La Santa Sede ilustra en la ONU las condiciones para la «cultura de la paz»

Intervención del arzobispo Migliore ante la Asamblea General

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NUEVA YORK, 11 noviembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, sobre la «Cultura de la paz» pronunciada este lunes ante la Asamblea General.

* * *

Señor presidente:

Mi delegación da la bienvenida a esta oportunidad de participar una vez más en la discusión sobre «Cultura de la paz».

La Santa Sede siempre ha dado la bienvenida y ha abrazado las diferentes culturas a través de los siglos. De todos modos, al hablar de paz, mi delegación reconoce en primer lugar que la paz no es una cuestión esencialmente de estructuras, si no de personas.

La paz es ante todo una cuestión de aquellos que son suficientemente realistas para reconocer que, a pesar de todas las deficiencias de la naturaleza y de la sociedad, la paz es posible. No se puede escatimar ningún esfuerzo para alcanzarla. Por ello, la paz debe ser querida, alcanzada y compartida como un bien común de la humanidad.

Si analizamos los polvorines de guerra de nuestro tiempo, no podemos dejar de preguntarnos sobre la manera en que los medios de comunicación, los políticos y las autoridades públicas describen las realidades que rodean a esos conflictos. Los medios de comunicación que se dirigen a esas poblaciones, ¿proponen la paz? Las declaraciones públicas y los comentarios, ¿hablan de paz? Los libros de texto, ¿enseñan los caminos hacia la paz? La conversación que los jóvenes tienen con sus familias y entre ellos, ¿les preparan para la paz?

Señor presidente:
Los motivos que se dan para justificar los conflictos deben ser debidamente analizados, antes, durante y después de que tengan lugar. La necesidad de imponer una defensa armada para disuadir a la otra parte a no convertirse en un enemigo debería ser sopesada prudente y cuidadosamente con la equivalente necesidad de entrar en contacto con la otra parte, superando toda presunta enemistad, dejando las puertas abiertas a todas las soluciones pacíficas posibles. Consecuentemente, cuando aquellos que tienen la responsabilidad y la obligación de defender la paz y el orden están llamados a decidir si tienen que recurrir o no a la legítima defensa, su decisión debe estar sometida a rigurosas condiciones, indicadas por el orden moral, pues estas acciones sólo se pueden justificar cuando ha sido irreal, ineficaz o imposible aplicar todos los medios pacíficos para la solución de la crisis.

Señor presidente:
Al igual que la cultura de la guerra, la cultura de paz implica una visión ética de la vida. Presenta el camino recto y seguro que lleva al respeto de la vida. La guerra «destruye la vida de los inocentes, enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los que matan, deja tras de sí una secuela de rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas que la han provocado» (Juan Pablo II, «Centesimus Annus», n. 52).

Este año, las Naciones Unidas celebran el quincuagesimoquinto aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos. Este acontecimiento nos llama a todos y a cada uno al reconocimiento fundamental de la plena dignidad de cada ser humano. De este reconocimiento surge el derecho a la paz. Pero, cuando la paz pierde su valor en la sociedad y su importancia en la vida pública, los derechos humanos y las obligaciones internacionales quedan en peligro o comprometidos

La paz es una empresa de justicia. En la raíz de la guerra, y en particular del terrorismo, agresión armada que por desgracia estamos experimentando en nuestra época, encontramos serias quejas que deben ser afrontadas cuanto antes por la comunidad internacional: injusticias sufridas, aspiraciones legítimas frustradas, pobreza mísera, discriminación, intolerancia y abuso de multitudes de gente desesperada que no tiene esperanza real de mejorar su vida. Estas injusticias incitan a la violencia, y toda injusticia puede llevar a la guerra.

La paz, que podría definirse como «la tranquilidad del orden», es un deber fundamental de cada uno. De todos modos, la paz se construye sobre la confianza mutua, y la confianza sólo puede alcanzarse con justicia y respeto. La paz exige corregir las violaciones y los abusos, rehabilitar a las víctimas y reconciliar a las partes agraviadas. La estrategia de construcción de la paz implica la superación de todos los obstáculos que impiden la aplicación de la justicia con la mirada puesta en la paz. Sólo en ese clima de paz puede echar raíces y florecer la cultura de la paz.

Señor presidente:
Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, entonces la guerra y la proliferación de armas deben ser consideradas como los mayores enemigos del desarrollo de los pueblos. Al acabar con la carrera de armamentos puede comenzar un proceso de auténtico desarme, con tratados basados en garantías auténticas y factibles. La reorientación de recursos económicos y de otro tipo que se destinan a la carrera de armamentos hacia otras necesidades, como la atención sanitaria básica, la educación para todos y el fortalecimiento de la familia, promoverá y fortalecerá la cultura de la paz.

Señor presidente:
Estos son algunos de los pensamientos que mi delegación desea compartir en el contexto del cuadragésimo aniversario de la «Pacem in Terris» («Paz en la Tierra»), la épica encíclica del Papa Juan XXIII. Permítanme concluir estas palabras de esa encíclica: «El mundo no será nunca la morada de la paz hasta que la paz no encuentre su morada en el corazón de todas y cada una de las personas».

Gracias, señor presidente.

[Traducción del original inglés realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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