Mensaje del Papa a la Orden de los Carmelitas Descalzos

Con motivo de su Capítulo General

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CIUDAD DEL VATICANO, 29 abril 2003 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje de Juan Pablo II al Prepósito General de los Carmelitas Descalzos, el padre Camilo Maccise, con motivo de su 89 Capítulo General de la Orden.

* * *

Al Reverendísimo Padre
Camilo Maccise
Prepósito General de los Carmelitas Descalzos

1. Deseo ante todo agradecerle la amabilidad de informarme sobre la celebración del 89 Capítulo General Ordinario de la Orden de los Carmelitas Descalzos, que tendrá lugar en Ávila del 28 de abril al 18 de mayo del presente año. En proximidad de estas fechas, me es grato hacerle llegar este mensaje, que le envío junto con un cordial saludo para Usted y los Padres Capitulares, asegurándoles mi cercanía espiritual en la oración para que la luz del Espíritu Santo guíe su reflexión y discernimiento durante los trabajos de esa Asamblea.

La Familia de Carmelitas Descalzos, formada por frailes, monjas y laicos, nace de un único carisma y está llamada a seguir una vocación común, aunque respetando la autonomía y la índole específica de cada grupo. El tema elegido para el Capítulo –«En camino con santa Teresa y san Juan de la Cruz: volver a lo esencial»– subraya la firme voluntad de la Orden de permanecer fiel al carisma que, suscitado por el Espíritu en un determinado contexto histórico y eclesial, se ha desarrollado a lo largo de los siglos y está destinado a producir también hoy frutos de santidad en la Iglesia «para provecho común» (1 Co 12, 7), respondiendo a los retos del tercer milenio.

Vuestra intención es «partir» del Evangelio, profundizando en los valores de la vida consagrada, desde vuestras propias raíces. Queréis hacerlo en Ávila, lugar que guarda vivo el rescoldo de la experiencia y doctrina de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz. Allí tuve ocasión de admirar y venerar no sólo «a los maestros espirituales de mi vida interior, sino a dos faros luminosos de la Iglesia» (Homilía en la misa de S. Teresa de Jesús, Ávila, 1-XI-1982, 2).

2. El carisma fundacional se comprende mejor a la luz de la parábola evangélica de los talentos (cf. Mt 25, 14-30), pues proviene de la magnanimidad del Señor y, junto con los otros, forma parte del tesoro de la Iglesia. Según esta conocida parábola, el «siervo bueno y fiel» (Mt 25, 21.23) se siente honrado por la confianza que se ha puesto en él y emplea los talentos responsablemente, obedeciendo la voluntad de su Señor, porque sabe que pertenecen a él y al mismo deberá rendir cuentas. Manifiesta su sabiduría administrando sensatamente el don recibido, que es esencial en todas sus dimensiones, y sacando de él el mayor rendimiento posible.
Los dones del Espíritu son algo vivo y dinámico, como la semilla que, sembrada en la tierra, «brota y crece» (Mc 4, 27) ante el asombro del propio agricultor. En la reflexión sobre lo esencial de vuestro carisma, conviene tomar como punto de partida los frutos ya en sazón, pues ellos, según el criterio evangélico, nos permiten reconocer la validez del árbol del que provienen (cf. Mt 7, 15-20). Este método requiere respeto por la historia del propio carisma, que en todas las épocas ha dado abundantes y buenos frutos. Por eso, la «fidelidad al carisma fundacional» es también fidelidad a su «consiguiente patrimonio espiritual» («Vita consecrata», 36). En efecto, numerosos consagrados han dado testimonio elocuente de santidad y realizado empresas de evangelización y de servicio particularmente generosas y arduas (cf. ibíd., 35).

También a vosotros, como a los demás religiosos y religiosas, os repito que «no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir» (ibíd., 110). Por eso es necesario esforzarse en desechar todo lo que obstaculice el crecimiento del carisma. El mejor servicio que se puede prestar al don recibido es la purificación del corazón mediante frutos dignos de conversión (cf. Mt 3, 8). «En efecto, la vocación de las personas consagradas a buscar ante todo el Reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor» («Vita consecrata», 35). Se trata de una tarea continua puesto que, como ha puesto de relieve la Congregación para la Vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, no se puede ignorar la constante insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo, de la mentalidad consumista, del afán por la eficiencia o la desmesura del activismo (cf. Instr. Caminar desde Cristo, 12).

