La íntima relación entre Antiguo y Nuevo Testamento en la liturgia cristiana

Firma de teología litúrgica a cargo de Don Mauro Gagliardi

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ROMA, martes 12 de enero de 2009 (ZENIT.org).- En su artículo, originariamente escrito en inglés, el padre Paul Gunter, O.S.B., profesor del Instituto Pontificio Litúrgico de Roma y Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, presenta la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento en la liturgia cristiana. Animamos a los lectores a realizar una lectura atenta, frase por frase, de esta contribución, sintética en la extensión, aunque densa en cuanto a contenidos y rica en ideas útiles para posteriores profundizaciones (Mauro Gagliardi).

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Por el padre Paul Gunter, OSB

La vida de Jesucristo estaba definida y ordenada por la oración pública y privada. Jesús conocía la liturgia de la sinagoga, y su constante deseo de cumplir la voluntad del Padre estaba apoyado por la liturgia de Israel, mientras la Torah coordinaba los sacrificios prescritos para el culto a Dios. El objetivo histórico del culto de Israel nos proyecta del Antiguo Testamento hacia el Nuevo Testamento, mientras que la historia de la salvación encuentra su unidad en la Cruz y en la Resurrección de Jesús [1]. Sin tener en cuenta la estrecha relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento sería imposible comprender el don y el significado de la liturgia cristiana.

En el contexto de estas fundamentales conexiones no se debe olvidar que las prácticas judías han evolucionado a lo largo de la historia, sobre todo después de la destrucción del Templo, de manera similar a como se desarrollaría después la misma liturgia cristiana, en contextos diversos, a través de los siglos. Muchos estudiosos sostienen que la liturgia de la sinagoga cambió cuando los ritos que se desarrollaban antes en el Templo fueron trasladados a las sinagogas. Al buscar paralelismos entre cristianos y judíos, se podría quizás también reconocer que hacían cosas opuestas los unos de los otros, con el objetivo de diferenciarse. ¿Los influjos sobre el Cristianismo parecen proceder también de movimientos judíos del siglo I, a menudo ocultos en las comparaciones a causa de la destrucción del Templo, y no necesariamente de la misma amplitud que parte de las tradiciones rabínicas, que sólo más tarde fueron aceptadas como Judaísmo ortodoxo? [2].

La exhortación de san Pablo a orar constantemente (1 Ts 5,17) está inspirada en varios momentos de oración cotidiana de la liturgia de Israel. El Deuteronomio, en los versículos 6,7 y 11,19, pide recitar el Shma Israel [Escucha Israel] cada mañana y cada tarde. Daniel 6,10 añade otros tres momentos de oración a desarrollar durante la jornada. Las cinco distintas horas de la Liturgia judía de las horas giran en torno a las oraciones de la mañana y de la tarde. Se cree que Pentecostés se inició por la mañana, cuando los discípulos estaban reunidos en oración (Hch 2,15). Pedro se encontraba en oración al mediodía cuando tuvo la visión de Joppe (Hch 10,9). Pedro y Juan entraron en el Templo para la oración diaria en la hora nona (Hch 3,1). Los salmos del Hallel, 148-150, caracterizan las alabanzas cristianas. El salmo 141 da a las vísperas un énfasis de sacrificio. La liturgia doméstica de la luz en el Sábado, en el contexto del sacrificio de alabanza, ha influido en muchos himnos y oraciones cristianas que han trasladado esa luz a Cristo. La Didajé prescribía recitar el Padre Nuestro tres veces al día, en el lugar de la oración judía de las Dieciocho bendiciones [3].

También en la Liturgia de las horas, la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén centraba su vida en la Eucaristía. A pesar de ello, la comunidad participaba también en las funciones del Templo y de la sinagoga, considerando que el culto era dirigido al Padre de Jesucristo, que podía ser alabado a través del Hijo. La primera liturgia de los cristianos específicamente “cristiana” era todavía simple en cuanto a su estructura y los primeros cristianos satisfacían su deseo de solemnidad litúrgica en las funciones en el Templo.

Las primitivas celebraciones eucarísticas tenían lugar en el ámbito de una comida común, a cuyo inicio el cabeza de familia partía el pan. En la tradición judía, el significado religioso de la comida estaba expresado tanto en el Kiddush inicial como en la Berakah final, en la que se recitaban tres oraciones de bendición sobre el cáliz de plata de las bendiciones: agradecimiento por la comida que se compartía, alabanza por la Tierra Prometida, y oración por Jerusalén. El relato del cáliz y de la fracción y distribución del pan, en Lc 22,17, se introduce en la linea de la tradición del Kiddush que daba inicio a la comida. Las palabras pronunciadas sobre el cáliz “después de la cena” (Lc 22,20) se refieren al cáliz de la bendición después de la comida [4]. La Última Cena de Jesús, muy lejos de cualquier dimensión de fraternidad, se introduce en el surco de la tradición de las comidas festivas judías con los correspondientes rituales dirigidos a la Alianza con el Dios de Israel. La novedad de la Última Cena está en la nueva y eterna alianza instituida en el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Después de la Ascensión, la comunidad de los apóstoles partía el pan toda junta “en casa” (Hch 2,46) y frecuentaba junta el templo.

