«La Pasión» de Mel Gibson presentada a miembros de la Curia romana

Reflexiones del padre Melchor Sánchez de Toca, del Consejo Pontificio de la Cultura

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 17 marzo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario a la película «La Pasión de Cristo», dirigida por Mel Gibson, realizado por el padre Melchor Sánchez de Toca, jefe de Oficina del Consejo Pontificio de la Cultura, después de haberla visto en Roma en un pase privado a la Curia romana, el 15 de marzo, en el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum».

* * *

Escribo estas notas todavía bajo el impacto de las imágenes de «La Pasión» de Mel Gibson. Imposible no relacionar el rostro desfigurado de Jesús que aparecía en la pantalla con las imágenes de los rostros ensangrentados de las víctimas del atentado del 11 de marzo en Madrid. La cercanía entre ambos acontecimientos convierte a la película en un autorizado comentario: la Pasión de Cristo es la respuesta que Dios Padre ofrece a los hombres en el cuerpo maltrecho de su Hijo para dar un sentido al misterio incomprensible del sufrimiento de los inocentes […].

En realidad, la película es una meditación sobre la Pasión de Cristo. No es un documental, ni un kolossal, ni una de romanos. En el silencio sobrecogedor que reinaba en la sala durante las dos buenas horas de película, recordaba las conferencias sobre la Sábana Santa que daba el seglar Abelardo de Armas, en las que repasando las incontables crueldades sufridas por el hombre de la Sábana, repetía a modo de estribillo el ignaciano «todo esto por mí». También ayer, al salir de la sala, impresionado aún por la fuerza de las imágenes, el «por mí» resonaba dentro con la fuerza del martillo que atraviesa las manos de Jesús. Me dicen que al filmar esta escena, la mano que empuña el martillo es la del mismo Mel Gibson, que ha querido rubricar con este gesto de devoción y expiación su papel en la película: mis pecados han crucificado a Cristo.

Desde luego es una película católica; pero no es la película católica, por mucho que algunos quisieran convertirla en una versión oficial canónica de la Iglesia. Es obra de un laico católico que ha invertido en ella su arte, su talento y su dinero –Gibson es, además, el productor– al servicio del Evangelio, y en ello reside todo su mérito. La catolicidad es evidente en el protagonismo que tiene la Virgen, en los detalles tomados de la tradición, en la piedad que subyace, más cercana al alma hispana, por ejemplo, que a la piedad centroeuropea. Sin embargo, esto no impide que sea una empresa ecuménica; no creo que un cristiano de otra confesión tenga reparos en aceptar esta interpretación de la Pasión y, a juzgar por el entusiasmo con que ha sido recibida por el mundo protestante americano, prestará un gran servicio a la causa del ecumenismo. Una confirmación de que el ecumenismo no siempre pasa necesariamente por la búsqueda del mínimo común.

La película es, además, un instrumento de evangelización y de catequesis de primer orden. Si los retablos de las iglesias medievales eran el catecismo donde los rudos aprendían la historia de salvación, esta película, y otras semejantes, serán un nuevo catecismo para nuestro tiempo. Dicen que cuando se estrenó «El divino impaciente» de Pemán, iban las parroquias enteras con su párroco al frente a ver la representación. Yo espero también que vayan a verla, y muchos, porque es un excelente instrumento de evangelización. Es difícil que quien la vea quede indiferente y no se plantee algunas preguntas muy serias: ¿Quién es ese Jesús? ¿Por qué murió? ¿Qué tengo yo que ver con él?, a lo que san Ignacio comentaría: «para que conociéndole, le ame y amándole, más le siga».

Cinematográficamente es un «capolavoro». Santo Tomás dice que no se debe presentar la verdad con argumentos irrisorios, y la película no es ni kitsch, ni chapucera. Pocas concesiones a la espectacularidad hollywoodiana y sí en cambio muchos momentos de exquisita delicadeza. Lo mejor de la película, sin duda, el elemento femenino que la atraviesa. Todas las figuras femeninas son excepcionales, pero la presencia constante de la Madre, que acompaña al Hijo en la vía dolorosa, es como un contrapunto de ternura a la brutalidad de los hombres. No sólo María: también Magdalena, –la adúltera salvada de la lapidación por Jesús–, que no pronuncia una palabra en todo el film; la mujer de Pilatos, una espléndida y delicadísima Verónica… todas ellas constituyen una presencia femenina, tierna, una nota lírica en medio del fragor y la violencia ruda masculina. Y un detalle interesante: si, junto a Cristo, María es la co-protagonista de este drama, el demonio es el antagonista. Omnipresente, desde el comienzo en Getsemaní hasta su derrota total en la cruz, inteligentemente representado por una figura andrógina, sinuosa, –no en vano aparece la serpiente–, es como la nota disonante que recorre la partitura de la Pasión.

