La Pasión de Mel Gibson, una obra de arte cristiano

Análisis del filósofo Jesús Villagrasa

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ROMA, martes, 24 febrero 2004 (ZENIT.org).- El 25 de febrero de 2004, miércoles de ceniza, llega a la gran pantalla «La Pasión de Cristo», una representación cinematográfica de las últimas doce horas de la vida de Jesucristo.

El fenómeno «La Pasión de Cristo» puede ser considerado al menos desde tres perspectivas: una, más superficial, no pasa de la crónica cinematográfica; otra, analiza los motivos de la polémica; la tercera la considera desde el punto de vista artístico.

Zenit publica la tercera parte de un análisis realizado sobre la expresión artística de la obra cinematográfica, realizado por el doctor en filosofía Jesús Villagrasa, lc., profesor de Metafísica del Ateneo Pontificio «Reginta Apostolorum» en Roma.

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Historia, fe y arte, en esta película, parecen inseparables. El especialista en Sagrada Escritura, en cultura oriental, en teología espiritual o en arte cinematográfica podrá hacer un análisis minucioso de la obra y, quizás sobre todo en la fidelidad histórica, encontrar deficiencias o hacer reparos. Un análisis de este tipo no es difícil. Lo meritorio es la síntesis artística, la obra creativa del artista.

«La Pasión de Cristo» es una obra extraordinariamente bella, si por belleza entendemos la «manifestación sensible de la idea» (Hegel). La calidad artística de Mel Gibson es indiscutible, como lo es, también, su adhesión creyente a la fe cristiana y su deseo de ser fiel a la historia evangélica. El resultado de estos ingredientes es una obra de arte cristiano. «Esta película –decía el cardenal Dario Castrillón, al diario «La Stampa», 18-IX-2003– es un triunfo del arte y de la fe. Será una herramienta para explicar la persona y el mensaje de Cristo. Estoy seguro de que ayudará a todos los que la vean –tanto cristianos como no cristianos– a ser mejores. Acercará a las personas a Dios y entre sí».

A la luz de esta obra y de este artista, parecen hacerse concretas y plásticas algunas ideas expresadas por Juan Pablo II en «La carta de a los artistas» del 4 de abril de 1999. La carta está dirigida «a los que con apasionada entrega buscan nuevas «epifanías » de la belleza para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística», a los «geniales constructores de belleza». El artista imita de un modo propio al Creador. Sólo Dios es «creador» en sentido estricto, pues sólo él da el ser mismo y «saca» algo de la nada. El artífice, por el contrario, se sirve de algo ya existente para darle forma y significado (cf. n. 1). El artista no puede prescindir de su propia experiencia, pues al modelar una obra «el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es» (n. 2).

La belleza que el artista expresa no es ajena al bien. «La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» (n. 3). La Pasión de Cristo de Gibson no cae en el esteticismo. Su belleza es la manifestación sensible del bien más grande, que es el amor hasta el extremo de dar la vida.

Puede comprenderse que «La Pasión de Cristo» no sea sólo fruto de la fe de Gibson sino también un reclamo interior del artista que sólo a través de la representación de este misterio llega a su plenitud vocacional. «El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del «talento artístico»». Se trata de un talento que el artista –poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.– sabe que no puede malgastar y que ha de «desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad» (n. 3).

Estas verdades valen para todo artista, pero de un modo particular para el artista cristiano que expresa en su obra el misterio de Cristo, Verbo encarnado. La ley del Antiguo Testamento prohíbe representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido» (Deuteronomio 27, 25), porque Dios transciende toda representación material. Sin embargo, en el misterio de la Encarnación, el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible. Dios se hizo hombre en Jesucristo. «Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio» aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto. La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos» (n. 5). El Antiguo y el Nuevo Testamento han inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. «Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne»» (n. 5).

La representación artística de la palabra bíblica «constituye un vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética. Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo» (n. 5). San Gregorio Magno en una carta del año 599 al Obispo de Marsella, Sereno, decía que «la pintura se usa en las iglesias para que los analfabetos, al menos mirando a las paredes, puedan leer lo que no son capaces de descifrar en los códices». Quizás el séptimo arte pueda descubrir a los «analfabetos religiosos» de nuestro tiempo a ese Cristo que no han conocido en los evangelios.

Lo que Juan Pablo II dice de toda intuición artística adquiere nuevas e insospechadas dimensiones cuando el arte representa los misterios de la vida de Cristo: «La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas». «Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre «más allá» de las capacidades de penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su insondable misterio! El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística» (n. 6). El arte es una vía privilegiada de expresión y comunicación de los misterios más ricos y profundos. «Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad susc
itó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad» (n. 6).

Aunque el misterio de Dios sea insondable y la limitación de los medios artísticos muy grande, los misterios de la fe pueden representarse. En la «lucha iconoclasta» del siglo VIII, las imágenes sagradas, «muy difundidas en la devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una violenta contestación. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado» (n. 7).

Durante la Edad Media y el Renacimiento, fe, cultura y arte estuvieron estrechamente unidos y florecieron juntos. En la edad moderna, junto al humanismo cristiano que ha seguido produciendo significativas obras de cultura y arte «se ha ido también afirmando progresivamente una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos» (n. 10). Quizás a ese menor interés de los productores corresponda la sed de los consumidores y el extraordinario éxito que han tenido obras como la de Gibson o la serie de películas religiosas producidas por la televisión italiana.

La Iglesia, por su parte, sigue alimentando un gran aprecio por el arte como tal, pues «es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención» (n. 10). Cuánto más si el objeto representado es la redención misma. Este arte cristiano, tanto en sus formas literarias como plásticas, no son meras ilustraciones estéticas, sino que a su modo son verdaderos «lugares» teológicos (cf. Marie Dominique Chenu, «La teologia nel XII secolo», Jaca Book, Milán 1992, p. 9)

La Iglesia tiene necesidad del arte para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado. «En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio. La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo, sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus connotaciones simbólicas» (n. 12). Ante esta «eficacia» comunicativa del arte, no resulta exagerada la expresión del cardenal Castrillón: «con gusto cambiaría algunas de las homilías que he dado acerca de la pasión de Cristo por alguna de las escenas de esta película».

«La Pasión» de Mel Gibson parece una respuesta a la «llamada especial» que en su carta Juan Pablo II hizo a los artistas cristianos: «Quiero recordar a cada uno de vosotros que la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre. Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» («Gaudium et spes», 23). En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansiosa «la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad de todos los tiempos –también la de hoy– espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino» (n. 14). Esta ha sido la intuición artística y la intención del director y de los productores de «La Pasión de Cristo». Los espectadores dirán si lo han logrado. Quienes la vieron antes del estreno aseguran que se trata de una auténtica obra de arte y que les suscitó una profunda experiencia de fe. La obra está servida. La experiencia estética y espiritual dependerá también de la sensibilidad artística y religiosa de cada uno.

[Los dos partes precedentes a este artículo pueden consultarse en Catholic.net]

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ZENIT Staff

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