Mensaje del Papa al Presidente de la República Italiana

Con ocasión del 150 aniversario de la Unidad de Italia

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ROMA, miércoles 16 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje que el Papa Benedicto XVI ha dirigido al Presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, con ocasión del 150 aniversario de la unificación política de este país, y que fue entregado hoy personalmente por el secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone.

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Ilustrísimo Señor

Honorable GIORGIO NAPOLITANO

Presidente de la República Italiana

El 150° aniversario de la unificación política de Italia me ofrece la feliz ocasión de reflexionar sobre la historia de este amado país, cuya capital es Roma, ciudad en la que la divina Providencia puso la sede del Sucesor del Apóstol Pedro. Por tanto, al formularle a usted y a toda la nación, mis más fervientes votos augurales, me alegro de compartir con usted, en muestra de los profundos vínculos de amistad y colaboración que unen a Italia y a la Santa Sede, estas consideraciones mías.

El proceso de unificación que tuvo lugar en Italia durante el siglo XIX y que ha pasado a la historia con el nombre de Risorgimento, constituyó el desenlace natural de un desarrollo identitario nacional comenzado mucho tiempo antes. En efecto, la nación italiana, como comunidad de personas unidas por la lengua, por la cultura, por los sentimientos de una misma pertenencia, aunque en la pluralidad de comunidades políticas articuladas en la península, comienza a formarse en la Edad Media. El Cristianismo contribuyó de manera fundamental a la construcción de la identidad italiana a través de la obra de la Iglesia, de sus instituciones educativas y asistenciales, fijando modelos de comportamiento, configuraciones institucionales, relaciones sociales, pero también mediante una riquísima actividad artística: la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música. Dante, Giotto, Petrarca, Miguel Ángel, Rafael, Pierluigi de Palestrina, Caravaggio, Scarlatti, Bernini y Borromini son sólo algunos nombres de una hilera de grandes artistas que, durante los siglos, dieron una aportación fundamental a la formación de la identidad italiana. También las experiencias de santidad, que han constelado la historia de Italia, contribuyeron fuertemente a construir esta identidad, no sólo bajo el perfil específico de una realización peculiar del mensaje evangélico, que ha marcado en el tiempo la experiencia religiosa y la espiritualidad de los italianos (piénsese en las grandes y múltiples expresiones de la piedad popular), sino también bajo un perfil cultural e incluso político. San Francisco de Asís, por ejemplo, se distingue también por su contribución a forjar la lengua nacional; santa Catalina de Siena ofrece, a pesar de ser una simple plebeya, un estímulo formidable a la elaboración de un pensamiento político y jurídico italiano. La aportación de la Iglesia y de los creyentes al proceso de formación y de consolidación de la identidad nacional continúa en la edad moderna y contemporánea. Incluso cuando partes de la península fueron sometidas a la soberanía de potencias extranjeras, fue precisamente gracias a esta identidad clara y fuerte por la que, a pesar de la duración en el tiempo de la fragmentación geopolítica, la nación italiana pudo seguir subsistiendo y siendo consciente de sí misma. Por ello, la unidad de Italia, llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIX, pudo tener lugar no como una construcción política artificiosa de identidades diversas, sino como el desenlace político natural de una identidad fuerte y arraigada, subsistente desde hacía tiempo. La comunidad política unitaria que nació como conclusión del ciclo del Risorgimento, tuvo, en definitiva, como nexo de unión que mantenía unidas las aún subsistentes diferencias locales, precisamente la preexistente identidad nacional, a cuyo moldeamiento el cristianismo y la Iglesia dieron una contribución fundamental.

Por razones históricas, culturales y políticas complejas, el Risorgimento pasó como un movimiento contrario a la Iglesia, al catolicismo, incluso contra la religión en general. Sin negar el papel de tradiciones de pensamiento diferentes, algunas marcadas por trazos jurisdiccionalistas o laicistas, no se puede callar la aportación del pensamiento – e incluso de la acción – de los católicos en la formación del Estado unitario. Desde el punto de vista del pensamiento político bastaría recordar todas las vicisitudes del neogüelfismo, que tuvo en Vincenzo Gioberti un ilustre representante; o o pensar en las orientaciones católico-liberales de Cesare Balbo, Massimo d’Azeglio, Raffaele Lambruschini. Por el pensamiento filosófico, político y también jurídico resalta la gran figura de Antonio Rosmini, cuya influencia se ha mantenido en el tiempo, hasta dar forma a puntos significativos de la Constitución italiana vigente. Y por esa literatura que tanto contribuyó a “hacer a los italianos”, es decir, a darles un sentimiento de pertenencia a la nueva comunidad política que el proceso del Risorgimento estaba plasmando, cómo no recordar a Alessandro Manzoni, fiel intérprete de la fe y de la moral católica; o Silvio Pellico, que con su obra autobiográfica sobre las dolorosas vicisitudes de un patriota supo testimoniar la conciliabilidad del amor a la Patria con una fe diamantina. Y también figuras de santos, como san Juan Bosco, impulsado por la preocupación pedagógica a componer manuales de historia patria, que modeló la pertenencia al instituto por él fundado sobre un paradigma coherente con una sana concepción liberal: «ciudadanos frente al Estado y religiosos frente a la Iglesia».

