La riqueza de los pobres de espíritu, según el predicador del Papa

Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

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ROMA, viernes, 1 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. –predicador de la Casa Pontificia– a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, IV del Tiempo Ordinario.

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IV Domingo del Tiempo Ordinario

 

Sofonías 2,3; 3, 12-13; 1 Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12a

 

Bienaventurados los pobres de espíritu

 

El Evangelio de este domingo propone el pasaje de las Bienaventuranzas y comienza con la célebre frase: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». La afirmación «bienaventurados los pobres de espíritu» con frecuencia se malentiende hoy, o incluso se cita con alguna risita de compasión, como si fuera para la credulidad de los ingenuos. Pero Jesús jamás dijo simplemente: «¡Bienaventurados los pobres de espíritu!»; nunca soñó pronunciar algo así. Dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos», que es muy distinto. Se tergiversa completamente el pensamiento de Jesús y se banaliza cuando se cita su frase a medias. Ay de separar la bienaventuranza de su motivo. Sería, por poner un ejemplo gramatical, como si uno pronunciara una prótasis sin que siguiera apódosis alguna. Supongamos que se dice: «El que siembra…»; ¿se entiende algo? ¡Nada! Pero si añade: «cosecha», inmediatamente todo se aclara. También si Jesús hubiera dicho sólo: «¡Bienaventurados los pobres!», sonaría absurdo, pero cuando añade: «porque de ellos es el Reino de los Cielos», todo se hace comprensible.

¿Pero qué bendito Reino de los Cielos es éste, que ha realizado una verdadera «inversión de todos los valores»? Es la riqueza que no pasa, que los ladrones no puede robar ni la polilla consumir. Es la riqueza que no hay que dejar a otros con la muerte, sino que se lleva consigo. Es el «tesoro escondido» y la «perla preciosa», aquello que, para tenerlo, vale la pena –dice el Evangelio- dejar todo. El Reino de Dios, en otras palabras, es Dios mismo.

Su llegada produjo una especie de «crisis de gobierno» de alcance mundial, un reajuste radical. Abrió horizontes nuevos. En alguna medida como cuando, en el siglo XV, se descubrió que existía otro mundo, América, y las potencias que ostentaban el monopolio del comercio con Oriente, como Venecia, se vieron de golpe sorprendidas y entraron en crisis. Los viejos valores del mundo -dinero, poder, prestigio- cambiaron, se relativizaron, incluso se han rechazado, a causa de la llegada del Reino.

¿Y ahora quién es el rico? Tal vez un hombre aparta una ingente suma de dinero; por la noche se produce una devaluación del cien por cien; por la mañana se levanta siendo «nada-teniente», aunque no lo sepa aún. Los pobres, por el contrario, están en ventaja con la venida del Reino de Dios, porque al no tener nada que perder están más dispuestos a acoger la novedad y no temen el cambio. Pueden invertir todo en la nueva moneda. Están más preparados para creer.

Se nos lleva a razonar de manera distinta. Creemos que los cambios que cuentan son aquellos visibles y sociales, no los que ocurren en la fe. ¿Pero quién tiene razón? Hemos conocido, en el siglo pasado, muchas revoluciones de este tipo; sin embargo también hemos visto qué fácilmente, después de algún tiempo, acaban por reproducir, con otros protagonistas, la misma situación de injusticia que pretendían eliminar.

Hay planos y aspectos de la realidad que no se perciben a simple vista, sino sólo con ayuda de una luz especial. Actualmente se disparan, con satélites artificiales, fotografías con rayos infrarrojos de regiones enteras de la tierra, ¡y qué distinto se ve el panorama con esta luz! El Evangelio, y en particular nuestra bienaventuranza de los pobres, nos da una imagen del mundo «con rayos infrarrojos». Permite captar lo que está por debajo, o más allá de la apariencia. Permite distinguir qué pasa y qué queda.

[Traducción del original italiano realizada por Marta Lago]

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ZENIT Staff

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