Pistas para detectar el empuje laicista en un Estado democrático

Entrevista con el profesor Rafael Navarro-Valls

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MADRID, domingo, 30 enero 2005 (ZENIT.org).- A raíz del discurso que Juan Pablo II dirigió el lunes pasado a obispos españoles en visita «Ad Limina», y de las interpretaciones inexactas que durante la semana se han hecho de sus palabras, Rafael Navarro-Valls –catedrático de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid– ha accedido a aclarar para Zenit algunos puntos –como la distinción entre laicidad y laicismo– cuya consideración es necesaria en el análisis de las relaciones Iglesia-Estado.

Rafael Navarro-Valls es también secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España (rajyl.insde.es) y presidente de su sección de Derecho Canónico y Eclesiástico del Estado. La institución, cuyo origen se remonta a 1730, tiene como fines la investigación y la práctica del Derecho y de sus ciencias auxiliares, debiendo, además, contribuir a las reformas y progresos de la legislación española.

–En su discurso a los obispos españoles (Cf. Zenit, 24 enero 2005), Juan Pablo II no aludió al gobierno, pero advirtió «en el ámbito social» de España la difusión de «una mentalidad inspirada en el laicismo» y alertó de que esta ideología «lleva gradualmente» «a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública». Hace un año, ante el cuerpo diplomático, el Papa distinguía el laicismo de la legítima laicidad, entendida como la «distinción entre la comunidad política y las religiones» (Cf. Zenit, 12 enero 2004). ¿Qué rasgos caracterizan una «sana» laicidad en un Estado democrático?

–Rafael Navarro-Valls: Hoy se observa el renacer de la noción de laicidad en los textos legislativos e incluso en la jurisprudencia. Este renacer va unido a un cambio de ritmo del propio concepto de laicidad, en el que la arcaica visión del laicismo como mecanismo de defensa frente a las religiones viene sustituido por una «laicidad positiva». Así ocurre, por ejemplo, en una serie de recientes sentencias del Tribunal Constitucional italiano, del Tribunal Constitucional español y del Tribunal Supremo Federal norteamericano. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional español ha recalcado que la aconfesionalidad (laicidad) del Estado no implica que las creencias y sentimientos religiosos no puedan ser objeto de protección, sino que, antes al contrario, el respeto de esas convicciones se encuentra en la base de la convivencia democrática.

El laicismo negativo, por el contrario, quisiera volver a meter a Jonás en el oscuro vientre de la ballena, es decir, relegar los sentimientos religiosos al plano privado, vetando su presencia en la plaza pública. Como recientemente ha precisado el arzobispo Giovanni Lajolo [secretario de las relaciones de la Santa Sede con los Estados. Ndr], «cuando la laicidad de los Estados es, como tiene que ser, expresión de auténtica libertad, favorece el diálogo y, por tanto, la cooperación transparente y regular entre la sociedad civil y la religiosa, al servicio del bien común, y contribuye en la edificación de la comunidad internacional sobre la participación y no sobre la exclusión o el desprecio». A su vez el cardenal Joseph Ratzinger [prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe. Ndr] acusa al laicismo de no constituir ya la garantía de las múltiples convicciones, sino que se establece como una ideología «que impone lo que se debe pensar y decir». Es decir, lo que antes podría aparecer como garantía de una libertad común, «se está transformando en una ideología que empieza a hacerse dogmatismo», poniendo en peligro la libertad religiosa.

Lo que se critica hoy no es que el Estado rechace legítimamente cualquier intento de convertirse en el brazo secular de tal o cual Iglesia; lo que se rechaza es que el Estado olvide el humus histórico al que se debe su propia existencia, o como autorizadamente se ha dicho, que se olvide el patrimonio de verdades que no están sometidas al consenso, sino que precede al Estado y lo hace posible.

–Usted fue miembro en 1996 de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia. ¿En qué se detecta que un Estado democrático está promoviendo medidas laicistas, al fin y al cabo restrictivas de la libertad religiosa?
–Rafael Navarro-Valls: En una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se lee que «Europa está amenazada por una ola de intolerancia». Intolerancia de doble signo. Por una lado, el fundamentalismo, que es una perversión de la religión. Por otra, la ideocracia laicista, que es una perversión de la verdadera laicidad. Quizá el rasgo más preocupante de esta ideocracia estatal es el intento de sustitución de las convicciones sociales por la ideología oficial. La belleza de la laicidad es que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad de conciencia y de libertad religiosa. Si deja de ser «neutral» y trata de imponer una «filosofía» por un camino legislativo, entonces ya no es lo que dice ser.

El tejido social comienza a debilitarse ante las arremetidas de lo «políticamente correcto» y entre las personas religiosas comienza a insinuarse lo que se ha llamado el «antimercantilismo moral». Una especie de temor, por parte de las Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno. Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición, que Tocqueville llamaba la «enfermedad del absentismo», por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.

Charles Taylor señala como una de las tres formas de malestar de la cultura contemporánea ese despotismo blando del Estado que convierte parte de los ciudadanos, en un tipo de individuos encerrados en sus propios corazones; con lo cual el propio Estado pierde el concurso de un estrato de población, empobreciéndose en su propia entidad. Aquellos ciudadanos sólidamente religiosos que podrían aportar muchas cosas al torrente circulatorio de la sociedad quedan marginados.

–El Papa recordó además a los obispos españoles el deber de los poderes públicos de garantizar el derecho de los padres –si así lo piden– a que sus hijos reciban enseñanza religiosa en las escuelas –con una valoración académica acorde con su importancia– y «asegurar las condiciones reales de su efectivo ejercicio, como está recogido en los Acuerdos Parciales entre España y la Santa Sede de 1979, actualmente en vigor». ¿Cómo debería articularse la enseñanza de la religión católica en España para que se cumplan los Acuerdos?