La construcción político-institucional del Estado unitario implicó a diversas personalidades del mundo político, diplomático y militar, entre ellos algunos exponentes del mundo católico. Este proceso, en cuanto que tuvo que medirse inevitablemente con el problema de la soberanía temporal de los Papas (pero también porque llevaba a extender a los territorios adquiridos poco a poco una legislación en materia eclesiástica de orientación fuertemente laicista), tuvo efectos desgarradores en la conciencia individual y colectiva de los católicos italianos, divididos por sentimientos opuestos de fidelidades nacientes de la ciudadanía por un lado y de la pertenencia eclesial por el otro. Pero debe reconocerse que, si bien fue el proceso de unificación político-institucional el que produjo ese conflicto entre Estado e Iglesia que ha pasado a la historia con el nombre de “Cuestión Romana”, suscitando en consecuencia la expectativa de una “Conciliación” formal, no se comprobó ningún conflicto en el cuerpo social, marcado por una profunda amistad entre comunidad civil y comunidad eclesial. La identidad nacional de los italianos, tan fuertemente arraigada en las tradiciones católicas, constituyó en verdad la base más sólida de la unidad política conquistada. En definitiva, la Conciliación debía llegar entre las instituciones, no en el cuerpo social, donde la fe y la ciudadanía no estaban en conflicto. Incluso en los años de la aflicción, los católicos trabajaron por la unidad del país. La abstención de la vida política que siguió al «non expedit«, dirigió a las realidades del mundo católico hacia una gran asunción de responsabilidad en lo social: la educación, la instrucción, la asistencia, la sanidad, la cooperación, la economía social, fueron ámbitos de compromiso que hicieron crecer una sociedad solidaria y fuertemente cohesionada. La controversia que se abrió entre Estado e Iglesia con la proclamación de Roma como capital de Italia y con el fin del Estado Pontificio, era particularmente compleja. Se trataba sin duda de un caso totalmente italiano, en la medida en que sólo Italia tiene la singularidad de hospedar a la sede del Papado. Por otra parte, la cuestión tenía una indudable relevancia también internacional. Debe observarse que
, terminado el poder temporal, la Santa Sede, aún reclamando la más plena libertad y soberanía que le corresponde en su orden, rechazó siempre la posibilidad de una solución de la “Cuestión Romana» a través de imposiciones desde el exterior, confiando en los sentimientos del pueblo italiano y en el sentido de responsabilidad y de justicia del Estado italiano. La firma de los Pactos Lateranenses, el 11 de febrero de 1929, marcó la solución definitiva del problema. A propósito del final de los Estados Pontificios, en el recuerdo del beato Papa Pío IX y de sus Sucesores, retomo las palabras del cardenal Giovanni Battista Montini, en su discurso realizado en el Campidoglio el 10 de octubre de 1962: «El papado retomó con inusitado vigor sus funciones de maestro de vida y de testimonio del Evangelio, hasta llegar a gran altura en el gobierno espiritual de la Iglesia y en la irradiación en el mundo, como nunca antes».

