«Memoria e identidad»: La esperanza cristiana entre las sombras del mal

Comentario al nuevo libro del Papa de José Miguel Ibáñez Langlois

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SANTIAGO, viernes, 17 marzo 2005 (ZENIT.org).- Presentamos el comentario de José Miguel Ibáñez Langlois, teólogo y poeta, miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, del Instituto de Chile, publicado en la última edición de la Revista «Humanitas» (http://www.humanitas.cl).

* * *

«Memoria e identidad» no es un ensayo, ni menos aun de hechura académica, sino que recoge de modo informal su conversación con dos filósofos polacos, J. Tischner y K. Michalski. No intenta, pues, una teología de la historia del siglo XX, si bien a su manera -coloquial y desenvuelta- contiene sugerencias y atisbos del mayor interés en esa dirección, ya que procura iluminar los acontecimientos de la centuria con la luz de la fe teologal.

Demás está decir que quien habla en estas páginas es un testigo privilegiado, alguien que ha sentido en carne propia las «ideologías del mal» -nazismo, comunismo, «liberalismo moral»-, así como también las esperanzas del siglo, y todo esto en cuanto estudiante, sacerdote, obispo y Papa; y -añadiríamos- desde la ventajosa perspectiva de un centroeuropeo: de un polaco. Esa reciedumbre del testigo y actor, unida a su magisterio pontificio, eleva estas conversaciones muy por encima del mero ensayismo académico.

El problema de Europa -central, oriental, occidental- es un eje temático del libro, también abierto, por lo demás, en clave universal a los cinco continentes. Pero Europa, nos repite él, es una hechura de la fe cristiana, aunque hoy, en pleno proceso de secularización, no siempre reconozca sus propias raíces. Una paradoja notable: incluso hoy sigue siendo Europa un centro de evangelización del mundo, a la vez que en el futuro «la Iglesia en los países europeos pueda necesitar la ayuda de las Iglesias de otros continentes» (algo así como «misioneros africanos evangelizando París», célebre fantasía -no tan fantasiosa- de un obispo negro en un Sínodo reciente).

El Papa sitúa en la Ilustración del siglo XVIII (francesa, inglesa, alemana, ya atea, ya deísta, ya agnóstica) el intento capital de desgarrar a la modernidad de Dios, de Cristo y de la Iglesia, aun reconociendo al siglo de las luces sus frutos positivos, que podríamos resumir en los tres grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Lo dramático de esa situación reside en que estos valores, siendo de suyo cristianos en su raíz (¿qué significarían sin el Evangelio?) hayan sido esgrimidos en contra de Cristo, y que sus realizaciones concretas -v.gr. revolución francesa, revolución soviética- hayan actuado tan a menudo en contra de aquellos propios valores que proclamaban. No niega el Papa los estímulos favorables a la justicia que esas revoluciones hayan promovido, incluso en medio de sus enormes crueldades (sobre todo las del caso ruso), pero lamenta en ellas la sombra de la negación de Dios, con la consiguiente relativización de todos los valores morales: «si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado».

Y ¡qué tremendos grupos fueron aquellos! Duelen al Papa, en primer lugar, los genocidios del Tercer Reich, en particular el exterminio de los judíos; luego los millones de víctimas del Partido Comunista de la Unión Soviética. Tanto el racismo nazi como el marxismo-leninismo (las «ideologías del mal» por excelencia en el siglo XX) ocupan un lugar preponderante en este panorama, pero no son las únicas causas de exterminio que pesan en el corazón del Pontífice: con dolor denuncia, en plena actualidad, «la destrucción legal de vidas humanas concebidas antes del nacimiento». Es curioso que precisamente esta alusión al aborto haya escandalizado a no pocos judíos, como si la mera relación genérica entre el Holocausto, el abortismo y otras formas de exterminio humano moderno fuera una ofensa antisemita, hasta el punto de que las primeras noticias de prensa sobre este libro daban la impresión de que sus páginas no hablaban de otra cosa. ¿Cómo comparar, decían, el Holocausto con el derecho de toda mujer a disponer de su propio cuerpo? Por supuesto, planteadas así las cosas, la mera enumeración de un genocidio junto con un «derecho humano» sería, no ya ofensiva, sino simplemente estúpida. Pero el aborto masivo y «legal», el abortismo, aparece más de una vez en estas páginas, y con una doble connotación muy lejana a todo «derecho»: como un nefando crimen contra la vida, y como un crimen legalizado por regímenes ¡democráticos! Nada hay, pues, de qué escandalizarse en esta apasionada defensa de la vida frente a cualquier «cultura de la muerte», del tipo que sea. (Por lo demás, «Memoria e identidad» contiene numerosas referencias de afecto y delicadeza hacia el pueblo judío).