En los orígenes de la historia cultual, el Génesis describía la orden a Abraham de sacrificar a su único Hijo y descendiente de una esperada tierra prometida. El sacrificio ofrecido consiste en un cordero, sacrificio representativo dado por Dios a Abraham y que Abraham ofreció debidamente. En el mismo sentido, nosotros ofrecemos el sacrificio como está descrito en el Canon Romano ‘de tuis donis ac datis’. Aquí el cordero viene de Dios no en sustitución, sino como verdadero representante [5], como el Agnus Dei, en el cual somos conducidos a Dios. En el Éxodo, capítulo 12, en la institución de la liturgia de la Pascua, el cordero del rescate es el primogénito, del cual después se dirá que es “el primogénito de toda la creación” (Col 1,15).

Junto al sistema de sacrificio del Antiguo Testamento también está la profecía. Oseas 6,6 auspicia el amor y no el sacrificio, el conocimiento de Dios más que los holocaustos. Jesús dice simplemente: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13). La razón de la limitación en el culto del templo está indicada en el Salmo 50: “¿Es que voy a comer carne de toros o a beber sangre de machos cabríos?”. En Hechos 7, Esteban responde a la acusación de haber dicho que Jesús iba a destruir el Templo y cambiar las costumbres dictadas por Moisés (Hch 6,14). Él afirma que Moisés había construido la tienda del encuentro según el modelo que había visto en la montaña, cosa que demuestra que el templo terreno era sólo el reflejo de algo que se refiere a algo diferente a sí mismo. Esteban cita la profecía mesiánica del Deuteronomio 18,15: “Yahvé tu Dios suscitará, de en medio de ti,entre tus hermanos, un profeta como yo”. De la misma manera que Moisés construyó el tabernáculo [mirando más allá], así el culto, la enseñanza moral y los sucesivos profetas se dirigen al Nuevo Moisés. Esteban afirma que el Profeta definitivo conduciría al pueblo al cumplimiento de esta profecía sobre la Cruz [6] en la que la destrucción del cuerpo terreno de Jesús coincide con el fin del Templo en Jn 2,19: “Destruid este templo y lo levantaré en tres días”. Pero mientras no es Jesús quien ha demolido el Templo, el nuevo Templo empieza en el cuerpo viviente de Jesús, por la Resurrección. En la Misa, Cristo vivo se comunica a sí mismo a nosotros y nos lleva al Dios de la Alianza como punto de encuentro al que llega todo lo que parte de la antigua Alianza y de toda la historia religiosa del hombre, por el poder de la Cruz y de la Resurrección de Jesús.

Aunque la liturgia de la fe
cristiana deba mucho de su desarrollo al culto de la sinagoga, esta última siempre estaba ordenada al Templo, también después de su destrucción. El culto de la sinagoga espera la restauración del Templo. En el culto cristiano, en cambio, el lugar del Templo de Jerusalén ha sido tomado del Templo universal del Cristo resucitado que atrae a la humanidad al eterno amor de la Trinidad, a través de la Eucaristía que es el Sacrificio de la Nueva Alianza. Tanto la sinagoga como el Templo han entrado en la liturgia cristiana [7]. La progresión del Antiguo Testamento hacia el Nuevo, la búsqueda humana y el diálogo entre Dios y el hombre en la oración se basan en la liturgia cristiana que nos presenta al Redentor mientras nos enseña a desear nuestra morada eterna en Dios.

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Notas

1) RATZINGER J., The Spirit of the Liturgy, Ignatius Press, San Francisco 1999, 37.

2) LEVINE L.I., The Ancient Synagogue: The First Thousand Years, Yale University Press 1999, 134-159.

3) KUNZLER M., The Church’s Liturgy, Continuum, New York, 2001, 333.

4) KUNZLER M., The Church’s Liturgy, 177.

5) RATZINGER J., The Spirit of the Liturgy, 38.

6) RATZINGER J., The Spirit of the Liturgy, 40-42.

7) RATZINGER J., The Spirit of the Liturgy, 49.

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ZENIT Staff

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