Liturgia: Donde el tiempo y la eternidad se encuentran

Intervención de Bruno Forte en una videoconferencia mundial

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CIUDAD DEL VATICANO, 19 octubre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la ponencia de monseñor Bruno Forte, rector de la Pontificia Escuela de Teología del Sur de Italia y miembro de la Comisión Teológica Internacional, en la videoconferencia mundial organizada por la Congregación vaticana del Clero el pasado 28 de septiembre.

El Sentido Teológico de la Liturgia

El encuentro entre el tiempo y la eternidad, alcanzado en las maravillas de la historia de la salvación, se hace continuamente real de manera siempre nueva en la liturgia de la Iglesia: en ella la Trinidad pone su tienda en tiempo, y el tiempo se siente acogido en el vivificante amor de la Trinidad.

En la liturgia, la Trinidad se ofrece como “morada” y como “patria” para la existencia redimida: en ella el creyente no se encuentra frente a la eternidad como un extraño frente a la inaccesible trascendencia sino, por el contrario, entra en la profundidad de Dios, dejándose envolver por el misterio de las relaciones divinas en la comunión de la Iglesia, auténtica “imagen de la Trinidad”.

La característica específica de la oración litúrgica, que la distingue de cualquier otra forma de oración, es ser precisamente una oración de la Trinidad: en el Espíritu, por el Hijo, la comunidad celebrante se dirige hacia el Padre, y recibe del Padre, por el Hijo, todo don perfecto en el Espíritu Santo. Por ello, las oraciones litúrgicas terminan con la fórmula trinitaria, que dirige hacia Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu; o agradece el don del Espíritu desde el Padre por medio del Hijo.

De ahí que la celebración de la Eucaristía, cumbre y fuente de la liturgia y de toda la vida eclesial, consista precisamente en este movimiento desde la Trinidad hacia la Trinidad, dentro de la Trinidad: se bendice al “Padre verdaderamente santo”, invocándole para que envíe el don del Espíritu y así este don puede hacer presente a Cristo a aquellos que conmemoran su pasión y su resurrección.

Después de invocar el don del Padre a través de la acción de la gracia y hacerlo presente a través de la epíclesis del Espíritu Santo y la memoria del Hijo, los creyentes vuelven al Padre a través del mismo Hijo en el mismo Espíritu, participando en el pan y el vino transformados por el Espíritu en la carne y sangre del Señor Jesús, de manera que todo pueda subir al Dios Padre por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, para celebrar su gloria.

La esencia de la liturgia consiste, por ello, en la oración a Dios en su propio misterio, unido en Cristo que se vuelve presente en la plenitud de su misterio pascual, gracias a la acción del Espíritu Santo. Jesús mismo, además, introduce a sus seguidores en el misterio trinitario cuando les enseña a rezar: “Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro…” (Mateo 6, 9; ver Lucas 11, 2).

En la oración litúrgica, el cristiano experimenta el misterio del origen divino: el cristiano no está frente a Dios como si estuviera delante a alguien ausente o ante un extraño digno de adoración pero terrible, sino ante alguien que habita en él, en el Espíritu, por el Hijo, como un hijo, en el misterio del Padre. “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4, 6; ver Romanos 8, 15).

Por lo tanto, la liturgia es el lugar de la venida de la Trinidad en la historia, el lugar de la alianza entre la historia eterna de Dios y la historia de la humanidad: en ella, la historia es acogida en el seno de la Trinidad y la Trinidad se vuelve hogar en los corazones de la humanidad. Y en la Trinidad la santificación del tiempo se cumple plenamente. Se podría afirmar que el misterio del encuentro entre la eternidad y el tiempo –que tiene lugar en la liturgia– consiste en la entrada en la Santa Trinidad de la comunidad celebrante: rezar para los cristianos no significa rezar a un Dios, sino rezar en Dios; en el Espíritu, por el Hijo, la liturgia se dirige a Dios Padre, desde Él por Cristo, y se nos concede todo bien en el Espíritu.

Desde el Padre al Padre
La liturgia sobre todo coloca a la comunidad y a cada bautizado en relación con el Padre. La relación con el Padre es doble: desde el Padre a la humanidad y desde la humanidad al Padre. Dios Padre es la fuente de todo don perfecto (ver Juan 1, 17), Él toma la iniciativa de amor y envía a su Hijo y al Espíritu Santo.

El Padre es la gratuidad irradiante de amor, el Amor eterno, que siempre ha amado y siempre amará, y nunca se cansará de amar. La liturgia es el lugar en el que tanto el individuo como la Iglesia reconocen el don del amor fiel y eternamente renovado. Puesto que todo viene del Padre, la oración litúrgica es receptividad, el lugar del adviento del misterio de Dios en el corazón de la historia: rezar significa permitir a Dios que nos ame; significa ponerse ante la gratuidad del Padre, de manera que el corazón y la misma vida se puedan llenar con esta desbordante generosidad.

