Más fuerte que el amor de madre

VIII Domingo Ordinario

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Isaías 49, 14-15: “Yo nunca me olvidaré de ti”

Salmo 61: “Sólo en Dios he puesto mi confianza”

I Corintios 4, 1-5: “El Señor pondrá al descubierto las intenciones del corazón”

San Mateo 6, 24-34: “No se preocupen por el día de mañana”

La Leonera, la impresionante montaña que vigila silenciosa la laguna de Cuitzeo, encierra en sus laderas cuevas, barrancas y peñascos que han dado origen a una gran variedad de narraciones y leyendas; didácticas unas, inverosímiles otras, pero todas cargadas de imaginación. De pequeños escuchábamos asombrados el cuento de la cueva encantada, llena de tesoros, joyas, diamantes y monedas de oro y plata. Difícil, muy difícil, era encontrarla dada la estrechez de su entrada. Pero mucho más difícil era salir, porque quienes lograban entrar se obsesionaban por tanta riqueza, se cargaban excesivamente de objetos y era imposible salir por aquella estrecha abertura. “Los atrapa su propia ambición y mueren azogados por los humores del tesoro”, nos decían nuestros abuelos. Un cuento que se convierte en realidad dolorosa cuando el hombre queda atrapado por la ambición de los bienes terrenos.

Hasta parecería que Jesús nos hace una de esas reclamaciones incómodas de los grupos divididos y celosos cuando afirman: “Si le hablas a fulano, pierdes nuestra amistad, te conviertes en nuestro enemigo”. Jesús conoce el riesgo enorme que se corre cuando la riqueza se adueña del corazón. “No pueden servir a Dios y al dinero”, afirma tajante porque sabe bien que la riqueza se convierte en un dios que todo lo absorbe y que exige veneración y sumisión. El rico es movido e impulsado como por una serpiente: la acumulación por sí misma es un ansia que lo devora y transforma en mezquino, egoísta y listo para defender y acrecentar a toda costa sus bienes. Pierde la noción de su propia dignidad y termina esclavo de sus riquezas, no sirviéndose de ellas, sino sirviéndolas a ellas. Muchas doctrinas y muchas teologías se han escrito queriendo justificar la bondad de la riqueza, incluso en pasajes del Antiguo Testamento se le consideraba como signo del buen comportamiento y de la bendición de Dios. Pero todos los profetas, y ahora Cristo, de una manera contundente exigen un corazón libre de ataduras y las riquezas ponen cadenas y grillos que esclavizan.

¿Por qué esta exigencia de Jesús? En primer lugar porque un corazón esclavizado no puede experimentar el gran amor del cual nos hablan hoy las lecturas. El pueblo de Israel siempre que se dejó seducir por las riquezas, entregó su corazón y su país a los dioses extranjeros. Se olvidó de los hermanos que sufrían, cometió injusticias y creó un gran desequilibrio entre los que todo tenían y los que todo les faltaba. Es depositar la confianza en las riquezas y renegar de Dios. Cuando la fraternidad se rompe, se oscurece el rostro de Dios y surgen las dudas y los recelos. Por eso el pueblo sufriente se atreve a cuestionar si el Señor lo ha abandonado. Hermosa imagen nos ofrece este día Isaías: “¿Puede acaso una madre olvidarse de su criatura hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiera una madre que se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti”. Nosotros conocemos perfectamente el amor de una madre, pero queda pálido frente al amor de Dios. Pero si nos amparamos en la riqueza, la tengamos o no, si en ella depositamos nuestra esperanza, ¡no podremos experimentar este amor inmenso de Dios! Nos olvidaremos de su ternura, de sus caricias y de su protección. ¡No somos capaces de sentir su amor!

Pero además, la idolatría del dinero corrompe las relaciones y se deforma la inteligencia, haciéndonos insensibles ante los pequeños y pobres. Se han creado estructuras que privilegian la autonomía absoluta del mercado y la especulación financiera dando origen a la inequidad y a la miseria de las mayorías, provocando graves males sociales. La riqueza de unos pocos, o de unas naciones, o de unas empresas, sólo puede mantenerse y crecer a costa de la pobreza de otros. Los profetas denunciaban como gran mentira el que mientras se hacía oración, se oprimía al pobre. Actualmente también algo debe fallar en nuestro interior cuando nos decimos cristianos y somos capaces de vivir despreocupadamente disfrutando de nuestros bienes, sin sentirnos cuestionados por el mensaje de Jesús y las grandes necesidades de los pobres. Hay quien utiliza a Dios como negocio y como sustento y justificación de su riqueza. Se postra ante el ídolo del dinero y ni siquiera se da cuenta de que ha ofrecido su corazón.

Retomando esa bella imagen de Isaías, este pasaje nos invita a confiar en la Providencia, pero no en el sentido asistencialista o pasivo de quien espera que todo se le dé. Por el contrario, es una llamada a buscar el Reino de Dios y su justicia, a transformar el mundo conforme a la mirada y al deseo de Dios, pero siempre confiando en su amor. El dinero ha invadido los corazones y ha hecho que nos olvidemos de los hermanos. Damos una mano a Dios y otra al dinero, tenemos encendidas dos velas… Cristo condena el afán desmedido, el ansia exagerada, la agitación forzada pero Él mismo nos da ejemplo de un verdadero equilibrio: trabajó con sus manos y ganó el sustento con su sudor, pero siempre se sintió en manos de su Padre. Es bueno y santificador el trabajo, pero es mala la ambición y el ansia desmedida. Es bueno procurar el bienestar y la seguridad, pero es malo crearnos necesidades artificiales y hacernos esclavos de los bienes materiales hasta sentirnos identificados con ellos. Es bueno sentirnos en manos de un Padre amoroso, pero también lo es sentirnos responsables de cuidar, perfeccionar y hacer común la creación que Él nos ha dejado.

Ante las palabras, bellas y fuertes, de Isaías y de Jesús debemos cuestionarnos: ¿Cómo experimento el gran amor de Dios? ¿Qué cosas ocupan mi corazón? ¿Busco a Dios pero no me suelto de mis ambiciones?

Padre Bueno, concédenos descubrir el valor de tu amor, sentirnos en tus manos y que el curso de los acontecimientos del mundo se desenvuelva, según tu voluntad, en la justicia, en la paz y en la fraternidad. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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