Olvidar las raíces cristianas de Europa generaría un desconcierto total

Habla Juan María Laboa, Catedrático de Historia de la Iglesia

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MADRID, 16 diciembre 2002 (ZENIT.org).- Admitir el relativismo histórico en las tradiciones espirituales de Europa supondría caer en un «desconcierto absoluto», subraya uno de los historiadores cristianos más estimados del viejo continente.

Juan María Laboa, catedrático de Historia de la Iglesia de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Comillas, de Madrid (España), ha dirigido el «Atlas Histórico del Monacato», recién publicado, obra en la que han colaborado once especialistas de todo el mundo.

La obra pretende a través de textos, ilustraciones, mapas y fotografías presentar y explicar uno de los filones principales de la experiencia religiosa de la humanidad y, de manera especial, del cristianismo.

Se divide en ocho grandes capítulos: el monacato precristiano asiático, el filosófico y el judío; los orígenes del monacato presentes en el Nuevo Testamento y en las primeras comunidades cristianas; el primer monacato del desierto, de Siria, de Capadocia, tanto en sus formas eremíticas como coptas; la tradición monástica occidental hasta san Benito; el desarrollo del monacato oriental; el desarrollo del monacato occidental desde san Gregorio Magno hasta la reforma carolingia; mil años de monacato oriental y mil años del monacato occidental desde san Anselmo hasta las nuevas experiencias de nuestros días.

Los capítulos dedicados al monacato ortodoxo han sido escritos en su mayoría por autores ortodoxos de Rusia, Bulgaria y Serbia.

En el contexto del debate de la futura Constitución europea y la consideración de las raíces cristianas del viejo continente, Juan María Laboa analiza en esta entrevista concedida a Zenit la importancia del monaquismo en la vida de la Iglesia y en la historia de Europa.

–Los monasterios, ¿han contribuido a la historia y evolución de Europa, o su papel se reduce a una aportación cultural?

–Juan María Laboa: La Europa que conocemos tiene mucho que ver con los monasterios tanto en su época fundacional como en los siglos siguientes. No se trata solo de una forma de vida concreta y de unos valores religiosos, morales y humanistas compartidos por los pueblos europeos sino, también, de la colaboración activa de monjes y monasterios en la misma estructuración social de Europa: la repoblación de sus tierras, las diversas formas de reorganización social, la puesta en práctica de diversos sistemas de cultivos, la educación primaria y universitaria, ritos y costumbres que han conformado la idiosincrasia de los diferentes pueblos.

–¿Qué tiene que decir hoy el monaquismo a una Europa que, a la hora de redactar su Constitución, podría olvidar sus raíces cristianas?

–Juan María Laboa: La supervivencia de una civilización depende en gran parte de la continuidad de su tradición cultural. Hoy existe un relativismo histórico que abarca no solo los aspectos materiales y políticos de la cultura sino que se extiende a las tradiciones espirituales. Creo que no podemos aceptarlo sin más, so pena de caer en un desconcierto absoluto.

Nuestra civilización proviene de la interacción de la filosofía grecorromana y la tradición, el talante y la forma de vida cristiana, y los monasterios han representado, precisamente, la integración de ambas tradiciones, presente en algunos de los mejores momentos de nuestra historia.

Por otra parte, también en nuestros días, como a lo largo de la historia del cristianismo, hombres y mujeres consideran que el significado profundo de su vida espiritual solo puede desarrollarse adecuadamente en el silencio y en la soledad absoluta. La tarea peculiar del monje en el mundo actual consiste en mantener viva la experiencia contemplativa y en tener abierto el camino por el que el hombre moderno pueda recuperar la integridad de su profundidad interior. La necesidad mística del encuentro personal con la trascendencia parece tener más sentido en una época dominada por la tecnología.

–A menudo se enfrentan términos como contemplación y acción, y se juzga que el monje se aísla del mundo y no traduce su vida en obras útiles. Hablar de vida monástica en el siglo XXI, ¿no es un simple anacronismo?