Por eso, rezar en la liturgia significa sobre todo recibir, esperar el don desde arriba en la perseverancia del silencio que se llena con un maravilloso y asombroso amor. Es el Dios que actúa en la liturgia y la humanidad está llamada a esperar humildemente frente al misterio que le permita ser amada por el Eterno.

En este sentido, el espíritu de la liturgia es experiencia nocturna de Dios, silencio, en el que uno puede llenarse del misterio de la presencia divina (¡de ahí la importancia de los momentos de silencio durante las celebraciones y la importancia de prescindir de toda palabra inútil!). Aquí el espíritu de la liturgia aparece sobre todo en su naturaleza pasiva, “passio” que prepara la “actio” (acción), acogida de la que nace el don.

Si todo viene del Padre, todo retorna a Él: la liturgia, un lugar de adviento, es también un movimiento de respuesta, para devolver todo a Dios. La oración litúrgica, por ello, se convierte en el vehículo de la nostalgia de Dios, que está en el corazón de la humanidad y en el corazón de la historia, y de esta manera es un sacrificio de alabanza, un acto de gracia, de intercesión, en el que el mundo entero tiene la tarea de redescubrirse a sí mismo en sus orígenes verdaderos.

La vida moral de los cristianos está profundamente enraizada en este dinamismo de la liturgia, y en su sometimiento a la fe y a la caridad, su labor a favor de la justicia y la paz, su solidaridad con el pobre. Es, al rezar en la liturgia, y al comenzar desde ella, que el cristiano aprende a ver todas las cosas a la luz de Dios y, en consecuencia, a denunciar la injusticia y a proclamar la justicia del Reino que vendrá.

Al rezar, el cristiano orienta sus asuntos privados, los de la humanidad y los de la Iglesia hacia el Hogar, gustado pero todavía no alcanzado, el misterio del Dios eterno. Desde este punto de vista, la liturgia educa a los cristianos para que sean la voz de los sin voz, de manera que todo pueda conducirse al corazón del Padre, y forma en aquellos que la experimentan el sentido de las cosas de Dios, de manera que el mandato de la liberación de la humanidad se pueda unir al hambre de otra justicia y de otra liberación, que pertenecen sólo al Reino de Dios que todavía está por venir.

Por Cristo, el Hijo eterno La liturgia tiene lugar por el Hijo, en unidad con Cristo, el supremo y eterno Sacerdote de la nueva alianza, al hacer presente su misterio pascual. Si el Padre es la fuente pura de la vida y el amor, el Hijo es quien eternamente acepta el amor, el eternamente Amado, que permite que sea enviado Él mismo al mundo y entregado a la muerte en la cruz, para ser llenado del Espíritu Santo el día de la resurrección.

Rezar por el Hijo significa entrar en el misterio de su venida y en esta aceptación agradecida delante de Dios, de modo que esta aceptación implica a la Iglesia y al mundo en la compañía de la vida. Éstos son los dos a
spectos que la oración litúrgica, con relación a Cristo, permite que brillen intensamente en la existencia redimida: la imitación de Cristo y la compañía de la fe y de la vida.

La liturgia provoca la imitación de Cristo (“imitatio Christi”); no copia un modelo distante que uno se ve forzado a reproducir. Según la gran tradición espiritual, “imitación” significa “representación”. El ethos litúrgico significa representar a Cristo en nosotros mismos, a través de la gracia de su representación sacramental, hasta el punto de ser capaces de decir como Pablo: “y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2, 20).

Imitar a Cristo significa abrirse uno mismo profundamente para escuchar la Palabra de Dios y abrirse a la venida del Cristo viviente en el acontecimiento sacramental, que es el que vive en nosotros. La oración por el Hijo es, por ello, el lugar en el que Cristo viene a la vida en nuestros corazones (ver Efesios 3, 14).

La liturgia es el acontecimiento en el que el Hijo se coloca a sí mismo en la historia, en la carne y en la vida de la humanidad. Y puesto que él está unido inseparablemente al crucificado que ha resucitado, el ethos litúrgico, al ser “imitación de Cristo”, permitirá experimentar su cruz y su resurrección. Imitar al crucificado significa conocer la aridez de la experiencia espiritual, que no sólo es resultado de la resistencia humana, motivada por el pecado o el esfuerzo de sensibilidad que permite convertirse en prisioneros de lo invisible, sino que también es en lo profundo “una negra noche” (la “noche oscura” de San Juan de Cruz), un tiempo que permite al creyente entrar en el misterio de la Cruz del Señor. Por eso se puede decir de esta noche: “¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!”.

