Los desafíos de Estados Unidos en el escenario internacional, según Benedicto XVI

Discurso a la nueva embajadora ante la Santa Sede, Mary Ann Glendon

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 27 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que entregó Benedicto XVI este viernes al recibir las cartas credenciales que acreditan como embajadora de los Estados Unidos a la señora Mary Ann Glendon, hasta ahora profesora de Derecho en la Universidad de Harvard, y presidente de la Academia Pontificia para las Ciencias Sociales.

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Excelencia:

Es un placer aceptar las cartas que le acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de los Estados Unidos de América y comunicarle mis mejores deseos en estos momentos en los que se dispone a asumir sus nuevas responsabilidades al servicio de su país. Confío en que el conocimiento y la experiencia surgida de su cualificada colaboración con la Santa Sede se demuestre fecunda en el cumplimiento de sus deberes y enriquezca la actividad de la comunidad diplomática a la que usted ahora pertenece.

Le doy también las gracias por el cordial saludo que me ha transmitido de parte del presidente George W. Bush, en representación del pueblo estadounidense, mientras me preparo para mi visita pastoral a los Estados Unidos en abril.

Desde la aurora de la República, los Estados Unidos han sido, como usted ha observado, una nación que valora el papel de las creencias religiosas para garantizar un orden democrático ético y sólido. El ejemplo de su nación para unir a personas de buena voluntad, sin tener en cuenta la raza, la nacionalidad o el credo, en una visión compartida y en una búsqueda disciplinada del bien común, ha alentado a muchas naciones más jóvenes en sus esfuerzos por crear un orden social armonioso, libre y justo. Esta tarea de reconciliar unidad y diversidad para perfilar un objetivo común y hacer acopio de la energía moral necesaria para alcanzarlo se ha convertido hoy en una tarea urgente para toda la familia humana, que cada vez es más consciente de la necesidad de interdependencia y solidaridad para hacer frente a los desafíos mundiales y construir un futuro de paz para las futuras generaciones.

La experiencia del siglo pasado, con su gravoso patrimonio de guerra y de violencia, que culminó en la exterminación planificada de pueblos enteros, ha dejado claro que el futuro de la humanidad no puede depender del simple compromiso político. Más bien, debe ser el fruto de un acuerdo general más profundo basado en el reconocimiento de verdades universales, fundadas en una reflexión razonada sobre los postulados de nuestra humanidad común. (cf. Mensaje por la Jornada Mundial de la Paz 2008, 13). La Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo sexagésimo aniversario celebramos este año, fue el resultado de un reconocimiento mundial de que un orden global justo sólo puede basarse en el reconocimiento y la defensa de la dignidad inviolable de los derechos de cada hombre y mujer. Este reconocimiento debe motivar cada decisión que afecte al futuro de la humanidad y a todos sus miembros. Confío en que su país, basado en la verdad evidente por sí misma de que el Creador ha atribuido a cada ser humano con ciertos derechos inalienables, continúe encontrando en los principios de la ley moral común, consagrados en sus documentos fundacionales, una guía segura para ejercer su liderazgo en la comunidad internacional.

La edificación de una cultura jurídica mundial inspirada por los más altos ideales de justicia, solidaridad y paz exige el compromiso decidido, la esperanza y la generosidad de cada nueva generación (cf. Spe Salvi, 25). Aprecio el que haya mencionado los significativos esfuerzos realizados por Estados Unidos por descubrir medios creativos para aliviar los graves problemas que tienen que afrontar muchas naciones y pueblos en el mundo. La edificación de un futuro más seguro para la familia humana significa ante todo y sobre todo trabajar por el desarrollo integral de los pueblos, especialmente a través de adecuadas medidas de asistencia sanitaria, de la eliminación de pandemias como el sida, de oportunidades educativas más amplias para los jóvenes, de la promoción de la mujer, poniendo freno a la corrupción y a la militarización que desvían recursos de muchos de nuestros hermanos y hermanas en los países más pobres.

El progreso de la familia humana es amenazado no sólo por la plaga del terrorismo internacional, sino también por atentados a la paz como la aceleración de la carrera de armamentos o las continuas tensiones en Oriente Medio. Aprovecho la oportunidad para expresar mi esperanza de que las negociaciones pacientes y transparentes lleven a la reducción y la eliminación de armas nucleares y de que la reciente conferencia de Annapolis sea el primero de una serie de pasos hacia la paz duradera en la región.

La resolución de estos y otros problemas exige confianza y compromiso, el trabajo de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas, que por su naturaleza  es capaz de promover el diálogo sincero y el entendimiento y de reconciliar opiniones divergentes, así como de aplicar políticas multilaterales y estrategias capaces de responder a los numerosos retos de este mundo complejo y en rápido cambio.

No puedo dejar de observar con gratitud la importancia que los Estados Unidos han prestado al diálogo interreligioso e intercultural como una fuerza positiva para la pacificación. La Santa Sede está convencida del gran potencial espiritual de ese diálogo, en particular para la promoción de la no violencia y el rechazo de las ideologías que manipulan y desfiguran la religión para objetivos políticos, y justifican la violencia en nombre de Dios.

El aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión en la vida pública y para iluminar las dimensiones morales implicadas en las cuestiones sociales –un papel contestado a veces en nombre de una comprensión limitada de la vida pública y del debate político– se refleja en los esfuerzos de muchos de sus compatriotas y líderes gubernamentales para asegurar protección legal al don divino de la vida desde su concepción hasta su muerte natural, para salvaguardar el matrimonio, reconocido como unión estable entre un hombre y una mujer, así como la familia.

Señora embajadora, al emprender ahora sus elevadas responsabilidades al servicio de su país, le renuevo mis mejores deseos para el éxito de su trabajo. Puede contar con los oficios de la Santa Sede para asistirla y apoyarla en el cumplimiento de sus deberes. Imploro la bendición divina de sabiduría, fuerza y paz para usted, para su familia y para el querido pueblo estadounidense.

 

[Traducción del original inglés por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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