–Juan María Laboa: Contraponer contemplación y acción resulta estéril y sin sentido. Hay sicologías y habilidades más dadas a la acción y otras al pensamiento, pero todas son necesarias. La sociedad necesita de ambas y la comunidad eclesial también. Además, de hecho, la mayoría de los seres humanos compaginan ambas, al menos, en sus niveles más altos. Acción sin pensamiento y evangelización sin oración y meditación resultan limitadas e incompletas.

Los grandes orantes han influido y han enriquecido la vida de manera determinante como los grandes filósofos. Los Padres del desierto, los monjes, los eremitas han rumiado en profundidad la palabra de Dios y han transmitido a los demás sus experiencias, que, a su vez, han enriquecido a los creyentes y han nutrido su fe. Es impensable un cristianismo sin mística y un santo sin ansia de evangelizar.

–El hombre de hoy, creyente o no, se refugia a temporadas en los claustros buscando paz interior. ¿Cree que se trata de un nuevo turismo, de una simple moda? ¿O llega a tener un alcance mayor a nivel de vida de fe para unos y de conversión para otros?

–Juan María Laboa: Más o menos conscientemente se trata de repetir la secular experiencia del desierto. Nada en nuestro mundo ayuda a conocerse en profundidad ni a encontrarse con Dios, que habla en nuestro corazón, que se intuye en el silencio interior, que deslumbra en la belleza y en la naturaleza. Buscar la soledad no constituye solo un necesario remedio terapéutico sino, sobre todo, un enfrentamiento valiente con la realidad de uno mismo y un ponerse a la escucha de Dios. Para alimentar nuestra fe necesitamos espacios de silencio, de desierto interior, de búsqueda serena.

–Acudir a un monasterio por gusto es muy distinto a tener una vocación a vivir así siempre. ¿Cómo puede discernir este punto el cristiano en una sociedad que rechaza el compromiso? ¿Están los monasterios en Europa llamados a desaparecer por la falta de vocaciones?

–Juan María Laboa: La vocación, como el amor o la amistad, no es fruto de la programación. Surgen inesperadamente. Dios habla cuando Él quiere y no cuando decidimos nosotros. «Heriste mi corazón con tu palabra Señor e inquieto está hasta descansar en Ti», afirmó san Agustín, y no pocos a lo largo de los siglos han repetido su experiencia. Seremos más o menos, pero no creo, ciertamente, que desaparecerán estos encuentros inefables, esta necesidad de optar solo por Cristo, de amar a los hermanos en esta forma de vida. No tenemos que preocuparnos tanto por la falta de vocaciones, sino que debemos mimar más nuestra experiencia de amor y de fe. Lo demás se nos dará por añadidura.

–¿Qué pueden aprender los nuevos movimientos y realidades eclesiales del monaquismo? ¿Podrían llegar a enriquecerse mutuamente estas dos realidades?

–Juan María Laboa: El monacato en sus diversas formas, en realidad, se limita a poner en práctica en su radicalidad algunas opciones fundamentales propias del cristianismo de todos los tiempos: la oración continua, la meditación de la Sagrada Escritura, la vida comunitaria, la austeridad y la pobreza de los apóstoles, la caridad incansable y permanente hacia los hermanos. Los monjes han buscado con constancia conocer y amar a Dios, repudiando y abandonando cuanto pudiera alejarles de este objetivo. Los nuevos movimientos responden a las características de la sociedad contemporánea como los mendicantes o los regulares han sido fruto de su tiempo, pero todos tendrán que asumir, a su vez, esas opciones de vida que, en realidad, fueron las de Cristo.

–¿Vivían los monjes al margen de la Iglesia?

–Ju
an María Laboa: La vida consagrada ha estado siempre al servicio de la misión de la Iglesia, o mejor todavía, al servicio de la misión de Jesús, que la Iglesia continúa en el tiempo hasta la segunda venida del señor. Por lo tanto, el monje desarrolla una doble relación, una con Cristo y la otra con la Iglesia.

En su soledad más absoluta o en la cima de una columna, el monje posee una fuerte conciencia de Iglesia y de su deber de evangelizar, de ser testimonio de Cristo, de ayudar a los hermanos en sus necesidades espirituales y temporales. Las sorprendentes escenas de monjes anunciando la buena nueva a pueblos ajenos a la tradición cristiana constituyen algunas de las páginas más extraordinarias de la historia del cristianismo.

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ZENIT Staff

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