Las hondas raíces de Europa, verdadero factor de unión y respeto

Habla Rafael Navarro-Valls, de la Academia española de Jurisprudencia y Legislación

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MADRID, 3 febrero 2003 (ZENIT.org).- El reconocimiento de las raíces histórico-espirituales de Europa –su herencia judeo-cristiana– podría llegar a ser el factor integrador más fuerte entre la parte occidental y oriental del viejo continente, puesto que es uno de los elementos comunes más claros.

Para aclarar las reacciones están suscitando los trabajos de la Convención Europea en la redacción del futuro Tratado constitucional de la UE y la mención del hecho religioso, Zenit ha entrevistado a Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

–Dentro de unos años, la UE podría incluir unos 30 países –500 millones de habitantes–, una realidad de gran diversidad. En este momento, en que se postula que la nueva Constitución Europea incorpore en su texto una referencia a sus raíces cristianas, ¿considera que alguien se podría sentir marginado o excluido con esta referencia?

–Rafael Navarro-Valls: Conviene no olvidar que ese previsible aumento de la población de la Unión Europea en el futuro supondrá un redescubrimiento de la diversidad de Europa, pero también de lo que los europeos tenemos en común. Si tenemos en cuenta que ese fenómeno se producirá en un mundo cada vez más globalizado, parece evidente que la difusión de los valores en que Europa cree será cada vez mayor.

La Constitución europea, desde luego, contribuirá en no pequeña medida a ello. Y es indudable que una parte esencial del patrimonio espiritual y moral de Europa proviene de sus raíces religiosas. Por eso T. S. Elliot pudo afirmar: «La fuerza dominante en la creación de una cultura común es la religión. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero buena parte de lo que dice, cree y hace surge de su herencia cultural cristiana y adquiere significado con relación a esa herencia». Es más, a veces se pierde de vista que la común herencia judeo-cristiana es uno de los más claros elementos comunes –y quizá el más fuerte– entre las mitades occidental y oriental de Europa, cuya integración es uno de los aspectos que más atención reclama en el futuro próximo de la UE.

De ahí que, si Europa sólo es comprensible desde una perspectiva cultural, que incluye como punto central la referencia religiosa, un reconocimiento explícito de ese elemento no parezca desproporcionado. Lo contrario sería como intentar comprender el «Mesías» de Haendel, o una catedral gótica –o una mezquita– ignorando el pensar y el sentir religiosos que les dieron vida. Por otro lado, no creo que un reconocimiento tal pueda justificar que nadie se sienta razonablemente marginado o excluido. Al fin y al cabo, no se trataría sino de la constatación de un hecho objetivo. Cosa distinta sería afirmar –porque no sería cierto– que el cristianismo agota todo el patrimonio espiritual y moral europeo, o que imposibilita la integración futura de otros elementos religiosos en ese patrimonio sin destruirlo (por ejemplo, en la hipótesis de una futura adhesión de Turquía a la UE).

El verdadero desafío, me parece, no es renunciar a nuestro pasado cristiano, sino saber coordinar ese patrimonio común de valores que están en la base de nuestras opciones ideológicas con la elasticidad necesaria para asimilar los nuevos factores que aparecen en el escenario de la Europa multicultural.

–Hay posturas contrarias a toda mención al hecho religioso, en especial al cristianismo, en la futura Constitución porque defienden la aconfesionalidad del Estado o una idea de «neutralidad». ¿Cree que reconocer la tradición espiritual de Europa hiere el respeto de la laicidad?

–Rafael Navarro-Valls: Pienso que una laicidad o neutralidad entendidas de manera razonable son perfectamente compatibles con el reconocimiento de las coordenadas históricas y sociales del continente europeo. Es más, lo exigen, pues de lo contrario estaríamos en presencia de lo que podríamos llamar una «confesionalidad laica», es decir, un intento de imponer una ideología que excluyera la presencia pública de lo religioso –su «visibilidad», si se prefiere–. Una actitud tal, entre otras cosas, se opondría a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, desde los años ‘70, ha mantenido que el Estado no puede utilizar sus instituciones, particularmente las educativas, con una finalidad de adoctrinamiento en una particular religión o ideología. Por eso, lo que la laicidad o neutralidad implican es, sobre todo, el reconocimiento y respeto de las creencias realmente existentes en una sociedad, sin que el Estado intente reemplazarlas por otras.