El Jesús de la Pasión es Jim Caviezel, un actor con las mismas iniciales y la misma edad que Jesús, como comenta él. Una interpretación sobria y discreta, sin estridencias, que hacen de él un Jesús creíble. Nada de un Jesús rubio de ojos azules. Gibson no ha pretendido presentar un improbable Jesús histórico, reconstruido según la ideología de moda; ofrece simplemente el Cristo de la fe de la Iglesia, sin muchos aditamentos. Sobrecoge el silencio de Jesús a lo largo de la Pasión, una nota que ya subrayan los evangelistas. Abre la boca sólo para perdonar, para entregarse a la voluntad del Padre, o para rezar: las únicas palabras de Jesús que no están tomadas de los Evangelios proceden de los salmos, una feliz ocurrencia del director, que muestra a Jesús en diálogo permanente con el Padre, orando con las palabras de la Escritura. No estamos ni ante un héroe, ni ante un revolucionario idealista, sino ante el Hijo obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

La película muestra la brutalidad de los hombres. Después de lo sucedido en Madrid el 11-M, no es difícil imaginar hasta dónde puede llegar el desprecio a la vida. Pero no es un film violento: no se recrea en la violencia de los verdugos, sino en la paciencia de Jesús, en su sentido originario, es decir, en su capacidad de padecer. La película se centra en el sufrimiento «por mí». Es la Pasión, no Pulp Fiction; hay sangre, no casquería. No es la violencia banal y gratuita a que nos ha acostumbrado el cine. Una hora y cincuenta y ocho minutos de pasión y dos minutos de resurrección que iluminan toda la película, como la luz del sol que invade gradualmente el sepulcro, y que gritan que la muerte no es el final, que ha sido vencida por el sacrificio redentor del Hijo.

La tensión de la película se rompe de vez en cuando con algunos flashbacks inteligentemente situados, que retrotraen al espectador a la vida de Jesús. La colocación de estos regresos no es casual. El entrelazamiento entre la vida pública y la Pasión subraya la profunda unidad de la vida de Cristo, de modo que si la vida de Jesús anuncia su Pasión, al mismo tiempo ésta proyecta su luz sobre toda la vida de Jesús. Enternecedora la imagen del niño Jesús que cae al suelo jugando en Nazaret, recogido por su madre, junto a la Virgen que en la vía dolorosa encuentra a su Hijo caído bajo el peso de la cruz; sobrecogedora la yuxtaposición de las imágenes del pueblo que aclama a Jesús el Domingo de Ramos y cinco días después lo conduce entre insultos por las mismas calles al patíbulo; el cuerpo torturado de Jesús en la cruz es «el cuerpo entregado por vosotros» de la última cena; a la bellísima imagen de la gota de sangre que cae de la cruz le sigue la de la bendición del cáliz: «esta es mi sangre que será entregada por vosotros».

El guión sigue de cerca los Evangelios, con algunos detalles añadidos que proceden de la tradición cristiana, como la Verónica o los nombres de los dos ladrones. Mel Gibson confiesa además haber seguido de cerca «La amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo», las visiones de la Venerable Anna
Catalina Emmerick, recogidas y transcritas por el poeta Brentano. La estigmatizada alemana de principios del siglo XIX narraba con sencillez evangélica en su dialecto renano la escena evangélica «como si presente se hallase», dejándonos en sus vivísimas descripciones espléndidas meditaciones de la Pasión.

Naturalmente, los historiadores y exegetas discutirán algunos detalles de la película, pero no creo que se pueda contestar la validez del intento. La reconstrucción del ambiente y el vestuario han sido cuidados hasta el último detalle. La elección de las lenguas puede resultar discutible. Junto al latín y el arameo, las dos lenguas utilizadas en el rodaje, se echa en falta el griego, que venía a ser como el inglés de la época, ampliamente difundido en Galilea y hablado probablemente también por Jesús. Más de uno se sorprenderá del diálogo entre Jesús y Pilato en latín, y no dejará de reconocer en los gritos de la soldadesca algunas palabras perfectamente reconocibles aún hoy: «ite, ite», «quid facis, idiota!». Son detalles secundarios, que no desvían la atención del drama principal que se desarrolla ante los ojos del espectador.

Una sola palabra sobre el antisemitismo de la película. Creo sinceramente que no es una película antisemita. Pero imagino que mis amigos judíos se sentirán incómodos viendo el retrato, fuertemente negativo, de las autoridades del pueblo. Como nos sentimos nosotros incómodos, o nos indignamos, cuando en una película aparecen obispos, sacerdotes o creyentes corruptos, torpes o incompetentes. Sabemos que ellos no son la Iglesia, como sabemos que las autoridades que condenaron a Jesús no son el pueblo judío. Tendríamos más motivos para indignarnos con los romanos, pero no creo que nadie vaya a protestar ante el alcalde de Roma por lo que hicieron sus soldados hace dos mil años. Somos culturalmente romanos y espiritualmente judíos; los hechos retratados en la película nos tocan muy de cerca, y sin embargo no es una requisitoria ni una vindicación contra nadie. El protagonista de la película es un judío; la co-protagonista, su Madre, –la persona más amada para mil millones de católicos en todo el mundo–, también lo es; judíos son Kefa y Yojanán, amigos íntimos del protagonista, y judíos somos también nosotros, descendientes de Abrahám, ramas del acebuche injertadas en el olivo bendecido por Dios. Definitivamente, el mensaje de la película es otro. Invita a cambiar de vida, a ser mejor: «Él dio la vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por los hermanos»; lo dijo Yojanán, que estuvo junto a la cruz cuando Jesús murió. La película deja bien claro que los responsables de esa muerte somos todos.

No hay, ni puede haber una imagen definitiva y acabada de Cristo. Ningún pintor, ni escultor, ni director de cine logrará jamás plasmar sobre el lienzo o sobre el celuloide el Jesús entero con todos sus matices. Mel Gibson ha visto en la realización de esta empresa la misión para la que fue creado. Es indudable que con ello ha prestado un servicio precioso a la Nueva Evangelización, nueva en su expresión y en sus métodos y, sobre todo, en su ardor. Con esta película, ha logrado volver a presentar ante los ojos de un mundo incrédulo, frío y desinteresado, el drama del Hijo del Hombre, que «me amó y se entregó a la muerte por mí».

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ZENIT Staff

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