Las confesiones de un sacerdote gitano, Juan Muñoz Cortés

Tras superar discriminaciones y un cáncer, afirma ser “el más feliz”

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BARCELONA, domingo 11 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ni los cachetes de su padre, ni las burlas de sus amigos, ni la discriminación por parte de algunos compañeros en el seminario ni un grave cáncer han podido apartar a este joven gitano de su anhelada vocación sacerdotal.

Nacido hace 35 años en el barrio marginal de La Mina, en Barcelona, Juan Muñoz Cortés sintió desde los doce años la vocación al sacerdocio, una llamada en la que han intervenido personas concretas que ocupan un lugar preferente en su corazón, pero también fuertes experiencias espirituales.

Lo explica en la siguiente entrevista con ZENIT, que, en el Año Sacerdotal, ofrece las «confesiones» de cardenales, obispos y sacerdotes sobre su vocación. La serie fue abierta por el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI.

–¿Cuándo empezó a sentir la llamada a la vida sacerdotal?

–Juan Muñoz: En el colegio descubrí una sensación por la figura de Jesús de Nazaret y empecé a interesarme por ella, gracias a la profesora de religión, una monja Hija de la Caridad, con quien tuve una charla.

A los doce años, una noche, me vino como una luz, una imagen de Cristo, que lloraba constantemente; y empecé a llorar.

Eran las tres de la mañana. Estaba en mi habitación, al lado de mi hermano. Mis padres se levantaron y me preguntaron: «¿Qué te pasa?, ¿qué te duele?».

Y respondí: «Lloro de alegría porque en mi cabeza se me ha representado un señor con barba y con lágrimas, llevaba una corona».

Poco a poco fui descubriendo mi vocación, hasta que un día, un sacerdote me preguntó, intuitivamente: «¿Por qué no eres sacerdote? ¿Te has planteado alguna vez la vida sacerdotal, de servicio a la comunidad?».

Yo no le había comentado nada antes por vergüenza y, en aquel momento, me sonrojé y no supe qué contestar. A partir de ahí, todo evolucionó.

El acompañamiento personal es muy importante para que la persona, el joven, descubra su vocación. A través de los testimonios de sacerdotes, monjas y laicos, podemos ver la vocación.

–¿Cómo reaccionó su familia?

–Juan Muñoz: Cuando les dije que quería ser sacerdote, se sintieron muy mal. Me dieron que no, que me tenía que casar y tener hijos.

Yo soy del pueblo gitano y, para mi familia, que un hijo no se case y no tenga descendencia resulta un poco chocante.

El hecho de que mi familia no aceptara mi vocación me hizo entrar en crisis. Estuvieron algún tiempo sin hablarme, incluso recibí algún cachete de mi padre. Él no aceptó mi vocación hasta el momento de su muerte.

Pero entonces, en la UCI, después de pedir la extrema unción y confesarse, me pidió perdón y me dijo: «Me voy con Dios y voy a rezar por ti, para que seas sacerdote; desde el cielo te ayudaré».

Yo sólo le dije que le perdonaba y que se fuera en paz con Dios. Me parece que Dios me quiso dar este gran testimonio de mi padre antes de morir. Fue muy bonito. La muerte de mi padre me marcó muchísimo.

Y ahora, gracias a Dios, la cosa va muy bien. Mi madre y mis dos hermanos están muy contentos.

–¿En su camino hacia el sacerdocio, sintió dudas?

–Juan Muñoz: Toda mi vida, desde los doce años, he querido ser sacerdote, pero ha habido muchísimas dificultades, evidentemente.

Por ejemplo, me escondía para ir a Misa porque mis amigos se reían de mí. Incluso dejé de ir a la iglesia durante dos años porque pensaba que la llamada a ser sacerdote era una obsesión mía.

En ese tiempo, salí con una chica. Le advertí que yo tenía vocación para ser sacerdote, pero estaba en duda. Ella respondió que lo respetaba, aunque no lo compartía.

Pero llegó un momento en que tuve que decirle: «Lo siento mucho, pero no puedo más: hay como un agujero entre tú y yo, y lo único que me puede llenar en mi vida es servir a los demás, a los más necesitados, y seguir el camino por el que Dios me ha ido llevando desde hace años, que es ser sacerdote, que es estar con él muy intensamente».

Ella se sintió mal, incluso pasó una depresión, pero salió de ella y ahora nos llevamos muy bien. Está casada, tiene hijos y, gracias a Dios, todo ha evolucionado bien.

–¿Qué otras dificultades tuvo que afrontar en el seminario?

–Juan Muñoz: El hecho de que mis amigos no me aceptaran al entrar en el seminario me ha marcado muchísimo y me ha afectado en mi vocación.

Por otra parte, yo soy gitano, y por ello me he sentido marginado por compañeros del seminario, e incluso por algunos sacerdotes que no me aceptaban.

Me decían que vamos siempre sucios, lo típico. Alguien llegó a decirme que me tenía que ir a la Iglesia evangélica por ser gitano.

Pero yo, con la ayuda de Dios, con mi oración directa con Él, que siempre me ha ayudado, que me decía en mi interior: «no te preocupes, tú continúa adelante, a pesar de las crisis, a pesar de los momentos difíciles, estoy contigo», mira hasta dónde he llegado.

Aunque creo que poder llegar a ser sacerdote ha sido obra de Dios.

