La unidad es un don que hay que acoger, alerta el predicador del Papa

En la homilía del Viernes Santo en la Basílica de San Pedro

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 21 marzo 2008 (ZENIT.org).- Antes que una meta, la unidad es un don que hay que acoger: es «la alegre noticia que hay que proclamar el Viernes Santo», y así lo ha hecho el predicador de la Casa Pontificia esta tarde, en la Basílica Vaticana, ante Benedicto XVI.

La celebración de la Pasión del Señor es la única liturgia que preside el Santo Padre sin pronunciar él mismo la homilía. Es tarea que se reserva este día al predicador apostólico, al padre Raniero Cantalamessa, O.F.M.Cap., quien ha profundizado en la responsabilidad del camino hacia la unidad de los cristianos.

Tras la lectura de la Pasión según el evangelio de Juan, el predicador del Papa llamó la atención sobre la túnica de Jesús, «sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo», de forma que los soldados, tras la crucifixión, se la echaron a suertes antes que desgarrarla.

La túnica inconsútil el símbolo de la unidad de la Iglesia –recordó el padre Cantalamessa–: «los hombres podemos dividir a la Iglesia en su elemento humano y visible, pero no su unidad profunda que se identifica con el Espíritu Santo».

Y señaló: «La unidad de los discípulos es, para [el apóstol] Juan, la razón por la que Cristo muere», además de que, en la última cena, Jesús mismo oró: «No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado».

«La alegre noticia que hay que proclamar el Viernes Santo es que la unidad, antes que una meta a alcanzar, es un don que hay que acoger», dedujo el predicador del Papa.

Que la túnica de Jesús «estuviera tejida de arriba abajo» también «significa que la unidad que trae Cristo procede de lo Alto, del Padre celestial –apuntó–, y por ello no puede ser escindida por quien la recibe, sino que debe ser integralmente acogida».

Pero la unidad ha de ser «también visible, comunitaria»: ésta es la unidad «que se ha perdido y debemos reencontrar» –indicó el padre Cantalamessa–; «brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo», y está en el poder de Dios decidir cuándo se realizará.

«Será el Espíritu Santo, si nos dejamos guiar, quien nos conduzca a la unidad», recalcó.

E invitó a constatar cómo, «a escala mundial», «Dios ha efundido su Espíritu Santo de manera nueva e inusitada en millones de creyentes, pertenecientes a casi todas las denominaciones cristianas», derramándolo «con idénticas manifestaciones».

«¿No es éste un signo de que el Espíritu nos impele a reconocernos recíprocamente como discípulos de Cristo y a tender juntos a la unidad?», planteó.

«Esta unidad espiritual y carismática, por sí sola, es verdad, no basta»; el Espíritu Santo obra también a través del «ecumenismo doctrinal e institucional», pero éste no avanza si, a su vez, «no se acompaña de un ecumenismo espiritual», cosa que repiten insistentemente «los máximos promotores del ecumenismo institucional», reflexionó el padre Cantalamessa.

«El ecumenismo espiritual nace del arrepentimiento y del perdón, y se alimenta con la oración», además de que la unidad de los discípulos «debe ser ante todo una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad», sintetizó.

«No podemos «quemar etapas» en cuanto a la doctrina, porque las diferencias existen y hay que resolverlas con paciencia en las sedes apropiadas», «pero podemos en cambio quemar etapas en la caridad, y estar unidos desde ahora» –advirtió–: la vía hacia la unidad basada en el amor «está abierta de par en par ante nosotros», algo «extraordinario».

Y «entre cristianos amarse significa mirar juntos en la misma dirección que es Cristo», precisó.

Esto es clave porque, según el predicador del Papa, se perciben «dos ecumenismos»: el de la fe y el de la incredulidad.

El primero «reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios, que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo murió para salvar a todos los hombres»; el segundo «reúne a cuantos, por respeto al símbolo de Nicea, siguen proclamando estas fórmulas, pero vaciándolas de su verdadero contenido», lamentó.

De ahí su advertencia: «La distinción fundamental entre los cristianos no lo es entre católicos, ortodoxos y protestantes, sino entre quienes creen que Cristo es el Hijo de Dios y quienes no lo creen».

Por Marta Lago

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ZENIT Staff

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