«Ni Dios, ni amo»

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas

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SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 5 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el análisis que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título «Ni Dios, ni amo».

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VER

En el centro histórico de San Cristóbal de Las Casas, en la fachada del antiguo templo de San Agustín, ahora convertido en salón de usos múltiples de la Facultad de Derecho, de la Universidad del Estado de Chiapas, desde hace meses está esta frase: NI DIOS, NI AMO… Algunos piensan que quizá le falta la letra R a AMO, para que diga AMOR, pero nada indica que quien lo escribió no haya tenido tiempo para escribir esa R. Así como está, refleja muchas cosas. En mi concepto, indica el tipo de “cultura” que estamos viviendo: no se quiere ni un Dios, ni un amo; sino cada quien ser dios y amo.

En nuestra ciudad, se entrecruzan tendencias de todo tipo: desde anarquistas y extremistas radicales, hasta conservadores y costumbristas tradicionales. Es una ciudad pluricultural, no sólo por la diversidad de razas, mestizas e indígenas, nacionales y extranjeras, sino por la gran diferencia de ideologías. Esto también tiene su atractivo, turístico y económico.

El letrero refleja casos como el de una joven de otro Estado, quien dijo a sus padres: “Ya estoy cansada de vivir con ustedes. Quiero irme a otra parte y hacer mi vida; quiero ser yo misma”. Y así procedió. Vive en otra ciudad, hace lo que quiere, sin dar cuenta a nadie; pero exige que le paguen estudios, departamento, celular, alimentos, ropa y diversiones.

El letrero retrata a los legisladores del Distrito Federal que despenalizaron el aborto durante las primeras doce semanas de embarazo: no aceptan tener un Dios, ni un amo, sino ser amos de vida y de muerte, disponer cuándo empieza la vida humana y cuándo se puede eliminar. No aceptan que haya normas morales universalmente aceptadas, sino que el bien y el mal dependen de sus leyes que hacen; en otras palabras, pretenden ser dioses y amos. Se extrañan que llamemos a no obedecer esa ley y dicen defender el estado de derecho; pero no reconocen al actual Presidente de la República, elegido legítimamente según la ley.

JUZGAR

Hemos caído en lo que el Papa Benedicto XVI calificó como “dictadura del relativismo”, que es regirse sólo por el criterio personal y decidir sin referencia a ninguna ley moral. Es lo que algunos tratan de legitimar: que nadie, ni las iglesias, ni Dios, normen la vida personal, la familia, la política, la economía, la cultura, la comunicación. Para ellos, la conciencia es absoluta, sin referencia a ninguna ley sagrada; cada quien rige sus costumbres y decisiones, sin que nadie le pueda objetar o corregir; puede hacer de su cuerpo lo que quiera, aunque sea matar al nuevo ser ya concebido. ¡Nada por encima de su decisión! ¡Ni Dios, ni amo! Cada quien haga lo que quiera.

Al iniciar el Cónclave para elegir al nuevo Papa (18 de abril de 2005), el entonces cardenal Joseph Ratzinger describió así este fenómeno de la sociedad actual: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo hasta el individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf Ef 4,14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalista. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.

Expresión de este relativismo moral, es la obsesión de personas, grupos, organizaciones y medios informativos por desmoronar y socavar los cimientos de las instituciones. Su éxito editorial, político y económico es hacer quedar mal a toda autoridad, empezando por la del hogar. Se ensañan contra cualquier jerarquía, civil y militar, penal y legislativa, eclesiástica y religiosa. Quieren deshacerse de normas absolutas y se rebelan contra todo lo establecido. Son como los adolescentes, que quieren hacerse valer prescindiendo de la autoridad paterna, a la que recurren sólo cuando se les acaba el dinero y no saben qué hacer. Entonces, reclaman a sus padres, como si éstos fueron los culpables de sus males.

No se acepta ninguna censura y se exige libertad para todo: para posar desnudos, para decir, cantar, pintar, gritar y ofender, aunque se hieran sentimientos de otros. En la publicidad comercial y en muchos programas, lo que importa es vender y obtener placer, aunque se incite al pecado y al libertinaje. Niños y adolescentes, jóvenes y mayores, al ver tantas escenas eróticas, ¿no se sienten atraídos a experimentar cuanto allí se muestra? Se necesita mucha madurez para rechazar las múltiples incitaciones y mantenerse puros y castos.

Se invoca el laicismo, descalificando algunas intervenciones éticas de la jerarquía católica como intromisión indebida de la Iglesia en la política y en la vida ciudadana, ignorando que la fe cristiana no es sólo una práctica religiosa, sino una actitud de vida, una luz que norma decisiones y conductas. Rechazan el influjo de la religión, como si ésta debiera reducirse a la conciencia personal, al hogar y al interior de los templos. Quizá, al rechazar a la jerarquía eclesiástica, están pretendiendo prescindir de Dios, para ser dioses y amos ellos solos.

ACTUAR

¿ Qué hacer ante esta corriente que arrastra todo? ¿Enfrentarnos y medir fuerzas? ¿Aislarnos y amargarnos? No. Los cristianos tenemos un camino cierto y seguro, que es Cristo, y que debemos ofrecer, no imponer, a los demás, como decía, en la misma ocasión, el entonces cardenal Ratzinger: “Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. El es la medida del verdadero humanismo. No es adulta una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esa amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar este fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe”.

Desde la familia y la parroquia, hay que cimentar esta fe sobre bases sólidas, para que las corrientes contrarias no la derrumben. Yo estoy convencido de que Cristo es el único camino, la única verdad, la única vida. Quien lo encuentra, tiene certeza y seguridad.

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas

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ZENIT Staff

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