«La muerte ha dejado de ser la gran educadora»

Advierte el sociólogo y escritor Paul Yonnet

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ROMA, viernes, 9 mayo 2008 (ZENIT.org).- El hecho de que actualmente el hombre pase media vida sin la conciencia de su propia muerte, sumido «en una especie de euforia y despreocupación», desemboca en su deshumanización, advierte el sociólogo francés Paul Yonnet.

El fenómeno se cuenta entre «Los efectos culturales de la revolución demográfica», tema de la intervención del estudioso en el congreso «Custodios e intérpretes de la vida. Actualidad de la encíclica Humanae vitae», por el 40º aniversario de la publicación del documento de Pablo VI.

La imposibilidad de Yonnet de acudir a la cita académica el jueves, en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, no impide que al menos parte de su reflexión tenga difusión, gracias a L’Osservatore Romano -edición en italiano fechada este viernes–.

Una mirada al presente y al pasado amplían la comprensión del contexto de publicación de la Humanae vitae. A mediados de los ’90 en Francia el 82,1% de los niños nacidos habían sido deseados en aquel momento, y el 10,5% habían sido deseados pero no en aquel momento –fueron llamados «mal planificados»–; el 7,4% restante fueron nacimientos no deseados. A mediados de los ’60 los nacimientos no previstos y no deseados eran aproximadamente el 42% del total.

Son datos que apunta Yonnet para señalar que «fenómenos del mismo tipo son observables en todas las sociedades que han conocido la revolución demográfica» por una disminución de la fecundidad, pero también de la mortalidad infantil y juvenil con su desplazamiento hacia la ancianidad.

Ello «ha generado la concepción y el nacimiento de los niños individualmente deseados», de manera que la revolución demográfica –que lo es «de cantidad»– «ha desencadenado o más bien permitido una revolución de la calidad», advierte Paul Yonnet.

Y como «el niño es actualmente el fruto de una reproducción guiada, querida, y tiene la certeza de vivir», entonces «haber sido deseado, ser deseado, creer o saber que se ha sido deseado es la representación racional central de la construcción psicológica del individuo», deduce.

Observa el sociólogo que en los padres campa la inquietud de mostrarse y mostrar al hijo que éste «ha sido concebido por sí mismo, para ser él mismo, una personalidad particular, y que no se trata del fruto de la casualidad acogido sin deseo».

«El deseo de un niño» se plasma «en la autonomía, en la exigencia de autonomización rápida de la personalidad escondida del niño», un mecanismo que también deriva en que «el acceso a una «autonomía plena y total» se haya convertido en la norma educativa más importante de la sociedad», indica Yonnet.

Y muestra las consecuencias: «Hacer emerger el yo individual del niño es la norma educativa fundamental del tiempo, y por ello este tiempo es también el tiempo del egocentrismo», que «es el producto específico de la individualización moderna».

Hace una aclaración: esa autonomía a la que accede el niño, después adolescente, «es una autonomía psicológica, no social o material». «Se desarrolla en un universo de restricciones», sumada a la erradicación de la mortalidad en edad temprana; entonces tal autonomía «tiende a generar sentimientos de omnipotencia», entierra «la antigua humildad de la juventud en beneficio de actitudes corrientes de desafío», y es una de las causas «del desarrollo de la violencia entre los jóvenes».

«Esta mezcla explosiva –califica– de autonomía psicológica precoz y de sentimientos de omnipotencia produce culturas propias» que a su vez devastan «las culturas heredadas», las cuales «vuelven a ser comprensibles sólo más tarde»

Con todo, «la sociedad refuerza el fenómeno de la adolescencia»: ésta era el período del crecimiento social por excelencia; «actualmente no es más que -como mucho- el período de potenciación de las condiciones de un crecimiento social suspendido sine die, y en todo caso pospuesto» –lamenta Yonnet–. El adolescente «se encuentra dotado de un yo llamado precozmente a ser «pleno y total»», pero su utilidad queda en suspenso por la propia sociedad.

De esta contradicción, el sociólogo propone tomar conciencia de «un nuevo dato de la vida humana que nos interroga: la muerte de la mortalidad».

«La muerte ha dejado de ser la gran educadora», constata Yonnet; el hombre «vive sin la conciencia de la muerte casi la mitad de su vida», «un poco como los animales, en una especie de euforia y despreocupación».

«Esto significa que, durante una parte de su existencia, deja de lado su humanidad, lo que define su humanidad -señala–: la conciencia de la muerte».

Por Marta Lago

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ZENIT Staff

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