El aborto, el «matrimonio» de homosexuales, la permisividad ética, la destrucción de la familia y otras penosas figuras morales pertenecen a la estricta actualidad de este libro. Nazismo y comunismo son del pasado; en cambio, el «liberalismo» moral (relativista) es la ideología del mal que domina nuestro presente. El Papa constata el vacío intelectual y el daño práctico del concepto de libertad incondicional, no fundada en la verdad ni orientada al amor: concepto actual, propio de un liberalismo tan simplista como devastador. Y a continuación, precisa las bases del concepto de «libertad desde la verdad» y «libertad para el amor». Lo hace a partir de Aristóteles y pasando por la Sagrada Escritura, hasta llegar a Santo Tomás y el Magisterio de la Iglesia actual, lo que equivale a replantear en forma sumaria las bases mismas del orden moral frente al utilitarismo, el hedonismo y el liberalismo moderno (se entiende que este último término posee aquí un significado propiamente moral).

Un análisis semejante hace el Papa del concepto de democracia, desde los griegos hasta la actualidad, reconociéndole todo su valor, pero recordándole también su fundamento moral imprescindible: el Decálogo. Sin un mínimo de principios morales compartidos, la democracia se revuelve en el vacío. Recuerda el Papa, a manera de contrapunto y advertencia, que fue un parlamento democráticamente constituido el que eligió a Hitler y respaldó su proyecto de invadir Europa, la organización de los campos de concentración y el exterminio judío. Hoy, cuando parlamentos democráticos legalizan el aborto, vuelven a poner ante nuestros ojos el talón de Aquiles de la «democracia relativista», tan distinta del régimen democrático que la sociedad contemporánea necesita.

Dígase algo muy semejante de la relación entre Iglesia y Estado: dos realidades independientes y autónomas en su propio campo, pero llamadas a cooperar al servicio de los mismos hombres. También hoy día la «separación» entre la Iglesia y el Estado se entiende con frecuencia a la manera de los regímenes comunistas: el mundo pertenece al Estado, y a la Iglesia el limbo. ¿No es éste el argumento liberal que amordaza hoy a tantos cristianos a la hora del debate social moral, al prohibirles que -como se dice ligeramente- ellos «impongan» su fe al resto de la sociedad? Duele al Papa que, frente a este chantaje, tantos ciudadanos católicos manifiesten una penosa pasividad, hecha de ignorancia y de poca preparación doctrinal.

Está, por último, el asunto del atentado contra el Papa el 13 de mayo de 1981. Alí Agca era un asesino profesional: fueron otros quienes utilizaron sus servicios. El hombre sabía disparar, y tiró a matar. Cuando el Papa, tras perdonarlo, se reunió con él, su preocupación no era pedir perdón (al parecer, ni siquiera lo hizo), sino averiguar cómo era posible el imposible de que el Papa no hubiera muerto al instante tras los cinco balazos que lo impactaron: ¿qué fuerza lo había salvado? ¿Qué era eso del mensaje de la Virgen de Fátima (en cuyo día ocurrió el atentado)?
Por lo visto, hasta el día de hoy se lo pregunta Alí Agca.

Juan Pablo II percibe una gran concentración del mal en el siglo XX. Pero estas páginas están llenas de los motivos de su esperanza actual para la Iglesia y para el mundo. Algunos de esos motivos son pura y simplemente buenos; pero -y esto es quizá lo más notable- otros derivan de los propios males que hemos padecido, porque, dicho en cristiano, la Providencia saca continuamente el bien de realidades malas; o, dicho por el Papa en profano con Goethe -y esa evidencia se trasluce bien en estas páginas-, el diablo es «esa fuerza que desea siempre el mal y que termina siempre haciendo el bien». Juan Pablo II es, pues, un gran optimista, en el sentido más teologal de la palabra.

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ZENIT Staff

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