3. Para responder a los retos de la época actual, la Iglesia subraya el «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» («Gaudium et spes», 4). Así, al invitar a seguir el ejemplo de «los fundadores y fundadoras que, abiertos a la acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo poco a poco» («Vita consecrata», 9), recomienda a las personas consagradas que acojan en lo más hondo los designios de la Providencia, guiados «por el discernimiento sobrenatural, que sabe distinguir entre lo que viene del Espíritu y lo que le es contrario» (ibíd., 73).

El Espíritu guía a los fieles hacia Cristo, que es la «verdad completa» (Jn 16, 13). Es preciso, pues, prestar atención a lo que Jesús ha dicho y hecho durante su vida terrena. Impresiona la respuesta que Él, enviado por el Padre a los pobres, los prisioneros, los ciegos o los oprimidos (cf. Lc 4, 18), dio a las expectativas de su tiempo: permaneció durante treinta años en una vida oculta, en el silencio de Nazaret. Comenzó su ministerio público con cuarenta días de desierto, al término de los cuales rechazó las tentaciones del maligno. Después mantuvo las distancias ante los nazarenos, que pretendían ser privilegiados en los prodigios que Jesús hacía (cf. Lc 4, 23), ante el pueblo que le buscaba ansiosamente (cf. Mc 1, 38) o la muchedumbre que quería hacerlo rey: «huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6, 15). A los afanes de la humanidad respondió tanto con la condescendencia como con el rechazo, pero en todo caso con la firmeza propia del «signo de contradicción» (Lc 2, 34).

Por el carácter profético de la vida consagrada, también vosotros, queridos Hermanos Descalzos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, debéis estar atentos para discernir y preparados para responder a las expectativas del momento actual, unas veces bajando del monte hacia los caminos del mundo y seguir sirviendo el Reino de Dios (cf. «Vita consecrata», 75), otras volviendo a la soledad para velar con el Señor en lugares apartados (cf. Mc 1, 45).

Partir de lo esencial significa caminar desde Cristo y su Evangelio, leído con la óptica del propio carisma. Así lo han hecho los fundadores y fundadoras bajo la acción del Espíritu Santo. Se ha de preservar su experiencia y, a la vez, profundizarla y desarrollarla con la misma apertura y docilidad a la acción del Espíritu, pues así se salvaguarda tanto la fidelidad a la experiencia primigenia como el modo de responder adecuadamente a las exigencias cambiantes de cada momento histórico.

En esta perspectiva se comprende bien la importancia que tiene una «referencia renovada a la Regla» («Vita consecrata», 37), que indica un itinerario para seguir a Jesús, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Las personas consagradas tienen en ella un criterio seguro para buscar formas de testimonio capaces de responder a las necesidades de hoy sin perder de vista la inspiración original (cf. ibíd. 37).

4. Todos vosotros, queridos hermanos, al abrazar la vida consagrada habéis emprendido «un camino de conversión continua, de entrega exclusiva al amor de Dios y de los hermanos» (ibíd. 109). Es una opción que no se apoya sólo en
las fuerzas humanas, sino ante todo en la gracia divina, que transforma el corazón y la vida. La humanidad tiene sed de testigos auténticos de Cristo. Pero, para serlo, es necesario caminar hacia la santidad, la cual ha florecido ya abundantemente en vuestra familia religiosa. Pienso en los santos y santas forjados en el Carmelo y, muy particularmente, en la inestimable herencia que han dejado a vuestra Orden y a toda la Iglesia san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús.

«Aspirar a la santidad: éste es en síntesis el programa de toda vida consagrada» (ibíd., 93); un camino que exige dejar todo por Cristo para participar plenamente de su misterio pascual. El crecimiento de la vida espiritual debe ser siempre lo primero en que deben fijarse las Familias de vida consagrada, porque es precisamente la cualidad espiritual de la vida consagrada lo que impacta a las personas de nuestro tiempo, sedientas también de valores absolutos (cf. ibíd.).

Comparto con afecto estas reflexiones y exhortaciones con todos vosotros, queridos miembros del Capítulo, e invoco la efusión de abundantes dones del Espíritu sobre vuestros trabajos, a fin de que la Orden de los Carmelitas Descalzos prosiga su camino de fidelidad dinámica a la propia vocación y misión.

Que la Santísima Virgen María, Madre del Carmelo, y los santos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz obtengan para vosotros y para toda la Familia de Carmelitas Descalzos copiosas gracias divinas, en prenda de las cuales les imparto de corazón la implorada Bendición Apostólica.
Vaticano, 21 de abril de 2003.

IOANNES PAULUS II

[Texto original en castellano]

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ZENIT Staff

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