No olvidemos, por otra parte, que unas cuantas constituciones europeas contienen referencias explícitas a Dios. O que personas como Jacques Delors o Romano Prodi, que han desempeñado y desempeñan papeles relevantes para la UE, y que en absoluto parecen sospechosos de «poca laicidad», han considerado que la inicial redacción de la Carta de Derechos Fundamentales era más expresiva de lo que realmente son las raíces de Europa; me refiero a aquella en la que se leía: «En la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles».

–Si Europa hunde sus raíces en la tradición cristiana, reconocer su herencia religioso-espiritual en el futuro Tratado Constitucional sería algo bastante razonable, y tal vez un acto de justicia. Omitir este punto, ¿a qué consecuencias podría llevar?

–Rafael Navarro-Valls: Efectivamente, reconocer expresamente el legado religioso y espiritual de Europa resulta más que razonable. Con ello no se apuntaría hacia una suerte de «confesionalidad cristiana» de la UE, sino que simplemente se dejaría constancia de que una parte sustancial del privilegiado clima de libertad y de convivencia política que tenemos en Europa lo debemos a esa herencia religiosa. Como ha escrito acertadamente Moulin, «nuestras opciones políticas fundamentales, nuestra Weltanschauung, nuestras esperanzas y nuestras reacciones más profundas dejan entrever reflejos secularizados y democratizados de infraestructuras religiosas que veinte siglos de cristianismo han inscrito en el patrimonio sociocultural de Europa».

Así, en las conquistas modernas identificadas con la regla áurea «considera al otro como fin y no como medio» se adivina su matriz cristiana: desde los rasgos que marcan la silueta de los principios liberales de la defensa e instauración de un orden laico de la vida –en el cual todos los hombres puedan vivir y buscar la verdad a través de la libertad– hasta esa inspiración solidaria que late en los socialismos modernos, siempre que los consideremos desvinculados de sus desviaciones totalitarias.

De manera análoga, los derechos humanos no comienzan con la Revolución francesa. Donde hunden sus raíces más profundas es en esa mezcla de judaísmo y cristianismo que configura el rostro del cuerpo económico y social de Europa. El filósofo Norberto Bobbio así parece aceptarlo desde su perspectiva «laica», al observar que el gran cambio en el reconocimiento del hombre como persona «tuvo inicio en Occidente con la concepción cristiana de la vida, según la cual todos los hombres son hermanos en cuanto hijos de Dios». Adviértase que los grandes protagonistas de la unificación europea (Schumann, Adenauer, De Gasperi) eran políticos de extracción cristiana y, por lo tanto, amantes de la libertad.

–Al recibir a los embajadores que mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede (13 enero 2003), el Papa expresaba la conveniencia de que la nueva Constitución reconozca la libertad religiosa, el diálogo entre los gobernantes y las comunidades de creyentes y el respeto del estatuto jurídico que tienen las Iglesias e instituciones religiosas en los Estados miembros d
e la UE. ¿Por qué cree que la petición de estas garantías puede suscitar recelos?

–Rafael Navarro-Valls: No creo que tales garantías deban suscitar recelos, salvo en esos grupos de poder ideológico que vienen llamándose «ideocracias». Es decir, sistemas anclados difusamente en ideologías que pretenden ocupar, bajo el manto protector de una mal entendida «neutralidad», un espacio de invisible protagonismo, sustituyendo las recusables teocracias por unas no menos recusables ideocracias. Aquellos que, desde una «laicidad agresiva», intenten imponer a los demás su visión irreligiosa de la vida, eliminando la natural presencia de las iglesias y comunidades religiosas en la vida pública.

