«Pacem in terris», cuarenta años después

Recordando cuatro conceptos clave articulados por Juan XXIII

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CIUDAD DEL VATICANO, 18 enero 2003 (ZENIT.org).- El mensaje de Juan Pablo II para el Día Mundial de la Paz 2003 se centró en elementos clave de la encíclica de 1963 de Juan XXIII, «Pacem in terris». En ella, Juan XXIII identificaba cuatro importantes requisitos para que reine la paz: la verdad, la justicia, el amor y la libertad.

Los cuatro conceptos aparecen en varios lugares de la encíclica, junto a una amplia variedad de temas. Estos conceptos, de hecho, se analizan de lleno en los números 35-38 de la encíclica.

Para que una sociedad se ordene de acuerdo a la dignidad humana, «debe basarse en la verdad», afirmaba Juan XXIII. Citando Efesios 4, 25, escribía que toda persona debería hablar de la verdad con su prójimo. Esta práctica implica el reconocimiento no sólo de los derechos de cada individuo, sino también de los deberes que se debe cumplir de cara a los demás.

Tras fundarse sobre la verdad, la sociedad «debe llevarse a efecto por la justicia». Esto se alcanza cuando respetamos los derechos de los demás y satisfacemos nuestros deberes hacia ellos. Sólo entonces las personas se guiarán por la justicia en sus relaciones sociales. Pero esta vida social también necesita, indicaba la encíclica «estar animada por un amor tal que sientan las necesidades de los demás como propias, induciéndoles a compartir sus bienes con los demás, y a esforzarse en el mundo para lograr que todos los hombres sean iguales herederos de los más nobles valores intelectuales y espirituales».

El último de los cuatro conceptos, la libertad, entra en juego cuando los miembros de la sociedad eligen como medios para realizar sus acciones aquellos que son «coincidentes con la dignidad de sus miembros individuales, quienes, estando dotados de razón, asumen la responsabilidad de sus propias acciones».

La interacción de estos cuatro factores, continuaba Juan XXIII, significa que podemos pensar en la sociedad «como una realidad sobre todo espiritual». Es espiritual en el sentido de que sus miembros comparten en la verdad y juntos aspirar «a los bienes del espíritu», mientras que comparten al mismo tiempo «los sanos placeres del mundo».

Este compartir implica que las personas ofrezcan a los demás «todo lo que es mejor de sí mismas», y beneficiarse de las riquezas espirituales de sus prójimos. Los valores espirituales así obtenidos guiarán a su vez las acciones de la sociedad en su cultura, economía, leyes y demás elementos que eleven la vida humana.

Sin embargo, Juan XXIII advertía de que la fundación de la verdad en las relaciones sociales no se basa meramente en un acuerdo mutuo. Más bien, el orden social «encuentra su fuente en el Dios verdadero, personal y transcendente. Él es la primera verdad, el bien soberano, y como tal la fuente más profunda a partir de la cual la sociedad humana, si se constituye adecuada, creativa y correctamente según la dignidad humana, encuentra su genuina vitalidad» (No. 38).

Yendo más lejos, en el No. 45, afirmaba que las acciones basadas en Dios, conducen a su vez a las personas al Todopoderoso. La preocupación por los derechos y deberes pasan a través de una apreciación de los valores espirituales, «de un mejor reconocimiento del verdadero Dios que es personal y transcendente, y así harán de los lazos que los unen a Dios la fundación sólida y el supremo criterio de sus vidas», afirmaba el No. 45 de la encíclica.

Relaciones entre los Estados
La encíclica vuelve a estos conceptos en el No. 80 al ocuparse de los asuntos internacionales. Juan XXIII insistía en que la verdad debe ser el primer punto que gobierne las relaciones entre los Estados. Esta verdad demanda la eliminación del racismo y significa que los Estados «son por naturaleza iguales en dignidad». Por eso tienen un igual derecho a la existencia, al propio desarrollo y al respeto. La experiencia demuestra que las naciones son muy sensibles a las cuestiones que tocan su dignidad y honor, advertía.

Naturalmente, los Estados diferirán grandemente en poder, talento y recursos, observaba la encíclica. Pero esto no implica que los estados más ricos tengan justificación para controlar a los demás. Por el contrario, «significa que tienen que hacer una contribución más grande a la causa común del progreso social».

La encíclica no afirmaba que las naciones o lo individuos deban considerar a todos los Estados como igualmente buenos. De hecho, a las personas no se les debe «quitar que muestren particular atención a las virtudes de su propia forma de vida», indicaba Juan XXIII. Pero deberían respetar los principios de la verdad y la justicia, afirmaba.

De hecho, las relaciones entre los Estados deberían gobernarse por el principio de la justicia. Esto significa no sólo el reconocimiento de los derechos, sino también el cumplimiento de los deberes y el evitar acciones que sean injustas o perjudiciales para los demás. «Quita la justicia, y qué son los reinos sino poderosas bandas de ladrones», escribía el Papa, citando a san Agustín.

Y cuando haya conflictos de intereses entre Estados, estas diferencias deberían resolverse « de manera verdaderamente humana», urgía la encíclica, «no por la fuerza armada ni por el engaño o la astucia».

La tercera virtud, el amor, se examina bajo el título de solidaridad. Juan XXIII recomendaba que los Estados aunaran sus recursos. Las autoridades civiles existen, explicaba «no para confinar a los hombres dentro de las fronteras de sus propias naciones, sino primariamente para proteger el bien común del Estado, que ciertamente no puede disociarse del bien común de la entera familia humana».

Pero, advertía, lo que es beneficioso para algunos puede perjudicar a otros. Por eso, en esta ayuda mutua, «se debe tener gran cuidado», para que no cause perjuicios.

Volviendo a la cuarta virtud, la libertad, la encíclica pedía a los países que evitaran cualquier acción que pudieran constituir una opresión injusta o una interferencia indebida. Cualquier ayuda dada a los países más pobres en su desarrollo económico debería darse «de manera que se garantice que se preserva su propia libertad».

Resumiendo más adelante esta tarea, el Papa en el No. 163 de la encíclica pedía el establecimiento de unas nuevas relaciones en la sociedad humana, «bajo el señorío y la guía de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad». Estos principios, insistía, deberían guiar las acciones a todos los niveles: entre individuos, dentro de las familias, entre asociaciones, y a nivel internacional.

Juan XXIII observaba que había pocas personas que llevaran sobre sí esta responsabilidad. A éstos les animaba a perseverar.

También invitaba a todos los cristianos a que fueran «un punto de que brille intensamente en el mundo, un núcleo de amor, una levadura en la entera masa». Esto se alcanzará en el grado en que cada cristiano se una a Dios, explicaba el Papa. El mundo no estará en paz hasta que «la paz haya encontrado un hogar en el corazón» de cada persona, y hasta que cada individuo respete el orden establecido por Dios, afirmaba. Cuarenta años después, el mensaje de Juan XXIII es tan válido como siempre.

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ZENIT Staff

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