–Rafael Navarro-Valls: El respeto en un Estado de Derecho a las leyes, sobre todo si son del más alto nivel, como ocurre con los Tratados Internacionales, es un principio fundamental de la democracia. De ahí que convenga recordar lo que dice textualmente el Acuerdo de 3 de enero de 1979, entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y
Asuntos Culturales: «Los planes educativos en los niveles de educación preescolar, de Educación General Básica y de Bachillerato y Grados de Formación Profesional (…), incluirán la enseñanza de la Religión Católica en todos los Centros de Educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales. Por respeto a la libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio para los alumnos. Se garantiza, sin embargo, el derecho a recibirla».

Repárese que se habla de «disciplina fundamental», lo que exige que puntúe en los curricula de los alumnos e influya a la hora de obtener beneficios y becas por parte de los estudiantes. Esto no es una novedad. Acaba de hacerse público un amplio estudio de la Oficina Internacional de Educación (OIE) de la UNESCO sobre el tiempo previsto para la religión en los planes de estudio de 140 Estados. Según ese estudio, durante los nueve primeros años de la escolaridad, la enseñanza de la religión figura como materia obligatoria (al menos una vez) en los planes de estudio de 73 países de los estudiados. En 54 de ellos, el tiempo de docencia dedicado a la religión es el 8.1 % del tiempo total. Estas cifras, según la UNESCO, indican una inversión de la tendencia al declive de la enseñanza de la religión, que había caracterizado la mayor parte del pasado siglo XX.

–Varios miembros del gobierno de España se lanzaron a descalificar, al día siguiente de su difusión, el mensaje que Juan Pablo II dirigió a los obispos católicos del país. Además, en el comunicado difundido por el Ministerio de Exteriores (Cf. Zenit, 27 enero 2005) se hace una relectura de las palabras del Papa de forma irregular e inexacta. ¿Pierde el Estado su neutralidad con estas reacciones?

–Rafael Navarro-Valls: Como ocurre frecuentemente en los debates públicos, algunas veces se acaba por discutir sobre cosas no dichas en las fuentes, es decir, de cosas que no decía el discurso original. En el mundo académico lo sabemos muy bien: la fidelidad a las fuentes es condición imprescindible para entender los acontecimientos y enjuiciarlos adecuadamente. Esa autodisciplina es necesaria para evitar el caos dialéctico en donde se introduce el elemento ideológico a costa de la verdad. Por eso la Santa Sede, ante esas reacciones no estrictamente correctas, sólo recomendó «una lectura atenta de todo el discurso Pontificio, que bien puede ilustrar la posición de la Iglesia». De otro modo más que la neutralidad, lo que se conculca es la verdad. La Santa Sede manifestó [el 27 de enero] que «un acuerdo fructuoso con la Iglesia mediante un diálogo permanente animado por un recíproco respeto, así como se ha manifestado en el comunicado (del Ministerio de Exteriores tras el encuentro con el Nuncio), ha sido y será siempre la línea de la Santa Sede». No puede olvidarse, sin embargo, que el tono de las relaciones entre un determinado Gobierno y la Santa Sede siempre es reflejo del tono que existe entre ese mismo Gobierno y los católicos de ese país representados en su Jerarquía. No puede ser de otra manera.

–Aparte de la citada cuestión de la enseñanza de la Religión, las medidas del gobierno español se orientan a introducir el «matrimonio» homosexual –incluida la adopción de niños–, facilitar la disolución del matrimonio con la agilización del divorcio y la supresión de la separación previa y la legalización de una especie de repudio, ha aprobado la investigación con embriones humanos… No son cuestiones directamente relacionadas con el respeto a la religión, pero afectan a los valores compartidos por la Iglesia católica, a la que pertenece la gran mayoría de los españoles. Un gobierno que legisla prescindiendo del diálogo con la mayoría creyente y de espaldas a su tradición, ¿no se está dirigiendo contra su identidad religiosa?

–Rafael Navarro-Valls: Efectivamente, el problema del matrimonio entre personas del mismo sexo es un problema más antropológico que religioso. Esto explica que, en España, las reacciones más contrarias han surgido en los ambientes jurídicos. La Asociación de Abogados de Familia, el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Judicial y un buen número de juristas ilustres han manifestado su disconformidad.

Lo que este importante sector social viene a decir es que si las instituciones (entre ellas el matrimonio) pueden ser adaptadas al espíritu de los tiempos, esta adecuación no puede hacerse en términos que las hagan irreconocibles por la conciencia social de cada tiempo y lugar. Así ocurriría si el Gobierno optara por reconocer «un derecho al matrimonio» de las parejas homosexuales. Este no es un problema exclusivamente español: Australia está a punto de aprobar una ley reafirmando el principio heterosexual; Clinton, durante su presidencia, firmó la ley de defensa del matrimonio que sólo considera tal, a efectos federales, la «unión legal entre un hombre y una mujer»; y más recientemente 11 estados norteamericanos, a través de consultas populares, han recalcado el carácter «bipolar», heterosexual, del matrimonio frente a ciertos intentos orientados al matrimonio entre homosexuales.

En realidad, la Iglesia –por más que pueda sorprender esta afirmación– no tiene una concepción propia del matrimonio. Lo que tiene es una visión propia del hombre. De ahí que insista una y otra vez en que su modelo matrimonial es tal porque se adecua a la propia naturaleza del hombre, es decir, al orden real de las cosas. Por eso se alinea con los defensores del carácter heterosexual del matrimonio. El que alerte al Estado acerca de los efectos antisociales de una legislación contraria a esos principios es muestra de lealtad, no de intolerancia.

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ZENIT Staff

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