Por qué los estados no pueden ser neutrales ante los valores

Perspectivas del obispo auxiliar de Sydney, monseñor Porteous

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SYDNEY, sábado, 4 diciembre 2004 (ZENIT.org).- El obispo auxiliar de Sydney, monseñor Julian Porteous, presentaba este texto como parte de una videoconferencia de teólogos sobre el tema «Iglesia y Estado». El evento fue organizado en Internet el 29 de octubre por la Congregación vaticana del Clero.

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Nuestras relaciones más importantes no se forma para beneficio personal sino de manera que pueda darse y recibir amor y así construir «la fraternidad que los hombres han de establecer entre ellos en la verdad y el amor» (Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1878; ver también «Gaudium et Spes», No. 24).

Las sociedades son mejores cuando se intenta difundir amor a la población en general, y en particular al ofrecer amor a los más necesitados (ver Juan Pablo II, «Centessimus Annus», No. 10, sobre la opción por los pobres, que confirma la enseñanza de León XIII en la «Rerum Novarum», No. 125). Por eso la sociedad no es libre ante los valores sino que es «esencial para el cumplimiento de la vocación humana» (Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1886).

Hay muchas maneras de compartir amor en la sociedad, por ejemplo, proporcionando cuidados sanitarios, apoyando a las familias, aumentando el acceso al trabajo, protegiendo libertades importantes, etc. El estado tiene la tarea especial de asegurar que todas estas áreas se atiendan apropiadamente, y que la ley y la autoridad se ejerciten únicamente para estos fines. El Papa Juan XXIII en la «Pacem in Terris» (No. 46) establecía: «Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país».

La justicia y el amor requieren que el estado actúe para el bien genuino de cada persona – es decir el «bien común». El bien común reconoce así que «la persona humana… es y debe ser el principio, el sujeto, y el fin de todas las instituciones sociales («Gaudium et Spes», No. 25).

Esto significa que el estado nunca puede ser meramente neutral ante los valores. El estado sólo existe para asegurar que se reconozca el valor de las personas, que se proteja al vulnerable, y que se promueva el bien común.

En nuestro mundo, generalmente se presenta la cuestión de la neutralidad cuando algunas personas defienden que el estado no debería favorecer un valor por encima de otro. Por ejemplo, muchas personas pueden alegrarse de que seamos católicos en nuestra vida privada pero no quieren que traigamos estos valores a la vida pública.

Pero no podemos guardarnos nuestras creencias y conciencias católicas para nuestras vidas privadas. El Señor mismo y la enseñanza constante de la Iglesia nos dicen que hablemos a favor del pobre, apoyemos al matrimonio y a la familia, prestemos voz a los que no tienen, defendamos la vida inocente: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25:40). No podemos evangelizar a menos que seamos libres de hablar y trabajar por la sabiduría católica en estas áreas sociales clave.

El estado democrático moderno promueve valores del liberalismo secular y asume que estos valores representan el punto más alto de civilización e imparcialidad.

Pero como defiende el Papa Juan Pablo II, la democracia requiere para sostenerse de un marco de moralidad: la legitimidad de la democracia «depende de su conformidad con la ley moral» («Evangelium Vitae», No. 70).

Nuestra esperanza debe ser que, en lugar de los cansados y viejos valores del secularismo del siglo XX, las sociedades revigorizarán el concepto de persona humana como imagen de Dios y esperanza de la humanidad.

El Catecismo de la Iglesia Católica (No. 1929) dice, «sólo se puede conseguir la justicia social si se respeta la dignidad trascendente del hombre». Cuando el estado coloca a la persona como lo primero, aumenta su compromiso con el bien común. Y cuando se busca el bien común en justicia y amor, las personas, y no la neutralidad, es el verdadero foco de la vida política.

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ZENIT Staff

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