Me ordenaron sacerdote en la Basílica de Santa María del Mar, con dos compañeros más. Asistieron 1.600 personas y unos 140 sacerdotes.

Y ahora soy la persona más feliz. Vivo el sacerdocio con mucha plenitud, como si esto lo buscara desde siempre.

–¿Qué ha sido lo más duro, en este proceso?

–Juan Muñoz: Lo más duro fue que, cuando ya era diácono, los médicos me diagnosticaron un cáncer. Me chocó muchísimo y entré en una crisis.

Realmente, la enfermedad la descubrí en sueños. En ellos, mi padre, que ya había fallecido y estaba junto a una señora que iluminaba, aunque yo no le veía la cara a ella, me avisaba: «Ve al médico».

Se lo expliqué a mi madre, que también me animó a visitar al médico. Y al tercer día de tener estos sueños, sentí un dolor fuerte, que me asustó. Entonces sí fui al médico y me lo detectaron.

Se trataba de un cáncer muy agresivo. El médico me advirtió que debían operarme, aunque podía haber mucha metástasis y a lo mejor no salía del quirófano.

Me rebelé contra Dios. Le pregunté por qué cuando llegaba a mi plenitud, a lo que más había soñado, a ser sacerdote, me llegaba un cáncer, del que quizás no iba a salir.

Entonces le dije a mi director espiritual que quería ir a Lourdes y me encomendé al doctor Pere Tarrés.

Fuimos a Lourdes, dormimos en una posada pasando mucho frío, y a la mañana siguiente, celebramos la Misa en la Gruta y fuimos a las piscinas.

En las piscinas, sólo estábamos él y yo. Cuando me tocó a mí meterme en el agua, sentí una sensación muy rara y empecé a llorar.

Uno de los voluntarios me preguntó qué me pasaba. Le conté el problema que tenía, le dije que no quería morir, que tenía miedo. Y él me respondió: «Ya verás como la Virgen te va a curar; tú reza aquí».

Me bañó y después empecé a llorar otra vez. Me quedé allí unos minutos rezando ante la imagen de Lourdes. Y salí de allí transformado.

Entonces le dije a mi director espiritual: «La Virgen me ha curado, siento mucha paz en mi interior». Se quedó sorprendido.

Al volver a Barcelona, incluso los amigos que me venían a ver me preguntaban qué me pasaba, y me decían: «Estás cambiado, estás como iluminado».

Cuando los médicos me abrieron, vieron que no había metástasis. Y no me han aplicado quimioterapia ni radioterapia, ni tomo ninguna medicación, aunque sí me van realizando controles. Para mí, fue un milagro.

–¿Qué experiencias, positivas y negativas, le han sorprendido en el año y medio que lleva como sacerdote?

–Juan Muñoz: Yo pensaba encontrar más respeto, amor y entrega entre los compañeros sacerdotes, pero me he llevado un poco de decepción al sentir como una desunión entre los sa
cerdotes, no sé si es como una soledad por el hecho de que los sacerdotes diocesanos viven solos.

Pero a la vez he conocido a gente estupenda que me ha apoyado en todo; personas de todo tipo, de toda cultura, de toda raza, jóvenes y ancianos, de los que he aprendido muchísimo.

Realmente he visto el rostro de Dios en esas personas. No me llegaba a imaginar cómo puede hablar Dios a través de las personas.

Algunas personas, curiosamente sobre todo mujeres, me han marcado mucho y me han proporcionado ayuda de todo tipo -espiritual, económica,…- para llegar a ser sacerdote.

Pienso en la relación de María Magdalena con Jesús, supongo que ella le consoló muchas veces y le ayudó con sus palabras, cuando se sentía incomprendido, desprotegido e incluso solo, a sacar fuerzas y pedirle a Dios que se hiciera su voluntad.

Recuerdo por ejemplo un gran amigo, que ahora trabaja en el obispado, con el que compartí las vísperas de mi ordenación sacerdotal.

Yo no podía dormir. Nos abrazamos, lloramos juntos y estuvimos hablando de Dios, de la entrega total que iba a hacer, al consagrar toda mi vida a Dios y a los más necesitados.

Y lo más maravilloso ha sido llegar a la plenitud de ser sacerdote. Lo vivo con muchísima intensidad. A veces las palabras no bastan.

Vivo con mucha pasión la entrega de la Eucaristía. A veces me emociono al cantar el prefacio.

–¿Y qué ha sido lo más impactante, de su vida sacerdotal?

–Juan Muñoz: El tanatorio. Estoy colaborando en los servicios funerarios de Barcelona y me ha impresionado muchísimo el dolor de las personas, y poder transmitir una esperanza, una fe en la otra vida a personas que sufren el dolor de la muerte de un ser querido, que se sienten solas, que se sienten abandonadas por Dios.

Que entren llorando amargamente y salgan con fe, dándote las gracias porque has transmitido un testimonio y un mensaje de Cristo vivo y una esperanza en la otra vida, a mí es lo que más me ha impresionado.

Incluso he casado a personas que he conocido en el tanatorio y he hecho muchos amigos que se han empezado a confesar conmigo y les estoy haciendo como de guía espiritual.

Si el sacerdote es una persona que reza y se entega a los demás, es la personas más feliz.

[Por Patricia Navas]

 

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ZENIT Staff

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