La paz, el diálogo y la espiritualidad de comunión son los pilares del ecumenismo

Homilía del cardenal Kasper en la clausura de la Semana de oración por la unidad de los cristianos

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ROMA, viernes, 30 enero 2004 (ZENIT.org).- La Semana de oración por la unidad de los cristianos concluyó en la basílica romana de San Pablo extramuros, el domingo 25 de enero, fiesta de la Conversión del Apóstol de las gentes, con el rezo de Vísperas, presididas en nombre del Papa por el cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

Al inicio, delante de la antigua puerta bizantina, el cardenal Kasper y los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales rezaron una plegaria, tomada de la liturgia siria (las reflexiones sobre el tema de la Semana de este año: «Mi paz os dejo», fueron propuestas por un grupo ecuménico de la ciudad de Alepo, en Siria).

Se encontraban representantes de las Iglesias y comunidades cristianas: greco-ortodoxa, ortodoxa rusa, ortodoxa rumana, ortodoxa búlgara, copto-ortodoxa, etiópica ortodoxa, eritrea ortodoxa, Sociedad Bíblica italiana, Comunión anglicana (estaba el obispo John Flack, representante del arzobispo de Canterbury), Federación luterana mundial, Iglesia anglicana de Todos los Santos, Iglesia de San Andrés de Escocia e Iglesia evangélica luterana de Suecia. En los cantos, se alternaron coros de diferentes Iglesias.

Publicamos a continuación la homilía que pronunció en esa ocasión el cardenal Kasper.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

1. «Mi paz os dejo». En estas palabras del evangelio de san Juan se ha inspirado la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año. Por eso, a todos vosotros, aquí presentes, os dirijo el antiguo saludo bíblico y litúrgico: «Shalom! Pax vobiscum!» ¡La paz esté con vosotros!
Con alegría saludo a las comunidades cristianas de Roma y, sobre todo, a los hermanos y hermanas de las comunidades no católicas, unidos a nosotros en la fe en el Señor Jesucristo. Este año un vínculo especial nos une a los cristianos de Oriente Medio y de modo particular a los de Siria, donde, en Alepo, se preparó el texto para la Semana de oración. Pedimos con fervor que la paz vuelva a esa región del mundo tan atormentada, una región que en los primeros siglos fue cuna de una rica cultura cristiana, una región en la que hoy, los cristianos son una minoría, sin embargo, dan un buen ejemplo de convivencia y colaboración ecuménica. A estos hermanos y hermanas va nuestra gratitud y nuestra oración: «¡La paz esté con vosotros!».

2. Desde siempre los hombres anhelan la paz con esperanza, con nostalgia. Desde siempre, los hombres son contrarios a la violencia, a la guerra, y siguen creyendo que, al final, será la paz la que dirá la última palabra. Dios escucha este clamor de los hombres sedientos de paz, pues es el Dios de los hombres; es un Dios que responde a nuestras súplicas. «Paz» es uno de sus nombres (cf. 1 Co 14, 33). «Shalom», la paz, es una antigua promesa, una promesa que encontramos tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo.

Paz no significa simplemente silencio de las armas. La paz es el ordenamiento que Dios quiere para todas las cosas, un mundo en el que los hombres vivan juntos sin violencia, en libertad y con felicidad. La paz es la paz en el cosmos, es la paz entre las naciones, es la paz dentro de un pueblo, es la paz en lo íntimo del corazón. La Biblia concluye con la visión de un mundo donde Dios enjugará de los ojos toda lágrima, donde ya no habrá muerte ni luto ni gritos ni fatigas (cf. Ap 21, 4).

El Nuevo Testamento nos anuncia que esta esperanza de paz se realizó en Jesucristo, «pues él es nuestra paz» (Ef 2, 14). En la cruz Cristo fundó la paz y destruyó el odio, la violencia y la enemistad. En su cuerpo sufrió la violencia, pero no respondió con violencia, sino que incluso oró por sus perseguidores. Pidió a sus discípulos que fueran, como él, constructores de paz (cf. Mt 5, 9).
Nosotros no podemos restaurar la unidad solamente con nuestras fuerzas. Por eso, Jesús nos dejó su paz. Infundió en nuestro corazón su Espíritu: no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de paz, de justicia, de reconciliación, de mansedumbre y de caridad, el espíritu que transforma nuestro egoísmo y nos transforma a nosotros mismos, haciéndonos hombres nuevos, hombres en cuyo corazón reina gozosa la paz de Cristo (cf. Col 3, 15). Los cristianos, hombres a los que ha sido concedida la paz, debemos ser embajadores, testigos, pioneros de la paz en este mundo.

3. Queridos hermanos y hermanas, ante la urgencia de este mensaje de paz, nuestro corazón se llena de dolor y de vergüenza, pues la imagen que ofrece nuestro mundo, e incluso nuestras Iglesias, es muy diversa. Nuestras Iglesias están separadas. A lo largo de la historia, su testimonio, en vez de ser común y en favor de la paz, ha sido antagonista.

Siempre que los católicos, durante la celebración eucarística, decimos antes de la comunión: «Mi paz os doy», añadimos con sinceridad: «No tengas en cuenta nuestros pecados». Eso significa también: no tengas en cuenta el pecado de la división, el escándalo de la separación. Y todos tenemos motivos para pedir: «Concédenos la paz y la unidad».

