La Semana Santa, luces y sombras

Por monseñor monseñor Lázaro Pérez Jiménez, obispo de Celaya

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CELAYA, sábado, 15 marzo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor Lázaro Pérez Jiménez, obispo de Celaya (México) con motivo de la Semana Santa.

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El próximo domingo se inicia la Semana Santa también conocida como la Semana Mayor por todo lo que encierra para nuestra fe católica en tan pocos días. Un autor especialista en liturgia se refiere a ella en estos términos:» Se llama Semana Santa a la última semana de la Cuaresma, la que prepara e introduce en la celebración de la Pascua. Comienza con el domingo de la Pasión o de Ramos, y concluye con el inicio del Domingo de Pascua. Abarca, por tanto, días de la Cuaresma, hasta el Jueves por la tarde, y los dos primeros del Triduo Pascual» (José Aldazabal, Vocabulario básico de la liturgia, pag. 376). Razones suficientes existen para designarla con el término de Mayor; ninguna otra semana del calendario litúrgico contiene tantos significados para nuestra salvación como ésta. La Iglesia hace memoria de los grandes acontecimientos salvadores que se centran en la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Hacer memoria, en lenguaje bíblico, no es el simple recuerdo de un suceso del pasado sin sentido para el presente, sino es hacer presente dichos acontecimientos pero a través de signos realizados en la misma celebración que tiene, a la vez, un influjo y gran repercusión en la vida del creyente.

Inicia, pues, con la celebración del Domingo de Ramos o de las Palmas una verdadera fiesta en la que participa con fe el pueblo católico; basta contemplar el flujo de personas que asisten a la bendición de las palmas y al recorrido que hace el pueblo desde un punto determinado de la comunidad hasta llegar al templo o rectoría, lugar en el que se celebra la solemne eucaristía, propia de la fiesta. Es hermoso contemplar los rostros de pequeños y adultos portando las palmas en sus manos y entonando cantos dedicados a Cristo Rey; de esta forma pretenden, en cierto modo, solidarizarse con la multitud que días antes de entrar Jesús a su pasión lo aclamó con vítores y auténticas confesiones de fe que expresaban la certeza de que ese hombre sencillo, montado sobre un burrito, era el Mesías esperado anunciado siglos atrás por los profetas.

A propósito de las palmas, muy apreciadas por el pueblo sencillo, aprovecho para decir que llevarlas a las casas tiene un signo especial. Hay quienes recurren a ellas en tiempo de conflictos o de necesidades urgentes como, por ejemplo, en el caso de enfermedades que amenazan la salud de un ser querido. No faltan quienes las utilizan ante peligros de la naturaleza como cuando azotan huracanes o acontece un terremoto de dimensiones espectaculares. Hay que ser respetuosos con las expresiones de fe del pueblo católico pobre que no entenderá de teologías, pero que con su actitud se convierten en verdaderos testigos de la fe y del amor a Dios. Por algo el Documento de Aparecida cuando se refiere a ella dice cosas hermosas y trascendentes para la fe católica como cuando afirma que la piedad popular es el alma de los pueblos latinoamericanos, que refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer y que es un verdadero tesoro que los pastores deben acompañar y proteger.

Sería muy lamentable y casi un suicidio espiritual si hubiese pastores que por ignorancia pretendieran aniquilarla o menospreciarla. Es verdad que hay que evangelizarla y purificarla, pero nada le quita su enorme valor. La piedad del pobre pueblo es en América Latina el sostén de la fe y del amor a la Iglesia. Se dan casos en los que se ha llegado al cinismo de burlarse de las expresiones de nuestros fieles sencillos. Conozco el caso de un pastor que, por no entender las tradiciones populares, le pidió al párroco de un templo en que se veneraba la imagen de un Cristo doliente que no se la diera a nadie; su ignorancia supina tenía como única intención acabar con la peregrinación a la que asistían más de doce mil personas que caminaban toda la noche y cuya historia se remontaba a ciento ochenta años. ¡Qué torpeza y que falta de sensibilidad para con la fe de los sencillos! Comportamientos como éste no los entiendo en personas que se dicen llamadas a confirmar la fe del pueblo creyente.

No obstante nuestro llamado a ser cercanos a la gente pobre y respetar sus costumbres religiosas, es deber del pastor explicarle a los suyos que el sentido que debe darse a los signos y, en este caso particular de las palmas, va mucho más allá de las puras expresiones externas. Se supone que quien porta palmas a la casa es porque ha participado en la procesión del Domingo con el que se inicia la Semana Mayor y ha estado presente en las alabanzas proferidas a Jesús. Pues bien, las palmas serán en todo momento el recuerdo de nuestra vocación a ser adoradores del único Señor de la historia. A Jesús hay alabarlo siempre y es de desear que la familia inculque a los hijos desde pequeños el deseo de alabar a su Señor y no solo en ciertas circunstancias.

Cabe mencionar que el Domingo de Ramos conlleva signos de luz y de sombra a la vez. Quien asiste a la celebración desde el primer momento en que las palmas son bendecidas, tendrá la ocasión de escuchar dos párrafos del evangelio en los que el primero será el relato de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y, posteriormente, la narración de la pasión de Cristo que culmina con su muerte en la cruz. Luz y sombra en una misma celebración. Por lo demás, puestos en el ambiente de la Semana Mayor, podemos observar que los mismos que exaltaron a Jesús el día de su entrada a Jerusalén, fueron quienes días después, por instigación de los sacerdotes, levantaban la voz para pedirle a Pilatos su muerte.

Yo hago una sincera invitación a examinarnos si acaso en nuestra vida cristiana actuamos como aquellos hombres y mujeres. Podemos caer en la tentación de pasar momentos de mucha piedad y profundos deseos de alabar al Señor pero combinados con otros en los que nos olvidamos de El y, si estuviera en nuestras manos quizá hasta pediríamos nuevamente su muerte.

+Lázaro Pérez Jiménez

Obispo de Celaya

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ZENIT Staff

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