El ethos litúrgico también conduce a la imitación del Cristo glorificado. Aquí se ofrece la liturgia como una fuente de paz, participación viva en el poder de quien ha vencido a la muerte. La vida moral de un cristiano es simplemente “conocerle, el poder de su resurrección, la participación en su sufrimiento, la conformación con él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de los muertos” (ver Filipenses 3, 10).

La alegría del resucitado es experimentada en la victoria pascual, en la que la entera humanidad y cada individuo son acogidos en Dios con Cristo. Y es a través del dejarse a uno mismo recibir en la venida del Hijo que la liturgia nos educa a acoger a los demás en Él. La liturgia genera la compañía de la fe y de la vida: en la liturgia, muchos llegan a ser el único Cuerpo del Señor, viviendo en el tiempo.

El sentir de la Iglesia se alimenta en las fuentes de la experiencia del misterio, que es la liturgia, el acontecimiento que ha marcado la entrada de la eternidad en el tiempo: ¡Aquellos que viven la liturgia aman a la Iglesia, y aquellos que aman de verdad a la Iglesia viven la liturgia! Además de la compañía de la fe, la compañía de la vida está profundamente enraizada en la realidad de ser recibidos en Cristo (ver la historia del lavatorio de los pies en Juan 13, que en el cuarto evangelio corresponde a la “liturgia” de la Última Cena). La compañía de la vida es el pan compartido (de “cum” y “panis”), la solidaridad de “estar con”, antes de “ser para”: en este sentido, la solidaridad viene de la liturgia; es en la liturgia donde aprendemos a llevar cada uno las cargas del otro.

La liturgia, finalmente, se vuelve plena en el Espíritu Santo: en el seno de la Trinidad, la teología occidental ha pensado el Espíritu como la unión con el amor eterno. Entre El que Ama y el Amado, el Espíritu es Amor, el “vinculum caritatis aeternae” (San Agustín), la comunión divina que trae comunión y paz a los corazones de los hombres.

Junto a esta tradición, que es intensamente pascual, la teología occidental ha considerado al Espíritu en el acontecimiento de la cruz del Señor. Según el pensamiento teológico, el Espíritu es gracias al cual Jesús ha entrado en la solidaridad de los pecados, de quien no tiene a Dios, y es, por eso, el “éxtasis de Dios”, el don gracias al que Dios puede darse a sí mismo.

El Espíritu es quien provoca todo lo que es nuevo, y quien abre al futuro: es la libertad en el amor. La liturgia enseña a rezar “in unitate Spiritus Sancti”: dado que el Espíritu es la fuente de la unidad, la oración en el Espíritu permite experimentar la unidad del misterio. El ethos que sigue es el del diálogo y la comunión, que inducen a reconocer al otro como un don, un don que no es competitivo ni causa temor.

Y juntos, porque el Espíritu es apertura y libertad, el ethos que viene de la liturgia abre a la imaginación del Eterno, nos vuelve más dóciles y sensibles a las profecías, nos prepara a todo lo que es “nuevo” en Dios y “antiguo” en la humanidad. Quienes rezan en el Espíritu serán incapaces de no estar abiertos a la esperanza, porque el Espíritu está siempre vivo en la historia. En la liturgia celebrada en el Espíritu, la fidelidad y la novedad, lejos de oponerse la una a la otra, se ofrecen como aspectos de la misma experiencia, en la que el futuro de Dios toma su lugar en el tiempo presente de la humanidad.

La liturgia, por tanto, es el lugar en el que la Trinidad –acontecimiento eterno de Amor– se incorpora a las historias humildes y diarias del éxodo humano, y éstas, a su vez, libre y más y más profundamente, se incorporan al misterio de las relaciones divinas.

En la liturgia, la antropología de la identidad, que es prisionera de sí misma, es superada gracias a la aceptación del don divino, mientras que la antropología nihilista de la incomunicación es derrotada a través de la experiencia de la Alteridad trascendente y redentora. El ethos litúrgico es, por ello, la vida que corresponde a la buena nueva en el Evangelio, en la que el hombre tiene tiempo para Dios, porque Dios ha encontrado tiempo para la humanidad, y el tiempo entra en la eternidad, porque la eternidad ha entrado en el tiempo: su ethos renovado por un amor que viene de arriba, cantando con la vida el nuevo cántico de amor en una liturgia eterna de alabanza y gratitud: “Novi novum canamus canticum!” (San Agustín).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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