No se puede defender la vida si no se percibe su belleza

Entrevista con el vicepresidente de la Academia por la Vida

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ROMA, jueves, 23 marzo 2006 (ZENIT.org).- «El gran problema actual es la pérdida del sentido de la belleza de la vida», afirma el nuevo vicepresidente de la Academia por la Vida.

En esta entrevista concedida a ZENIT, monseñor Jean Laffitte, anteriormente subsecretario del Consejo Pontificio para la Familia, recientemente nombrado vicepresidente de la Academia para la Vida, explica que no se puede defender la vida si no se toma conciencia de su belleza.

Nacido en Oloron-Sainte-Marie en 1952, monseñor Laffitte es sacerdote de la diócesis de Autun y miembro de la Comunidad del Emmanuel. Desde 2003, es consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

–El Papa le ha confiado una nueva misión: vicepresidente de la Academia por la Vida. Su tarea, entre otras, es la de sensibilizar sobre el don de la vida. ¿Cuáles son hoy, en su opinión, los grandes desafíos en el campo de la defensa de la vida?

–Monseñor Jean Laffitte: En mi opinión, el gran problema actual es la pérdida del sentido de la belleza de la vida. No se puede defender la vida si no se percibe su belleza. La vida se ha transformado hoy en espacio de lucha ideológica. No fue siempre así. La vida es desde el principio una realidad concreta, que existe. Las personas, a nuestro alrededor, existen. Estamos en relación con ellas. Ellas representan en el mundo una riqueza objetiva. La vida exige de partida una actitud fundamental de acogida y amor. La vida humana no es nunca neutra. Cuando se pierde de vista el carácter de bondad inmediata de lo que existe y vive ante nuestros ojos –la belleza de las personas que nos rodean y de aquellas a las que estamos unidos por lazos de amor y de solidaridad–, se hace de la vida el lugar de una lucha ideológica.

¿Cómo se produce esto? En principio, por una banalización de la vida humana. Se pierde su carácter específico y se acaba por asimilarla a cualquier otra manifestación de vida, de cualquier ser viviente. Se deja de ver que, tras cada rostro humano, tras cada persona, hay una singularidad, una riqueza única en la que los creyentes reconocen una intención de Dios, un proyecto de amor. La vida es el don del amor de Dios a todos los hombres.

La primera tarea es la de tratar de volver a dar a quien la ha perdido, esta noción de un bien real que nos precede, que no hemos elegido. Nadie ha decidido vivir. Estamos ante una realidad que nos invita a esta mirada de amor y acogida. No se puede tener una actitud de neutralidad hacia la vida. La vida no es simplemente un fenómeno biológico. No se puede considerar a una persona humana simplemente bajo el aspecto de sus características biológicas, anatómicas o celulares. Es posible hacerlo, en el marco de la ciencia aplicada, pero cuando se quiere explicar la verdad de la vida de un hombre, uno se ve obligado a considerarla en todo lo que la constituye, es decir, no solamente en lo que conforma su organismo –es un ser viviente sometido a las leyes físicas y biológicas– sino también en lo que constituye su especificidad, su cualidad de criatura racional, dotada de inteligencia, de voluntad, dotada de una capacidad de amar y de entrar en una relación de comunión con otros hombres.

–Hoy, en un mundo en el que la ciencia nos permite casi tener niños a la carta por encargo, la vida se convierte en un objeto de consumo. ¿Qué nos propone Benedicto XVI en su primera encíclica?

–Monseñor Jean Laffitte: Esta pregunta completa la primera. Hay un segundo aspecto que está relacionado con lo que antes decía: si una vida humana es una riqueza, uno se pregunta cuál es el origen de esta riqueza que nos precede. Abordamos entonces un aspecto complementario muy ligado al tema de la encíclica: la relación entre una vida humana y el autor de la vida humana. Dios, que es el creador de toda vida, es al mismo tiempo la fuente de toda caridad y amor. Hay también un nexo íntimo entre la vida y el amor; en principio porque la vida misma es un fruto del amor de Dios, es un don, pero también porque la vida humana adquiere todo su sentido en una perspectiva de amor. El hombre está hecho para amar a quien le ha creado. Está hecho también para amar a los demás, a su prójimo; se desarrolla en el amor, en el amor hace realidad todas sus potencialidades y considera con admiración el conjunto de la creación, ejerciendo sobre ella una especie de señorío, naturalmente subordinado al Señorío divino. Pero todo esto sólo puede hacerse respetando la naturaleza y en un espíritu de servicio de sus semejantes, lo que supone que esté animado por el amor.

