Los frutos del martirio

Por el padre Michael Hull

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 6 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del padre Michael Hull, profesor de Teología en varias facultades de Nueva York, pronunciada en la videconferencia mundial sobre «El martirio y los nuevos mártires» organizada por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org) el pasado 28 de mayo.

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Los frutos del martirio
Michael Hull

28 de mayo de 2004

La Iglesia ha mantenido siempre que a aquellos que reciben el martirio a causa de la fe sin haber recibido el sacramento del Bautismo se les conceden los beneficios del Bautismo. El martirio es el testimonio final de Jesucristo y de la verdad de la Fe católica. Es el acto supremo de la virtud cardinal de la fortaleza. Los frutos del martirio son tanto individuales como comunitarios. A nivel individual, el mártir da un testimonio prístino de Jesucristo y por ello se asegura su unión con el Redentor a través de una estrecha identificación con el mismo sufrimiento y muerte del Señor. A nivel comunitario, el acto del martirio es eficaz para todo el mundo puesto que se percibe como al acto de una persona que entrega su vida a imitación del Salvador del mundo.

El término «mártir» tiene su raíz en el término griego martus que significa «testigo». Ha entrado en la lengua inglesa a través de las referencias en Hch 1,8 y 22, en las que la identificación con el testimonio del Señor en cuanto a la difusión de la fe está estrechamente relacionada con el sufrimiento y la muerte por la fe. El mártir en cuanto tal, por lo tanto, es aquella persona que sigue siendo leal hasta el final porque sabe cuál es el fin propio del hombre: conocer, amar y servir a Dios en este mundo para alcanzar la felicidad con Él en la vida eterna. Por esta razón, la Iglesia ha venerado a sus mártires desde los primeros días hasta la actualidad con gran devoción. A partir de finales del siglo segundo, la fecha de la muerte del mártir se celebraba en su tumba como una natividad en los cielos, lo que llevó a la construcción de iglesias encima de estos lugares. De la misma forma, en la liturgia romana, los mártires están situados en las primeras filas, antes de los demás santos, vestidos con el color rojo de la liturgia que pone de manifiesto la naturaleza sangrienta de su sacrificio. Así, San Ignacio de Antioquia escribió tan anhelante sobre su inminente martirio en la Epístola a los romanos: «Dejad que me devoren las bestias, que es mi manera de llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y debo ser molido por los dientes de las bestias salvajes, para que pueda llegar a ser el pan puro de Cristo» (4.1).

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se ha reconocido que la sanguis martyrum est semen Christianorum –la sangre de los mártires es semilla de cristianos–. La sangre de los mártires de la Iglesia primitiva produjo no solamente la conversión de millones de personas, sino también el fortalecimiento de la fe de millones de personas. En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, Juan Pablo II nos recuerda que la sangre de los mártires no es un fenómeno exclusivo de la Iglesia primitiva. «Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo» (n. 37). Los frutos de ese martirio producirán un aumento de las conversiones al catolicismo y una intensificación de la práctica de la fe entre los católicos. Nada mueve más al espíritu que la imitación clara de Cristo que se encuentra siguiéndolo en su sufrimiento hasta la muerte, con la firme convicción de compartir su resurrección. Los frutos del martirio nos rodean por todas partes. Porque en un mundo presa del pecado y la desesperanza, seguimos encontrando católicos que se regocijan ante la posibilidad de sufrir la «humillación por el bien de su nombre» (Hch 5,40).

Para los católicos, como personas y como comunidad, el martirio nos da esperanza en nosotros mismos. En su sacrificio vemos la inspiración del Espíritu Santo que Jesús prometió a los Apóstoles como la facultad mediante la cual serían sus testigos, sus mártires, hasta el fin de los días (Hch 1,8). Es el mismo Espíritu Santo que nos sigue guiando, si tenemos la fortaleza, para ser la semilla de cristianos.

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ZENIT Staff

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