aplicada en las actuales condiciones, es una determinación guiada por la prudencia y basada
en un análisis de las circunstancias. «El Papa y los obispos, usando su juicio prudente, han llegado a la conclusión de que, en la sociedad contemporánea, al menos en los países como el nuestro, la pena de muerte no debería ser invocada ya que, haciendo balance, hace más daño que bien», explicaba el reconocido teólogo estadounidense.

Desde la publicación de la encíclica, Juan Pablo II ha hecho repetidos llamamientos a que se acabe la pena de muerte. También ha enviado numerosos mensajes a los gobernadores estadounidenses pidiendo que se actúe con clemencia. En enero de 1999, durante su visita a Saint Louis, el Papa hizo un llamamiento en favor del cese de la pena de muerte, explicando que era
«cruel e innecesaria».

En el caso de McVeigh, el Papa envió un mensaje al presidente George W. Bush pidiendo que le perdonara la vida. Si embargo, según «Associated Press», 29 de abril, una portavoz de la Casa Blanca dijo que Bush no tenía intención de conceder el indulto. Claire Buchan explicaba que, aunque «el presidente tiene un gran respeto por el Papa y ésta es una situación trágica, no tiene intención de detener la ejecución de McVeigh».

Petición de clemencia de los obispos estadounidenses
En las últimas semanas, varios obispos han pedido también clemencia en el caso de McVeigh. El pasado 15 de mayo, el arzobispo de Indianapolis, Daniel M. Buechlein, que es miembro del Comité de Actividades Pro-Vida de la Conferencia Episcopal, publicó una declaración en la que afirmaba que la pena de muerte ya no es un modo adecuado para que la sociedad se proteja de
los criminales.

El arzobispo Buechlein argüía que la pena capital devalúa la vida humana y no favorece el progreso de la sociedad. Ejecutar a McVeigh sólo «prolonga el ciclo de violencia» y no es una solución para la ira y el dolor de las víctimas.

En una primera declaración, el 5 de abril, el arzobispo de Indianapolis había expresado su horror por el crimen llevado a cabo por McVeigh e indicaba que «muchos creen que ningún criminal es más merecedor de la pena de muerte».

Sin embargo, aducía que «en tiempos recientes, la pena de muerte hace más daño que bien, ya que alimenta el frenesí de la venganza, mientras que no hay una prueba demostrable de que la pena capital disuada de la violencia». Tal revancha «ni libera a las familias de las víctimas, ni ennoblece a las víctimas del crimen». El modo más honorable de conmemorar a las víctimas del crimen de McVeigh, concluye el arzobispo Buechlein, «es elegir la vida antes que la muerte».

Signos de cambio
Hay indicios de que la oposición mantenida por muchos a la pena de muerte está surtiendo efecto en Estados Unidos. Un artículo publicado por el «Chicago Tribune» del 6 de mayo, explicaba que en Illinois, el gobernador George Ryan se opone a seguir ejecutando a delincuentes. Sólo dos meses después de acceder al cargo como gobernador en 1999, Ryan dio luz verde con muchos reparos a la pena de muerte para Andrew Kokoraleis.

En enero de 2000, Ryan suspendió las ejecuciones en Illinois. El mes pasado, durante una charla a los estudiantes de Derecho de la Universidad Loyola, el gobernador comentó que, personalmente, «no podría accionar el interruptor» del terrorista de Oklahoma, Timothy McVeigh. Ryan también suscitó la cuestión de si podría ejecutar a alguien incluso bajo un sistema de pena de muerte «sin tacha».

De acuerdo con el «Chicago Tribune», el cambio de Ryan sobre la pena de muerte es notable, dada su reputación de político republicano «conservador de la ley y el orden» que ha detenido la aplicación de la pena de muerte por su preocupación sobre un sistema de acusación plagado de errores.

En Estados Unidos, según un análisis publicado por el «Wall Street Journal» del 22 de mayo, el apoyo público a la pena capital está decayendo y hay dudas crecientes sobre la falibilidad de las pruebas. El número de personas anualmente sentenciadas a muerte en Estados Unidos ha bajado –en tres de los últimos cuatro años de los que se dispone de estadísticas- a 272 en 1999, desde un punto máximo de 319 en 1994 y 1995.
En Arkansas y Carolina del Norte, las autoridades han establecido criterios más exigentes y han aumentado los fondos públicos para los costes legales de los acusados de delitos castigables con la pena de muerte. Mientras tanto, Florida se ha convertido este año en el estado número 15 que prohibe la ejecución de internos con minusvalía mental. Y el gobernador Jim Gilmore, de Virginia, al que Bush hizo presidente del Comité Republicano Nacional a principios de este año, ha firmado un estatuto para mejorar el acceso a las pruebas del DNA.

La semana pasada, el «Wall Street Journal» observaba que la Cámara de Texas había votado para crear las primeras normas del estado para abogados nombrados para tribunales. Y el Tribunal Supremo decidirá este otoño si prohibir la ejecución de los internos con minusvalía mental.

Evangelizar la cultura
En la carta apostólica «Novo Millennio Ineunte», publicada el pasado 6 de enero, Juan Pablo II repetía su llamada a una «nueva evangelización» (par. 40) necesaria para proclamar el mensaje cristiano. Esto debería hacerse «de tal modo que los valores propios de cada pueblo no sean rechazados sino purificados y llevados a su plenitud». El debate sobre la pena de muerte continúa y es precisamente uno de los muchos desafíos que afrontan los cristianos en su misión.

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ZENIT Staff

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