Esta encíclica nos invita a tomar conciencia de que si Dios es realmente amor, la vida que viene de Él es un fruto directo de este amor. Esto cambia totalmente nuestra mirada sobre la existencia humana y su finalidad, sobre el fin de la vida, sobre lo que nos anima, sobre nuestras intenciones profundas y sobre la manera en la que ejercemos nuestra actividad. La encíclica atrae nuestra atención sobre el hecho de que la vida está dentro de Dios, la vida es comunión, es amor. En Dios, vida y amor coinciden porque el amor divino da la vida, es un amor que conduce a la existencia de seres que no existían antes. No se trata sólo de un acto de causalidad material. Se trata, formalmente, de un acto de amor que hace existir a los demás.

–¿Cómo se puede reencontrar el sentido de la belleza de la vida cuando se ha perdido?

–Monseñor Jean Laffitte: Habría que distinguir las razones que conducen a la alteración o pérdida de este sentido. Hay a veces razones ligadas a la gravedad de opciones morales personales que, hiriendo el alma, oscurecen la mirada sobre la vida y no permiten ya reconocer su carácter precioso. Aquí se podría hacer un análisis moral de este estado de hecho. Hay también, más generalmente, razones evidentes ligadas al sufrimiento, a la prueba, o a la injusticia sufrida.

Tenemos circunstancias en las que, en la vida de las personas, sin responsabilidad por su parte, tienen que afrontar una dificultad objetiva para percibir la belleza de la vida. Hay que admitir que estas situaciones existen para poder comprenderlas. Por otra parte, esta experiencia de opacidad de la belleza de la vida puede ser experimentada por cada uno. Cada uno puede tener que afrontar, en un momento de su vida, o la enfermedad de un ser querido, la desaparición de una persona cercana; las consecuencias de la enfermedad pueden ocultar la belleza de la vida. En estas situaciones, la percepción de la belleza de la vida se hace a través de un proceso análogo al de la fe. Creemos y nos adherimos a la belleza de la vida, de la misma manera que los creyentes se adhieren, sin verla, a la belleza de Dios. No vemos a Dios pero sabemos que su belleza es real.

Es muy raro que una persona no se haya planteado nunca la belleza de la vida. Pero hay situaciones en las que la manifestación difícil y dolorosa de ciertas enfermedades graves, de la injusticia de los hombres, o de cualquier otra circunstancia, pueden hurtar a la existencia lo que le da su atractivo en la vida normal.

No hay que considerar el problema de modo aislado. Nadie puede afrontar una miseria personal, una enfermedad, una profunda pena, de modo solitario. El hombre no es una mónada. Está en relación constante con muchas otras personas, próximas o menos próximas. Sin pretender que el amor a la vida, que una persona que sufre percibe en los demás, haga su propia vida inmediatamente más fácil, esto le da al menos una visión de la existencia que no se reduce a la precariedad de su propia situación. Evidentemente no es un esfuerzo que hay que pedir a la persona que sufre, sino un llamamiento a las personas más felices. El respeto a la vida de los que sufren es una condición necesaria para que éstos perciban la belleza de la vida. Cuando una persona probada recibe ayuda, una atención amorosa, dejará de identificar su vida con su sufrimiento; porqu
e, en su vida, no tendrá simplemente sufrimiento, tendrá también el acto de amor que ha recibido.

En preciso considerar que, en el campo de la vida, las cuestiones no se presentan jamás de manera abstracta, sino de manera concreta: toda persona se encuentra implicada en relaciones o situaciones en las que puede ejercer esta caridad con el prójimo a la que invita la encíclica «Deus Caritas est».

Se recoge en ella lo que está en el centro de toda existencia humana, esas necesidades fundamentales profundamente inscritas en el corazón del hombre; entre ellas, en primer lugar, el deseo de amar y de ser amado. Hay también otros deseos esenciales como el de ser útil. Sin embargo, el deseo de ser amado parece ser el más profundamente arraigado. Una de las aportaciones originales e importantes de la encíclica es mostrar la importancia primordial de saber recibir el amor. El amor no es sólo el movimiento unilateral de alguien que da y que se da. Es también el movimiento de alguien que, dándose, es capaz de recibir otro amor que a veces le precede.

En el caso de la relación con Dios, por otra parte, esto sucede siempre. Somos siempre precedidos en nuestro amor por Dios, por el amor que recibimos de Él. En la encíclica, está presente esta intención de mostrar este doble movimiento del amor, movimiento unificado que establece una verdadera comunión entre los dos términos. La encíclica hace honor a esta dimensión muy a menudo olvidada en los enfoques voluntaristas de la caridad o aproximaciones muy parciales de la caridad o enfoques parciales a menudo espiritualistas, donde se imagina que el amor es simplemente el hecho de dar. El amor, en su plenitud y su expresión perfecta, es también recepción y hace falta mucha virtud para saber recibir el amor de los demás y apreciarlo porque es un don de Dios, un don de la gracia de Dios.

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ZENIT Staff

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