La aportación fundamental de los católicos italianos a la elaboración de la Constitución republicana de 1947 es bien conocida. Si el texto constitucional fue el fruto positivo de un encuentro y una colaboración entre tradiciones de pensamiento, no hay ninguna duda de que sólo los constituyentes católicos se presentaron en la histórica cita con un proyecto preciso sobre la ley fundamental del nuevo Estado italiano; un proyecto madurado dentro de la Acción Católica, en particular de la FUCI y del Movimiento Laureati, y de la Universidad católica del Sacro Cuore, y objeto de reflexión y de elaboración en el Código de Camaldoli de 1945 y en la XIX Semana Social de los Católicos Italianos del mismo año, dedicada al tema «Constitución y Constituyente». De ahí partió un compromiso muy significativo de los católicos italianos en la política, en la actividad sindical, en las instituciones públicas, en las realidades económicas, en las expresiones de la sociedad civil, ofreciendo así una contribución muy relevante al crecimiento del país, con demostraciones de absoluta fidelidad al Estado y de dedicación al bien común y colocando a Italia en proyección europea. En los años dolorosos y oscuros del terrorismo, además, los católicos dieron su testimonio de sangre: ¿cómo no recordar, entre las diversas figuras, las del honorable Aldo Moro y del profesor Vittorio Bachelet? Por su parte la Iglesia, gracias a la amplia libertad que le aseguró el Concordato lateranense de 1929, continuó, con sus propias instituciones y actividades, a proporcionar una contribución de hecho al bien común, interviniendo en particular en apoyo de las personas más marginadas y sufrientes, y sobre todo prosiguiendo a alimentar el cuerpo social de esos valores morales que son esenciales para la vida de una sociedad democrática, justa, ordenada. El bien del país, entendido en su integridad, siempre se ha perseguido y particularmente expresado en momentos de alta significación, como el la “gran oración por Italia” convocada por el Venerable Juan Pablo II el 10 de enero de 1994.

La conclusión del Acuerdo de revisión del Concordato lateranense, firmado el 18 de febrero de 1984, marcó el paso a una nueva fase de las relaciones entre Iglesia y Estado en Italia. Este paso fue claramente advertido por mi Predecesor, el cual, en el discurso pronunciado el 3 de junio de 1985, en el acto de intercambio de instrumentos de ratificación del Acuerdo, observaba que, como “instrumento de concordia y colaboración, el Concordato se sitúa ahora en una sociedad caracterizada por la libre competencia de las ideas y por la articulación pluralista de los diversos componentes sociales: éste puede y debe constituir un factor de promoción y de crecimiento, favoreciendo la profunda unidad de ideales y de sentimientos, por la que todos los italianos se sienten hermanos en una misma patria”. Y añadía que en el ejercicio de su diaconía hacia el hombre, !la Iglesia pretende actuar en el pleno respeto de la autonomía del orden político y de la soberanía del Estado. Al mismo tiempo, ésta está atenta a la salvaguardia de la libertad de todos, condición indispensable a la construcción de un mundo digno del hombre, que solo en la libertad puede buscar con plenitud la verdad y adherirse sinceramente a ella, encontrando en la misma motivo e inspiración para el compromiso solidario y unitario al bien común”. El Acuerdo, que ha contribuido largamente a delinear esa sana laicidad que denota al Estado italiano y a su ordenamiento jurídico, ha puesto de manifiesto los dos principios supremos que están llamados a presidir las relaciones entre Iglesia y comunidad política: el de la distinción de ámbitos y el de la colaboración. Una colaboración motivada por el hecho de que, como enseñó el Concilio Vaticano II, ambas, es decir, la Iglesia y la comunidad política, “aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (Const. Gaudium et spes, 76). La experiencia madurada en los años de vigencia de las nuevas disposiciones pactuarias, una vez más, la Iglesia y los católicos comprometidos de diversos modos en favor de esa “promoción del hombre y del bien del país” que, en el respeto de la independencia y soberanía recíprocas, constituye un principio inspirador y orientador del Concordato en vigor (art. 1). La Iglesia es consciente no sólo de la contribución que ofrece a la sociedad civil para el bien común, sino también de lo que recibe de la sociedad civil, como afirma el Concilio Vaticano II: «todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas» (Const. Gaudium et spes, 44).

Al mirar al largo recorrido de la historia, hay que reconocer que la nación italiana ha advertido siempre la carga, pero al mismo tiempo el singular privilegio, dado por la situación peculiar por la que en Italia, en Roma, está la sede del sucesor de Pedro y por tanto el centro de la cristiandad. Y la comunidad nacional ha respondido siempre a esta conciencia expresando cercanía afectiva, solidaridad, ayuda a la Sede Apostólica para su libertad y para secundar la realización de las condiciones favorables al ejercicio del ministerio espiritual en el mundo por parte del sucesor de Pedro, que es obispo de Roma y Primado de Italia. Pasadas las turbulencias causadas por la “cuestión romana», llegados a la augurada Conciliación, también el Estado italiano ha ofrecido y sigue ofreciendo una colaboración preciosa, de la que la Santa Sede goza y de la que está conscientemente agradecida.

Al presentarle, Señor Presidente, estas reflexiones, invoco de corazón sobre el pueblo italiano la abundancia de los dones celestiales, para que sea siempre guiado por la luz de la fe, fuente de esperanza y de compromiso perseverante por la libertad, la justicia y la paz.

En el Vaticano, 17 de marzo de 2011

BENEDICTUS PP. XVI

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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