No se puede comprender la pobreza con «corazón de rico»

El cardenal Etchegaray analiza el fondo cristiano de la acción humanitaria

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ROMA, 5 febrero 2001 (ZENIT.org).- Ante el desafío de la pobreza en la sociedad global del nuevo milenio, ¿por dónde debe discurrir el camino del compromiso cristiano? Esta es la pregunta a la que responde cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comité vaticano, en un artículo que ha publicado el último número de la revista italiana «Il Regno».

El purpurado vasco-francés se inspira en la carta apostólica de Juan Pablo II «Novo millennio ineunte» para ofrecer pistas que según él definirán la acción humanizadora de los cristianos en las próximas décadas. Se trata, según él, de una manera de conservar la gracia del Jubileo «haciéndola revivir concretamente, transformándola en perspectivas reales de evangelización».

«Querría empezar por los pobres –añade el cardenal– por la necesaria pobreza de la Iglesia. «He tenido hambre y me habéis dado de comer; era forastero y me habéis dado cobijo…» (Mt 25,35-36). Comentando esta página de cristología del Evangelio de Mateo, el Papa dice en la «Novo Millennio Ineunte» «que ilumina el misterio de Cristo» y especifica: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (n. 49). No basta por tanto subrayar la exigencia moral de la solidaridad hacia los pobres. La relación con los pobres compromete directamente a la relación con Cristo».

El misterio de Cristo pobre, explica el cardenal Etchegaray, nos desvela algo de la pobreza misma de Dios que, en su relación trinitaria, «vive un eterno despojo y una eterna entrega. Es imposible escrutar a Dios de otra manera que no sea a la luz del despojo trinitario, pero es imposible también comprender al hombre de otra manera que no sea en la línea de este despojo…».

Si el hombre quiere de verdad escrutar su destino, afirma Etchegaray, «debe hacerlo a la luz de la Trinidad, que es pobreza, y en la luz de Cristo que es la imagen visible de ella. Por tanto, es la identidad de la Iglesia de Cristo y su autenticidad las que están en juego: la Iglesia no puede vivir sin los pobres. Mucho más. No puede ser concebida sin los pobres. «Has dejado la pobreza en herencia a todos aquellos que quieren ser tus discípulos», dice Charles de Foucauld, dirigiéndose Cristo.

«Pero la Iglesia no logra nunca identificarse plenamente con los pobres –afirma el presidente del Comité para el Jubileo y antiguo arzobispo de Marsella–. Cada día tenemos la experiencia de una exclusión, de una distancia, lo que significa que la Iglesia no puede identificarse plenamente con el Reino de los cielos y que su centro está fuera de sí misma».

En este año jubilar, el cardenal Etchegaray recuerda que hemos subido de nuevo a la sinagoga di Nazaret, en la que Jesús empezó su ministerio mesiánico haciendo suyas las palabras de Isaías, en las que anunciaba que vino a anunciar la buena noticia a los pobres, a los oprimidos, como gran signo del «año de gracia del Señor» (Lc 4,16-20).

Jesús, añade el purpurado, aprendió en su casa de Nazareth, de su Madre, a amar a los pobres de los que dijo eran sus verdaderos discípulos y con los que abrió la puerta santa de su misión de gracia jubilar. Y los llamó bienaventurados: «Bienaventurados vosotros pobres» (Lc 6,20).

Recuerda también Etchegaray que, a lo largo de los siglos, la renovación de la Iglesia siempre se ha hecho a través de la alianza con los pobres. Para el cardenal la Iglesia nunca debe dejar de ser lo que es: «El sacramento del Dios hecho pobre».

La paradoja, indica, «y quizá la desventaja de nuestra época, es que el mundo se despierta al drama de los pobres con una mentalidad de rico, mientras que la Iglesia se aproxima a él con corazón de pobre. De ahí, el enorme malentendido que existe entre pobreza económica y pobreza espiritual, hasta el punto de que la bienaventuranza de la pobreza se hace irrisoria en una sociedad de la abundancia. ¿Cómo hacer comprender que hay que conciliar la búsqueda evangélica de lo que no tiene precio con una economía sujeta a la ley del precio?».

«La pobreza apostólica –explica el cardenal– es la prueba más dura pero más segura de la autenticidad de la evangelización. Cuando yo era obispo en Marsella, llamé a la madre Teresa para que crease también entre nosotros una fundación de sus hermanas de la Caridad. Antes de irse, me deslizó en la mano un papelito en el que había garabateado estas palabras: «Sólo le pido una cosa: cuide de que crezcan en la santidad, protegiendo su pobreza».

Y concluye afirmando: «La bienaventuranza es un don, no es una moneda de cambio para aquél que se hace pobre. Al acabar el Año Santo, tenemos que rezar mucho para implorar y acoger esta gracia de la pobreza, hoy más necesaria y más difícil que nunca, para luchar contra las riquezas sin alma y las pobrezas sin esperanza que se ciernen sobre nuestra sociedad».

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ZENIT Staff

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