Por otro lado, la presencia de ese enfoque en la Constitución europea respondería a la realidad de la mayoría de las Constituciones de los países de la UE, que, con diferentes perfiles, institucionalizan formas de cooperación estatal con las iglesias, que es compatible con el respeto de la libertad religiosa individual y colectiva. La cooperación parte del presupuesto de que el hecho social religioso es una realidad de valor positivo y asume que Estado e iglesias tienen funciones distintas y, consiguientemente, una autonomía propia. Pero ambos están llamados a entenderse, pues desde distintas perspectivas tienen por finalidad contribuir al progreso de la sociedad. Ese planteamiento de cooperación estatal con las iglesias ha sido reiteradamente declarado legítimo por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, como han demostrado los rigurosos trabajos del catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, profesor Javier Martínez-Torrón.

Lo que resulta excepcional en Europa no es la cooperación con las comunidades religiosas, sino el modelo francés de radical separación entre Iglesia y Estado. Un modelo, por otro lado, que es más teórico que real en muchos aspectos. Aparte de muchas tradicionales manifestaciones de cooperación del Estado francés con las iglesias cristianas o con las comunidades israelitas, el reciente apoyo del gobierno al Consejo Islámico es una buena prueba de ello.

–Los creyentes, ¿qué lugar tendrían en Europa si ésta se mostrara indiferente a los valores del espíritu y sólo tuviera en cuenta sus aspectos económicos y políticos?

–Rafael Navarro-Valls: Si tal cosa ocurriera, el problema no sería sólo para los creyentes, sino para todas las personas, con independencia de su actitud hacia Dios o, en general, hacia la trascendencia. La libertad de religión, de pensamiento y de conciencia no sólo protege a los creyentes, o a los fieles de determinadas confesiones religiosas, sino que protege la conciencia de toda persona, reconociéndole un ámbito de autonomía para buscar respuestas a las cuestiones más profundas, y más importantes, a que todo ser humano se enfrenta. En otras palabras, la libertad religiosa no es una garantía únicamente para la religión, sino para la persona humana en sí misma.

En todo caso, ese riesgo está lejos de producirse. Es cierto que en ocasiones se hace un excesivo énfasis en la dimensión económica, y de estrategia política, de la UE, y que quedan en penumbra los aspectos más sustanciales de la unión política, que son los relativos a los derechos fundamentales de la persona. Pero no ha de olvidarse que hay una estrecha conexión entre la UE y esa otra iniciativa surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial: el Consejo de Europa, que ha trabajado intensamente en esa dirección. En ese contexto, el Convenio Europeo de Derechos Humanos reconoce con claridad la libertad de religión, de pensamiento y de conciencia (como en su día hizo la Declaración Universal de Derechos Humanos), y tanto el Tribunal de Estrasburgo como los Tribunales Constitucionales europeos han desarrollado una interesante jurisprudencia tendente a expresar las consecuencias de la libertad de religión y de creencias. Con ello no quiero decir que toda esa jurisprudencia sea acertada desde mi punto de vista. Muchos de sus aspectos me parecen mejorables, sobre todo por lo que se refiere al reconocimiento de la función que las iglesias tradicionales desempeñan en la sociedad (a veces, un explicable afán de tutelar a las minorías ha hecho que se pierdan de vista los naturales derechos de las mayorías). Pero el mero hecho de que esa jurisprudencia exista es ya un dato muy positivo, pues indica que los máximos órganos jurisdiccionales en Europa tienen la clara convicción de que sin una adecuada garantía de la libertad religiosa no cabe construir una sociedad democrática. A lo cual debe añadirse la actividad de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, la cual adopta resoluciones o recomendaciones que, aun sin fuerza vinculante, tienen un importante valor como muestra de un estado de opinión. A lo largo de los últimos diez o doce años, la Asamblea Parlamentaria ha emitido un buen número de documentos relativos a la materia religiosa, subrayando, entre otras cosas, que el diálogo Estado-confesiones, como el propio diálogo interconfesional, son elementos imprescindibles en una sociedad inspirada en los principios de libertad y de tolerancia.

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ZENIT Staff

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