Esta oración, central en la celebración eucarística, ha ido incrementándose en mi corazón desde hace muchos años. Para mí es la oración por la unidad de los cristianos. Día tras día, sobre todo domingo tras domingo, la pronuncian innumerables cristianos en todo el mundo. Por eso, no puede quedar infructuosa, no puede quedar sin ser escuchada. Al pronunciarla, nos unimos a la invocación que Cristo mismo dirigió al Padre en la víspera de su muerte: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21). Jesús pronuncia esta oración ante nosotros, con nosotros y por nosotros.

4. Así pues, unidos en la oración con Cristo, podemos acoger las consoladoras palabras del Evangelio: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14, 1). Palabras importantes, sobre todo en los momentos en que sentimos la tentación de caer en el desaliento ante las dificultades que encontramos en el compromiso ecuménico.

Podemos reconocer que en los últimos decenios, gracias a Dios, hemos logrado grandes progresos. Ya no utilizamos expresiones de odio, de desprecio, de burla recíproca. Se ha desarrollado un nuevo espíritu de fraternidad. Vivimos, trabajamos y oramos juntos. Hemos llegado a ser amigos.
Pero, si contemplamos el mundo con objetividad, no podemos fingir que todo va muy bien. A veces percibimos síntomas de agotamiento ecuménico, signos de un nuevo confesionalismo, intentos de minar el camino que lleva a la unidad. Después de colmar las brechas que nos separaban en otro tiempo, ahora constatamos que se abren otras nuevas en el campo ético.

Ciertamente, desde un punto de vista meramente humano, hay razones para preocuparse y desanimarse. Pero no hemos de olvidar que somos cristianos: «Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza» (2 Tm 1, 7). Los cristianos son hombres de esperanza. Esta esperanza no tiene nada que ver con un ingenuo optimismo; es don de Dios, conservado con paciencia (cf. Rm 5, 4), un don que nos permite esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4, 18) y saber que Dios es más grande. El concilio Vaticano II puso de relieve que el movimiento ecuménico nace del impulso del Espíritu de Dios. Cuando el Espíritu de Dios inicia algo, siempre lo lleva a cabo. Por eso, no hay motivo para desalentarse: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14, 1).

5. La fiesta del apóstol san Pablo, que celebramos hoy como conclusión de la Semana de oración, nos indica qué dirección hemos de seguir. Nos muestra el camino de la conversión. Jesús mismo comenzó su predicación con una invitación a la conversión: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Eso mismo vale para el ecumenismo, si queremos dar pasos adelante. El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo
expresa claramente que no puede existir ecumenismo sin conversión, sin purificación de la memoria y del corazón, sin un cambio de nuestra manera de pensar, de nuestra manera de hablar y de nuestra manera de comportarnos (cf. Unitatis redintegratio, 4 y 7; Ut unum sint, 15 s; 21, etc.). No puede haber ecumenismo sin apertura a la reforma y a la renovación. También la Iglesia santa, como dice el concilio Vaticano II, «siempre está necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación» (Lumen gentium, 8).

Solemos hablar de la conversión de los demás. Pero la conversión debe comenzar por nosotros mismos. No debemos mirar la paja en el ojo del hermano, sin darnos cuenta de que tenemos una viga en nuestro ojo (cf. Mt 7, 3). El ecumenismo nos estimula a hacer autocrítica. Como dijo el Santo Padre, desempeña también «la función de un examen de conciencia» (Ut unum sint, 34) y debe ser una exhortación a pedir perdón. No sólo deben convertirse los demás; todos debemos convertirnos a Cristo. En la medida en que estemos unidos a él, estaremos también unidos entre nosotros.

Quisiera añadir un segundo punto, que atañe al diálogo. El diálogo es el método mismo del ecumenismo. No es un simple intercambio de pensamientos y argumentaciones; se trata de un intercambio de dones (cf. ib., 28). No debemos fijarnos en lo que falta al otro, sino prestar atención a sus puntos de fuerza, a su riqueza. Podemos aprender los unos de los otros, enriquecernos mutuamente. Debemos ser una bendición los unos para los otros. Por consiguiente, es falso pensar que el ecumenismo es un proceso de empobrecimiento, donde el encuentro con el otro se realiza en torno a un mínimo común denominador. Al contrario, el ecumenismo no hace perder nada: es un proceso de crecimiento y enriquecimiento. A través del diálogo, el Espíritu Santo quiere guiarnos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Por eso, es preciso tener humildad y capacidad de reconocer que también nosotros necesitamos de los demás. La actitud principal de los cristianos no ha de ser la arrogancia o la obstinación, sino la humildad. Y, ¿por qué esto no debería valer también para el ecumenismo?

Quisiera recordar, por último, la importancia de la espiritualidad de comunión. La invitación del Apóstol es clara: «Os exhorto (…) a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 1-3). Sin esta espiritualidad de comunión, la comunión institucional resultaría un cuerpo sin alma. Como dijo muy bien el Santo Padre, la espiritualidad de comunión significa dejar espacio a los demás, compartir con ellos sus deseos, sus preocupaciones, sus sufrimientos (cf. Novo millennio ineunte, 43). Por eso, no debemos fijarnos en las debilidades de los demás; debemos ser solidarios con ellos, para ayudarles a superar sus dificultades. Esto nos une. Esto funda la paz.

Invoquemos ahora al Espíritu de paz; pidámosle que nos haga instrumentos suyos. La paz del Señor, capaz de superar todas las tensiones, colme vuestro corazón. El Señor sea misericordioso y nos conceda su paz. Amén.

[Traducción realizada por «L’Osservatore Romano»]

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ZENIT Staff

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