La Resurrección, fundamento de nuestra fe

Comentario al evangelio del Domingo de Resurrección/C

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«El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Al inclinarse, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él «debía» resucitar de entre los muertos». (Juan 20, 1-9)

Jesús, siempre que les hablaba de su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección; pero ellos no entendían eso de la resurrección. Sólo creyeron cuando vieron el sepulcro vacío, y luego lo vieron resucitado y pudieron tocarlo. “Miren mis manos y mis pies: Soy yo. Tóquenme y consideren que un espíritu no tiene carne ni huesos como ustedes ven que yo tengo”. Lc. 39-40.

La resurrección era una realidad tan maravillosa, que ni se atrevían a pensar en ella. Y esta actitud persiste hoy en gran parte de los creyentes, que acompañan las imágenes del crucificado en las procesiones, hasta que lo dan por muerto el Viernes Santo.

Pero si Cristo no hubiera resucitado, si no creemos de veras en su resurrección y en la nuestra, de nada nos valdrá su encarnación, nacimiento, vida y muerte. Así lo afirma san Pablo: “Si Cristo no está resucitado, y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido, nuestra predicación es inútil…, y nuestros pecados no han sido perdonados”. 1 Cor. 15, 14-16.

Si no creemos en Jesús Resucitado presente, estamos prescindiendo de Él, que es quien nos habla en la predicación, perdona nuestros pecados, que instituyó y preside la Eucaristía y los demás sacramentos, y que es el destinatario de nuestra oración, de nuestra esperanza…

Ahí está la causa del triste “cristianismo sin Cristo”, o de un Cristo muerto, que no es Dios y no puede resucitar. La consecuencia es el ritualismo vacío, folklórico, paganizado. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me rinden, de nada sirve”. Mc. 7, 6-7.

La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a la Persona de Cristo resucitado, vivo, presente, actuante, y fe en nuestra propia resurrección.

La presencia de Jesús resucitado fundamenta nuestra fe y nuestra auténtica experiencia cristiana; enciende en nosotros el anhelo de vivir con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar con él y como él. “Anhelen las cosas de arriba, donde está Cristo resucitado”, exhorta san Pablo. Col. 3, 1.

La muerte ya no es una fatalidad para quienes creen en Jesús resucitado presente, sino la puerta triunfal entre la existencia temporal y la resurrección para la gloria eterna. 

Hay personas, realidades, situaciones, deleites y alegrías tan maravillosas ya en este mundo, que suscitan en nosotros el deseo de resucitar para gozarlas en el paraíso eterno. Perderlas para siempre sería la máxima y definitiva desgracia.

Nuestra tarea más indispensable es afianzar la fe y la experiencia de Cristo resucitado presente, y la consiguiente esperanza de resucitar.

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Jesús Álvarez

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